Profecía e historia / 13 – Ningún grupo supera en dignidad a la persona; como mucho la puede igualar.
«Todos los cuerpos juntos, y todos los espíritus juntos y todas sus producciones, no valen el menor movimiento de caridad. Este es de un orden infinitamente más elevado» Blaise Pascal, Pensamientos
El duelo entre Elías y los profetas de Baal en el monte Carmelo nos recuerda, a contraluz, que la verdad con coincide con la victoria, y que quien anuncia la verdad llama a la elección, nunca a la idolatría.
En este relato, uno de los más conocidos de la literatura religiosa antigua, el uno es un número bendito. Con Elías, solo contra cientos de profetas de Baal, y con Abdías, único salvador de profetas, la Biblia nos dice que en muchas crisis tremendas la salvación llega porque queda un solo justo que salva a todos. En algunos momentos decisivos, la masa crítica es uno: Noé, Abraham, Moisés, los profetas, Elías, Abdías, María, Jesús. Por muy importante y hermoso que sea el “nosotros”, la Biblia también exalta el “yo”. El “nosotros” no salva a nadie si en su corazón no hay al menos un “yo” que obedezca a una voz y actúe libremente. Un “yo” justo es la levadura de la buena masa del “nosotros”. Esta es la raíz del principio personalista, que está en el centro del humanismo occidental, y que hoy, ante la fascinación que sentimos por nuevos “nosotros”, nos sigue repitiendo que ningún grupo supera en dignidad a la persona individual; como mucho la puede igualar. Las reglas de la aritmética no sirven para “calcular la dignidad” en los grupos humanos. Este valor no aumenta con la suma, porque el primer sumando tiene ya un valor infinito. En este caso, uno más uno más uno es siempre y solo uno.
Durante una carestía tremenda y larguísima, mientras una reina sanguinaria está exterminando a los profetas de YHWH, un hombre los salva: «El hambre apretaba en Samaría, y Ajab llamó a Abdías, mayordomo de palacio. Abdías era muy religioso, y cuando Jezabel mataba a los profetas del Señor, él recogió a cien profetas y los escondió en dos cuevas en grupos de cincuenta, proporcionándoles comida y bebida» (1 Re 18, 2-4). Abdías es un amigo de los profetas, como el etíope Ebed-Mélec, el eunuco que salvó a Jeremías de la cisterna (Jr 38). Volvemos a encontrar a un hombre, un “mayordomo”, que salva a los profetas de la muerte. También la historia de las religiones y las civilizaciones conoce esta categoría de justos, estos goel. Los profetas tienen muchos enemigos, pero también tienen algunos amigos y “salvadores”. Los alojan en sus casas Betania, los esconden, los curan, los consuelan y creen en ellos cuando todos los abandonan. Los profetas tienen estos amigos, al menos uno o una, que se convierten en el mendrugo de pan y el cuenco de agua que permite no morir en la travesía del desierto. A veces son los padres o una hermana. No siempre son los discípulos de los profetas, a veces son sus amigos. El amigo de un profeta vale más que mil discípulos.
Abdías se encuentra con Elías, llevando como dote los cien profetas que ha salvado: «Escondí dos grupos de cincuenta profetas en dos cuevas y les proporcioné comida y bebida» (18, 13). Elías sale a su encuentro: «Al reconocerlo, Abdías cayó rostro en tierra y le dijo: Pero ¿eres tú, Elías, mi señor? Elías respondió: Sí. Ve a decirle a tu amo que Elías está aquí» (18, 7-8). Abdías tiene miedo. Elías lo tranquiliza, y él va: «Abdías fue en busca de Ajab y se lo dijo». (18, 16). Elías finalmente se encuentra con Ajab. Entramos en una de las páginas más conocidas y tremendas de la Biblia: el desafío, la ordalía del monte Carmelo entre Elías y cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Es una escena potente y épica, que nos hace vivir en directo un pasaje de la religión de estos pueblos arcaicos, que viven en un equilibrio inestable entre magia y fe.
