Con esta máxima Domingo Faustino Sarmiento inauguró uno de los programas más ambiciosos de la política argentina de los últimos doscientos años.
Sarmiento era un político controvertido. Se le atribuye un mal genio además de ser dueño de ideas poco aceptables para los criterios actuales, pero al mismo tiempo era un político audaz. De muy joven le obsesionaron dos ideas mesiánicas: por un lado, unir en una gran confederación a Argentina, Paraguay y Uruguay, cuya capital estaría en la isla Martín García; por otro, cambiar el sistema educativo rioplatense. Se inclinó finalmente por la segunda, aunque con un pronóstico verdaderamente incierto, considerando los recursos con los que contaba Argentina en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XIX.
Con dicho propósito y dispuesto a poner toda su fuerza, emprendió un viaje que cambiaría la historia. Luego de conocer la experiencia europea, redireccionó su viaje y se sumergió en el sistema educativo (¿estadounidense?) que en 1860 estaba en la vanguardia a nivel mundial. Encomendó a Mary Mann la selección de sesenta y dos maestras que en su mayoría provenían de Boston. Ellas serían las futuras directoras y las responsables de gestionar las primeras escuelas. Algunas de ellas, además, serían las que formarían a las futuras maestras que estarían al frente de la red más extensa de esta parte de América.
Brevemente quisiera destacar algunas fortalezas de esta iniciativa. En primer lugar, lo verdaderamente revolucionario fue considerar la mejor experiencia del mundo en ese momento y ponerla en práctica con sus mismos hacedores. Hace unas pocas décadas China hizo lo mismo. En 2010 abrió sus puertas Harvard Center Shanghai. Luego de haber invertido en la formación de cientos de miles de jóvenes chinos desde finales de los noventa hasta la primera década del 2000, decidieron trasladar la experiencia a su propio territorio.
La otra cuestión que me gustaría destacar, y que pasa muy desapercibida, es la audacia de creer en la comunidad. Puso el centro en la escuela y en la autonomía de quien la gestionaría, las maestras, que tanto le había costado al tesoro argentino financiar. Digo así, porque el salario ofrecido estaba muy por encima de lo que se pagaba en el mundo por la misma tarea. No pensó un ministerio con infinitos niveles administrativos que diseñarían los planes que después los docentes implementarían en las aulas. Todo lo contrario, al más puro estilo jesuita, buscó a los mejores, los apoyó subsidiariamente, y les dio autonomía; tal vez porque entendía que los que mejor conocían los procesos son los que están más cerca de la demanda.
Una tercera observación digna de destacar es que lógicamente las jóvenes maestras de Boston no conocían nuestro idioma, algunas pocas sí, pero excepcionalmente. Tuvieron que aprender el idioma, se adaptaron al lenguaje de la demanda.
Comparto una visión
Deseo profundamente una educación que sea considerada un bien común. El sistema educativo argentino está diseñado bajo la forma de un sistema público con dos gestiones, la estatal y la privada. Es una gran riqueza. La vocación pública de la gestión privada puede sostenerse con muchos argumentos: El currículum común, la supervisión estatal, el acceso libre bajo ciertas condiciones, la acreditación y promoción común, solo por mencionar algunos. El problema es que en general la mayoría de los funcionarios de las direcciones de educación de las distintas jurisdicciones no entienden por público lo mismo que entienden los ciudadanos. En general entienden lo público como estatal y, en verdad, en los únicos lugares donde lo público es exclusivamente lo estatal, es en los países dominados por regímenes totalitarios. Lo llevo al extremo apelando al absurdo, solo con intención especulativa, no es una denuncia. Pero llevado al extremo, vuelvo a decir, se verifica. La discusión de lo público gestionado por el estado o por lo privado nos ha puesto en el lugar de la competencia. Tenemos que encontrar otra racionalidad que nos ponga en el lugar de la cooperación, esto es entender la educación como un bien común. Creo en la colaboración entre el Estado y lo privado, pero deberíamos lograr condiciones específicas que sean favorables, especiales. El solo hecho de reconocer la educación como bien común no resuelve la cuestión. No es tan sencillo el gobierno de los comunes.
