La marcha #NiUnaMenos invita no sólo a la reflexión sino también a la acción, constante, paciente y pacífica.
Como tantas de nosotras participé el miércoles, vestida de negro, del paro y la marcha #NiUnaMenos en Mar del Plata. Con tristeza, pensando en Lucía y en tantas como ella que ya no tienen voz para reclamar nada, porque perdieron su vida injustamente, sólo por ser mujeres –y como tales– objeto de deseo, de placer, de dominación, de violencia.
Es inevitable preguntarse: ¿sirve de algo esto?, ¿cambiarán las cosas?, ¿repara aunque sea ínfimamente, el dolor de las familias de las que ya no están? No lo sé, pero quiero creer que sí, que algo este “miércoles negro” se movió, o al menos no quedó como estaba.
Recorro los carteles embanderados: “Si te maltrata no es amor”, “Quiero que el femicidio se derrumbe”, “Quiero salir a la calle sin miedo”, “Vivas nos queremos”, “Todas decimos basta”, “Yo marcho hoy para que no marchen por mí mañana”, “No te calles”, “Ni princesas sumisas ni machitos violentos”… Son mensajes que contestan a otros, implícitos en la sociedad, y que forman parte de lo que el sociólogo Giddens denomina la “conciencia práctica” de la gente, refiriéndose a todo aquello que se considera normal, adecuado y natural en nuestros comportamientos cotidianos, y por eso aceptados y justificados: “Le pasó por andar por ahí sola y vestida de esa manera”, “si no demostrás violencia no sos hombre”. “Cuántas más tengas, más macho sos”. Por eso a él, que sale con muchas lo aplauden, pero a ella, que tiene relaciones pasajeras, la condenan.
La mujer como trofeo
Los femicidios representan el grado máximo de violencia de género. No se trata de cualquier asesinato, ni de un crimen pasional, como se lo definía antes y todavía aún se hace, sino de una agresión justificada por el simple hecho de pertenecer a un colectivo –de mujeres– considerado inferior. Esta es la base del denominado patriarcado, un sistema de ideas, comportamientos, estereotipos, construido y sostenido a lo largo de siglos, no sólo mediante la fuerza, sino de la aceptación ideológica no sólo de los hombres, sino también de las mujeres, convencidas de su posición subordinada. En la historia, y sobre todo en nuestra historia americana –en la que las indígenas y esclavas eran el objeto de conquista favorito de los colonizadores– la mujer era sobre todo un símbolo de la lucha entre los hombres, un premio a la virilidad y la fuerza, un verdadero trofeo. Sin duda hoy muchas cosas han cambiado, pero no del todo, lamentablemente. Muchas mujeres son todavía objeto de propiedad del hombre y de competencia entre ellos.
¿Qué puedo hacer yo?
¿Cómo no hacerse esta pregunta, ante semejante drama? Puedo hacer, sin duda, lo que todos/todas podemos hacer: hablar, reflexionar y hacer que otros/as también lo hagan. Por eso, después de la marcha fui a dar clase a un grupo de estudiantes de la facultad de humanidades, que en su mayoría también habían estado en la concentración y nos unía la conmoción de lo vivido. Teníamos que tratar el tema de “cultura” como producción social de significados. La pregunta que surgió entonces fue ¿Hoy construimos cultura?
Claro, eso hicimos, intentamos generar significados que derriben y reemplacen a aquellos que sostienen y justifican la violencia de género. Reflexionamos también sobre los factores que la profundizan en la actualidad: el capitalismo, que nos convierte a todos en objetos, nos hace valer menos y nos desprotege; la violencia como placer, cada vez difundida en los medios; las presiones sociales sobre el cuerpo; la expansión de la droga, que anula toda racionalidad.
Nos convencimos de que tenemos que despatriarcalizar la sociedad y para ello se necesita un empeño en todos los sentidos, porque implica cambiar la cultura, desde los aspectos más cotidianos, como que no haya juguetes para niños y para niñas o que no se le enseñe al niño que “pegar es de macho” y “llorar es de nena”, entender que los celos no son amor, que si una mujer se independiza económicamente no es una egoísta y que la virilidad no se mide por las conquistas.
Demasiada sangre costó en nuestra historia la descolonización. No dejemos que el mismo costo tenga la despatriarcalización. No puede haber más Lucías ni nada ni nadie que lo justifique. Cada uno y cada una, desde su lugar, algo puede hacer.