Debate presidencial, un sano paso adelante

Debate presidencial, un sano paso adelante

Una reflexión sobre el significado de los debates entre candidatos de cara a las elecciones del próximo 27 de octubre.

“El método democrático es aquel arreglo institucional para llegar a decisiones políticas, en el que algunos individuos adquieren poder para decidir mediante una lucha competitiva por el voto del pueblo”. Joseph Schumpeter

“Un elemento ideal o normativo es ciertamente constitutivo de la democracia: sin tensión ideal una democracia no nace, y, una vez nacida, rápidamente se distiende”. Giovanni Sartori

La democracia, nuestra democracia, puede ser entendida simplemente como un método (conjunto de reglas) que organiza una competencia entre candidatos ávidos por alcanzar el poder mediante el voto de los ciudadanos, o también como aquel régimen especial que permite recrear y plasmar, continuamente, ideales y principios de mayor igualdad y libertad entre las personas. Competencia despiadada o régimen con ideales, disputa encarnizada o principios igualitarios, ser o deber ser, podemos intentar comprender el debate presidencial que acabamos de presenciar partiendo de esta tensión dialéctica constitutiva del régimen democrático desde antaño.

Instituido en 2016 por medio de la Ley 27.337, tuvo lugar en el remozado paraninfo de la Universidad Nacional del Litoral, en la ciudad de Santa Fe, el primer debate presidencial obligatorio en la historia de nuestro país. La norma impulsada hace tres años contaba con el importante antecedente de los debates organizados por la sociedad civil para los comicios de 2015, pero a diferencia de aquellos, desde la promulgación de la norma referida la presencia de los candidatos resulta obligatoria so pena de ser sancionados por la justicia electoral. Siguiendo lo establecido, el pasado domingo 13 de octubre asistieron a la centenaria universidad santafesina los seis candidatos que superaron el mínimo del 1,5 % sobre el total de votos válidos emitidos en las primarias celebradas el pasado mes de agosto: Nicolás del Caño, José Luis Espert, Juan José Gómez Centurión, Roberto Lavagna, Alberto Fernández y el actual presidente y candidato, Mauricio Macri.

Transmitido en directo por la inmensa mayoría de canales de aire y tv por cable (con un rating total cercano a los 30 puntos), como así también por radio, plataformas digitales y redes sociales, el debate presidencial contó con una gran audiencia a lo largo de sus 2.15 horas de duración. Privilegiando un diseño estructurado y rígido en cuanto a los segmentos de tiempo asignados a cada candidato, y con un formato claramente igualitario que consigue poner en un plano de igualdad a todos los contendientes -más allá de los votos obtenidos en las PASO y sus posibilidades reales de vencer-, el primero de los debates abordó cuatro temáticas diferentes. Así, cada uno de los candidatos pudo exponer sus posturas respecto a las relaciones internaciones del país, economía y finanzas, educación y salud, y el último bloque estuvo dedicado a las problemáticas de derechos humanos y diversidad de género. Explayarme aquí sobre las propuestas o posiciones de cada uno sobre las diferentes temáticas excede por mucho el alcance de este comentario y, por otra parte, considero mejor recurrir directamente al debate disponible en internet. Tampoco quisiera detenerme en calificar o adjetivar la performance de tal o cual candidato, queda eso a gusto de cada uno.

Más bien quisiera detenerme brevemente en un punto que considero interesante, el de la íntima conexión entre retórica y política, o dicho de otro modo, entre la necesaria persuasión discursiva -cuyo objetivo es justamente convencer al oyente- y la ética que reclama todo discurso político. Cito un ejemplo que me pareció interesante sobre este punto. No bien terminó el debate, una panelista de uno de los programas políticos más vistos de televisión abierta, calificó al discurso de uno de los candidatos como “cínico”, supongo yo al considerar que no se había ajustado fehacientemente a la realidad del país. Lo llamativo es que inmediatamente luego de hacer este comentario (seguramente compartido por muchos ciudadanos), esta misma panelista, hablando sobre el mismo candidato, le sugirió “esconder” determinados temas en su discurso porque no le favorecían. Es decir, no bien terminaba de fustigarlo por no haber dicho la verdad, pasó a aconsejarle evitar mencionar determinados temas para que no le jueguen en contra -entre la omisión y la mentira hay una línea bien delgada-. Contradicción evidente, sí, pero ejemplificadora de la tensión siempre vigente entre efectividad discursiva y ética democrática. El arte de la política, a la cual se dedican los seis candidatos que debatieron el pasado domingo, consiste en gran parte en armonizar -dentro de los límites que imponen los principios republicanos- esta aparente contradicción.

Como decía Joseph Schumpeter, la democracia es competencia agonal entre candidatos, y esa es una cara de la moneda. Al mismo tiempo, como lúcidamente nos recuerda Giovanni Sartori, la democracia nace y se nutre continuamente de ideales y principios llamados a recrear su vitalidad y justicia. Y es precisamente ésta una de las contribuciones fundamentales que, a mi entender, realizan los debates presidenciales a nuestra convivencia democrática: la de recrear algunos de los valores éticos basales sobre los que se construyeron las instituciones republicanas modernas, como ser la libertad de opinión, la libre deliberación de los asuntos públicos y la publicidad de las ideas de los candidatos, sea cual sea su extracción y filiación ideológica.

Es por ello que debemos valorar positivamente el ejercicio que suponen los debates presidenciales, tanto para los candidatos como para los ciudadanos de a pie. Descalificarlos o tacharlos de inútiles solo porque los candidatos incurren en mentiras o verdades a medias, o porque no hacen más que “chicanear” entre ellos recurriendo a la ironía y las provocaciones, significa desconocer que estos artilugios verbales también forman parte constitutiva (una parte, NO la más importante) del ejercicio retórico de la política. Junto con todo esto, cada candidato también expresa y deja entrever opiniones, posturas ideológicas y argumentos que permiten hacernos una idea de su propuesta de gobierno. Claro que para ello se supone el necesario esfuerzo de cada ciudadano por conocer, sopesar y juzgar dichas posturas.

El próximo domingo 20 de octubre asistiremos a un nuevo debate, el cual tendrá lugar en la UBA. Cada candidato seguramente ajustará su estrategia discursiva y buscará pulir aquellos aspectos en los que falló el pasado domingo. La agenda acordada por los organizadores prevé que se abordarán   temas vinculados a la seguridad, producción e infraestructura, federalismo, calidad institucional y rol del Estado, desarrollo social, medio ambiente y vivienda. Asistiremos entonces a un nuevo round democrático entre los candidatos a la presidencia de la Nación en las elecciones del 27 de octubre venidero. Una nueva posibilidad que nos damos como sociedad democrática para conocer y sopesar argumentos y propuestas, mentiras e ironías, omisiones y confesiones de aquellos que pretenden gobernarnos durante los próximos cuatro años.

Como afirmara con fina ironía el nobel Winston Churchill en un discurso ante la cámara de los comunes “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por los hombres. Con excepción de todos los demás”. Aun perfectible y mejorable, son los ideales democráticos y republicanos de los que hablaba Sartori aquellos encargados de perfeccionar la única forma de gobierno que habilita criticarse y mejorarse a sí misma. Entendidos desde esta profunda paradoja democrática, los debates presidenciales obligatorios constituyen un sano paso adelante en nuestra vida como Nación.

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