Elinor Ostrom, la primera mujer galardonada por el Premio Nóbel de Economía, en su libro El Gobierno de los Bienes Comunes, recrea esta posibilidad. En la introducción del libro retoma el artículo publicado en 1968 por John Garret Hardin, en la revista Science, “La tragedia de los comunes”. En dicho artículo Hardin recoge las expresiones de algunos eruditos sobre la tragedia de los comunes que recomiendan que el Estado controle la mayoría de los recursos naturales para evitar su destrucción; otros sugieren que su privatización resolvería el problema. Sin embargo, lo que se observa en el mundo es que ni el Estado ni el mercado han logrado con éxito que los individuos mantengan un uso productivo, de largo plazo, de los sistemas de recursos naturales. Todavía no contamos con las herramientas o modelos intelectuales necesarios para comprender los problemas asociados con la regulación y la administración de sistemas de recursos naturales, así como las razones por las cuales algunas instituciones trabajan mejor en ciertos medios que en otros. Hardin ha llegado a simbolizar la degradación del ambiente que puede esperarse si muchos individuos utilizaran al mismo tiempo el mismo recurso sin el suficiente control, donde pareciera que el control comunitario, como propone Ostrom, resultaría más eficiente, porque al mismo tiempo se controlarían y utilizarían de manera racional los recursos, al mismo tiempo que colaborarían bajo la tutela de la ley y el Estado. ¿Dónde estaría la tragedia según Hardin? Cuando una persona no puede ser excluida de los beneficios que otros procuran, está motivada a no contribuir con el esfuerzo común y beneficiarse del esfuerzo de los otros. Ya Aristóteles en el Libro II, Cap. 3 de la Política había adelantado un argumento similar: “Lo que es común para la mayoría es, de hecho, objeto de un menor cuidado.”
Siendo este el panorama, ¿sería una solución pensar en la educación como un bien común?
La historia de Sarmiento demuestra que es posible. Devolver la centralidad a la escuela es el camino, porque devolverle la centralidad a la escuela es poner al alumno en el centro del problema educativo. A comienzos del año 2000, el Estado de la Florida, Estados Unidos, implementó un programa sobre la base de los tests “ABC”. ¿Cuál era el contexto? En ese momento, La Florida, Arizona, California, estaban recibiendo migrantes hispanoparlantes. Las escuelas dependientes del Estado de la Florida no eran bilingües y, por lo tanto, los alumnos que concurrían a ellas no estaban del todo preparados y fracasaban mayoritariamente en los exámenes. El programa contempló el redireccionamiento de los recursos, de manera que se financiaron prioritariamente las escuelas que mostraban un promedio menor en los exámenes. Si luego de la aplicación de mejores recursos, no sólo económicos, sino también pedagógicos y técnicos, el promedio no mejoraba, los alumnos tenían derecho de elegir escuelas que hubieran obtenido un mejor score, con la consecuencia de que los recursos asignados a la escuela de origen seguían al alumno. Esta experiencia pone de manifiesto que las políticas generales deben seguir las necesidades locales y ponen en el centro de la discusión a la escuela y a los alumnos.
Se observa en nuestro medio un movimiento contrario. Cada vez es más visible, en las distintas jurisdicciones del país, con distinto grado, pero en el mismo sentido, una pérdida de autonomía escolar. Hay jurisdicciones que hasta diseñan los textos y las orientaciones para la celebración de los actos en las fechas patrias. Se ha demostrado en la ciencia de la administración que cuanto más dirigida es la política de quien conduce, menor es la motivación del núcleo operativo. Es una muestra más de lo que no se debe hacer. Detrás de esta “inocente” maniobra hay una ideología a la que hay que oponerse, si queremos un sistema sustentable. El gobierno del sistema como la conducción escolar requieren un management subsidiario, donde quien conduce sea habilitado de abajo para arriba, cuando quien opera no pueda resolver la demanda. Con mayor fuerza renace entonces aquella máxima, “educando al soberano”. Solo es posible educarlo, si al mismo tiempo lo hacemos protagonista de su destino.
*El autor es presidente de la Fundación Charis Argentina