Donald Trump y Kim Jong-un se insultan y amenazan, pero si la hipótesis de un conflicto nuclear es mínima, toda esta publicidad ayuda el marketing militar.
Muchos de los expertos en temas nucleares, saben que la polémica verbal entre el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y el líder de Corea del Norte Kim Jung-un sobre el uso de armas atómicas, incluyendo insultos personales y amenazas al estilo de matones de barrio son una muestra de teatro político más que algo real.
Las explicaciones son demasiado técnicas para interesar al gran público de los medios de información y convencer a los jefes de prensa a dedicarle a eso más tiempo que los amoríos de la vedette de turno.
Los efectos de un ataque atómico en el área de la península coreana, se repercutiría sobre los propios aliados de Washington, que luego del desastre atómico de Fukushima, en el vecino Japón, no tienen ningunas ganas de embarcarse en una nueva aventura nuclear. El líder coreano sabe, además, que lanzar un ataque sería su último gesto, pues él o gran parte de su población padecería una represalia tremenda. Hay que tener mucha vocación al suicidio para tomar disca decisión. Y, ante la eventualidad de ser borrados de la faz de la tierra, ¿cuál es el militar, incluso en una dictadura como la norcoreana, dispuesto a ejecutar la orden de apretar el botón de lanzamiento? Eso vale también del lado estadounidense: ¿el Pentágono está dispuesto a ejecutar una orden loca del presidente Trump?
La razón para dotarse de armas nucleares la explica la política armada de quienes fomentan conflictos. Corea del Norte abandonó en el 2003 el tratado anti proliferación nuclear luego de ser incluido entre los Estados–canallas por Estados Unidos y luego de la invasión de Iraq. Se desea un arma atómica, por loca que sea la teoría, para no usarla, pues basta la duda.
¿Para qué, entonces, tanto teatro si ambas cúpulas políticas y militares saben que no habrá guerra nuclear? Para dotarse o para neutralizar o responder a las armas nucleares se requieren sistemas sofisticados costosos, además de ser complementado por armamentos convencionales. Ambos países lo saben y saben que toda esta puesta en escena tiene un retorno económico. Corea del Norte le ha vendido misiles en Oriente Medio y en el Extremo oriente y Pakistán e Irán son buenos clientes. Eso determina buenos ingresos para una economía tan pobre como la norcoreana. Seúl y Tokio son compradores de los costosos F35 estadounidenses y versiones avanzadas de otros aviones, además de los sistemas antimisiles.
Eso explica entonces la insistencia sobre un clima de amenaza y de temor. Este último sentimiento es un buen anestésico de la opinión pública ante el incremento del gasto militar, mientras sus fabricantes hacen caja. Pero no es esto que nos debe asombrar, sino el silencio de una sociedad civil internacional que dispone de la información para aclarar lo que efectivamente ocurre.
¿Trump antipaz?