Editorial de la revista Ciudad Nueva del mes de abril.
Los seres humanos presentamos una característica que si bien podría ser vista como una debilidad, desde aquí la valoramos como una inestimable oportunidad: la dependencia de otros. Desde que llegamos al mundo, hombres y mujeres precisamos de otros que nos reciban y nos brinden todo aquello que necesitamos: comida, abrigo y, sobre todo, afecto. La mirada de ese otro es la que nos permite ir desarrollando nuestra propia identidad, única y original, diferenciándonos de los demás pero unidos en la gran familia humana.
Ese sentido de comunidad lo llevamos marcado a fuego a lo largo de nuestra vida. Estamos hechos para estar vinculados. En los momentos de dolor y angustia buscamos a otro donde apoyarnos, de modo de repartir el peso que nos aqueja y así alivianar nuestra carga.
En tanto, como comprobó el joven Christopher McCandless –su historia de vida fue llevada al cine con el film Into the Wild (Hacia rutas salvajes)– “la felicidad solo es real cuando es compartida”. Un muchacho que decidió dejar todo y aislarse del mundo, encuentra la muerte mientras descubre que un posible estado de plenitud solo es alcanzable en relación con otros.
Es tal el vínculo que tenemos que lo que sucede en una persona siempre tiene repercusión en el otro, al punto que Mahatma Gandhi afirmó con convicción que “tú y yo no somos más que una sola cosa. No puedo hacerte daño sin herirme”.
Para los creyentes, las primeras comunidades cristianas son una brújula que permite orientarnos y donde encontramos el ejemplo de lo que significa abandonar nuestro egoísmo y compartir nuestros bienes materiales y espirituales. Fue el modelo que siguieron Chiara Lubich y sus primeras compañeras en Trento, Italia, alcanzando tal fecundidad que hizo brotar comunidades que viven el ideal de la Unidad en más de 190 países del globo.
Para la fundadora del Movimiento de los Focolares, hablar de comunidad significa ser familia: “Clima de familia es clima de comprensión, de distensión serena, clima de seguridad, de unidad, de amor recíproco, de paz, que involucra a todos los miembros en su dimensión divina y humana”.
Y exhortó a las comunidades en el mundo: “¿Hay entre ustedes quienes sufren por pruebas espirituales o morales? Compréndanlos como y más que una madre. Ilumínenlos con la palabra y con el ejemplo. No dejen que les falte nunca, por el contrario, hagan crecer alrededor de ellos el calor de la familia.
“¿Hay entre ustedes quienes sufren físicamente? Que ellos sean sus hermanos predilectos. Sufran con ellos, traten de comprender sus dolores hasta el fondo. Háganlos partícipes de los frutos de vuestra vida apostólica, de modo que ellos sepan, que más que otros, han contribuido a ellos.
“¿Hay quienes están muriendo? Imagínense que son ustedes los que están en su lugar y hagan cuanto desearían fuera hecho a ustedes hasta el último instante.
“¿Hay alguno que goza por una conquista o por otro motivo? Gocen con él, para que su consolación no se enfríe y su ánimo no se encierre en sí mismo, sino que la alegría sea de todos.
“¿Hay alguien que parte? Déjenlo marchar, no sin antes llenarle el corazón de una sola herencia: el sentido de familia, para que lo lleve a su nuevo destino.”
Y concluye, en ese mismo mensaje: “Donde vayan (…) lo mejor que podrán hacer es crear, con discreción, con prudencia, pero con decisión, ‘el espíritu de familia’. Éste es un espíritu humilde, que desea el bien de los demás, no se engría. Es, en síntesis, la caridad, verdadera, completa”.
Este sentido de familia podemos generarlo donde estamos. En época de coronavirus, cuando vemos que el aislamiento se convierte en un acto imprescindible para evitar la propagación del virus, es cuando aumenta el desafío de cuidarnos. Es la oportunidad, como decíamos en la edición anterior, de potenciar las bondades de las redes sociales, estando cerca y acompañándonos cuando no logramos hacerlo físicamente. Así también podemos ser comunidad, ser familia.
Artículo publicado en la edición Nº 618 de la revista Ciudad Nueva.