«Ajab despachó órdenes a todo Israel, y los profetas se reunieron en el monte Carmelo. Elías se acercó a la gente y dijo: ¿Hasta cuándo vais a caminar dando saltos de un lado a otro? Si el Señor es el verdadero Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (18, 20-21). Elías propone un duelo entre YHWH, el Dios de Israel, y Baal, el dios local fenicio-cananeo. De parte de Baal hay cientos de profetas; del lado de YHWH está solo Elías. Otra vez una lucha desigual, otro David contra otro Goliat. Pero también ahora la victoria no es cuestión de fuerza ni de número. Es la calidad y no la cantidad el principio activo de estas victorias. Por el resto del relato comprendemos que no se trata de un desafío entre dos dioses vivos, sino más bien entre Dios y la nada. Esta victoria de YHWH es uno de los primeros testimonios del monoteísmo de Israel. «Que nos den dos novillos: vosotros elegid uno, que lo descuarticen y lo pongan sobre la leña sin prenderle fuego; yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña sin prenderle fuego. Vosotros invocaréis a vuestro dios y yo invocaré al Señor, y el dios que responda enviando fuego, ese es el Dios verdadero» (18, 23-24).
Los profetas de Baal preparan en primer lugar el altar y esperan que Baal, el dios de los rayos, haga arder la leña para el sacrificio. «Estuvieron invocando a Baal desde la mañana hasta mediodía: ¡Baal, respóndenos! Pero no se oía una voz ni una respuesta» (18, 26). No se oía una voz… Vuelve esa nota bellísima que acompaña la Biblia entera: el Dios verdadero es el Dios de la voz. YHWH habla, llama, susurra. Los ídolos son falsos porque no tienen voz, están roncos. El frenesí profético crece y nos desvela detalles interesantes de estos antiguos ritos: «Gritaron más fuerte, y se hicieron cortaduras, según su costumbre, con cuchillos y punzones, hasta chorrear sangre por todo el cuerpo» (18, 28). Pero el fuego no se enciende. Baal no responde. Elías ironiza y se burla: «¡Gritad más fuerte! Baal es dios, pero estará meditando, o bien ocupado, o estará de viaje. ¡A lo mejor está durmiendo!» (18, 27). En esta tomadura de pelo Elías “olvida” que muchos salmos son un grito para “despertar” a Dios, y que la primera oración colectiva de la Biblia fue un clamor de esclavos para que YHWH, distraído, se acordara de su promesa (Ex 2). Incluso los profetas más grandes, durante la lucha religiosa, pueden usar contra el adversario palabras más humanas y más bellas aprendidas bajo la tienda. Como nosotros.
Entonces llega el turno de Elías: «Tomó doce piedras … levantó un altar en honor del Señor … apiló la leña, descuartizó el novillo, lo puso sobre la leña y dijo: ¡Señor, Dios de Abraham, Isaac e Israel! Que se vea hoy que tú eres el Dios de Israel … Respóndeme, Señor, respóndeme para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres el Dios verdadero y que eres tú quien les cambiará el corazón. Entonces el Señor envió un rayo, que abrasó la víctima, la leña, las piedras y el polvo» (18, 31-38). Llama la atención la sobria esencialidad de la oración de Elías, comparada con la espectacularidad barroca de los profetas de Baal. Las liturgias excesivas y emocionales casi siempre son señal de una fe larvadamente idolátrica. Elías vence el desafío y el pueblo exclama: «¡El Señor es el Dios verdadero! ¡El Señor es el Dios verdadero!» (18, 39). Elías celebra su victoria degollando uno por uno a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal: «Elías les dijo: Agarrad a los profetas de Baal. Que no escape ninguno. Los agarraron. Elías los bajó al torrente Quisón y allí los degolló» (18, 40). Es un epílogo tremendo, como toda la escena.
La ordalía o “juicio de Dios” era una prueba cuyo resultado se interpretaba como una manifestación directa de la voluntad de los dioses. Estaba muy extendida por muchas culturas antiguas. En Europa las ordalías fueron introducidas sobre todo por los pueblos germánicos – en Italia por los longobardos – y durante siglos fueron toleradas incluso por la Iglesia. En la ordalía – de fuego, veneno, metales fundidos… – aquel que salía ileso de la prueba era considerado justo y/o inocente. El dato de hecho se erigía como voluntad divina. Así pues, al más fuerte en el duelo o al más hábil en caminar sobre el fuego se le consideraba bendecido por Dios y portador de un mensaje suyo. De este modo, los fuertes se hacían aún más fuertes y los débiles aún más débiles. Algo muy parecido ocurría en la religión económico-retributiva, que veía en la riqueza la bendición de Dios y en la pobreza la maldición, y hacía doblemente benditos a los ricos y doblemente malditos a los pobres. La Biblia tuvo que luchar mucho para liberarse de esta visión arcaica y “naturalista” de la fe y solo lo logró en parte. La Biblia ha intentado mostrarnos que los “milagros” no son por sí mismos pruebas de la verdad de la fe, sino señales imperfectas y siempre parciales. También los falsos profetas sabían hacer milagros. Los magos de Egipto simulaban las plagas, y Simón el Mago “tenía encantados” con sus gestos a los habitantes de Samaría (Hechos de los Apóstoles, cap. 8). Los falsos profetas obstaculizaban y perseguían a Jeremías invocando el milagro que podría salvarles, y que no llegó.
Hizo falta un Exilio para entender que YHWH no era verdadero porque venciera, sino que seguía siendo el Dios de la promesa como Dios vencido. Pero nosotros, a pesar de toda la Biblia, los Evangelios, San Pablo y San Francisco, a pesar del no-milagro de la cruz y de la no-ordalía de los clavos y la madera, estamos demasiado tentados de imitar a Elías, de pensar que nuestro Dios es verdadero porque es un vencedor, para degollar después a los perdedores. El milagro del fuego en el monte Carmelo no prueba que YHWH sea Dios. Quizá pruebe que Baal es un ídolo, pero eso ya lo sabíamos antes de la ordalía. No está bien “tentar a Dios”, dirá otra alma de la misma Biblia. Demasiadas veces también nosotros preparamos altares, hacemos vigilias y gritamos pidiendo un milagro que no llega. Y del mismo modo que nosotros somos capaces de no perder la fe cuando un hijo no se cura y muere, ningún milagro puede crear esa misma fe verdadera, porque, entre otras cosas, ante un milagro en nuestro favor siempre debemos preguntarle a Dios: “¿Por qué no a otros?”
La parte luminosa de esta página oscura del monte Carmelo no está en la luz del fuego que irrumpe en la escena, sino en la pregunta que Elías hace a su pueblo: «¿Hasta cuándo vais a caminar dando saltos de un lado a otro? Si el Señor es el verdadero Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (18,21). La tentación idolátrica es tenaz, siempre presente y activa en el corazón del hombre y de la mujer, porque, a diferencia del ateísmo, no niega a Dios, sino que primero lo reduce a ídolo y después lo multiplica. Toda idolatría es politeísta, porque a todos los consumidores les gusta la variedad de mercancías. El idólatra no reniega de Dios, lo empequeñece para manipularlo. Los profetas nos dicen: “elige”, porque es mejor, paradójicamente, irse del todo con Baal que añadirlo al templo al lado de YHWH. Pero nosotros preferimos tener muchos dioses pequeños e inocuos antes que un Dios único, verdadero e incómodo. Por eso la idolatría está mucho más presente en la tierra que la fe. Cuando el hijo del hombre vuelva a la tierra ciertamente encontrará idolatría. Fe no sabemos. Esperemos que la encuentre, al menos en alguna persona; y si viene pronto, que pueda ser en nosotros.
Original italiano publicado en Avvenire el 01/09/2019