Sin Facebook ¿estaríamos más o menos informados? ¿Seríamos más o menos sociables? ¿Tendríamos más o menos confianza en los demás y en las instituciones? ¿Estaríamos políticamente más o menos polarizados?
Por supuesto, no habríamos sabido nada del “Gato Gruñón” ni del “reto viral de las escobas”, pero esto ¿nos habría hecho más o menos felices? Es muy difícil dar una respuesta objetiva a estas preguntas, porque Facebook existe, y para valorar su efecto sobre todas estas variables, deberíamos poder comparar este mundo con su “contrafactual”, es decir con un mundo sin redes sociales.
La aparición de Internet y de las redes sociales ha supuesto un progreso enorme por la posibilidad que tienen los seres humanos de conectarse, de entrar en relación unos con otros, de compartir experiencias y conocimientos. Pero tal vez este proceso conlleva costes que todavía tendemos a subestimar con demasiada facilidad. Hace unos años, el mismo Zuckerberg sintió la necesidad de modificar oficialmente la misión de su empresa. Facebook nació originariamente para “hacer el mundo más abierto y conectado”. Pero en un momento determinado comprendió que la apertura y la conexión, en sí mismas, no son objetivos positivos; como mucho pueden ser precondiciones necesarias para que algo bueno acontezca; precondiciones necesarias pero desde luego no suficientes. Por eso la misión oficial con la que Facebook se presenta hoy a sus inversores es “dar a las personas el poder de construir una comunidad y acercar el mundo”. Habría mucho que decir también al respecto. Las redes sociales, y Facebook en primer lugar, han supuesto una revolución solo parecida, posiblemente, a la llegada de la televisión.
Millones de personas están conectadas a una red global que canaliza, cada segundo, infinidad de contenidos y al mismo tiempo recoge infinidad de informaciones relativas a nuestra vida, a nuestros gustos, a nuestras interacciones. Estas informaciones son recogidas y revendidas a sociedades que agregan, organizan y reutilizan esos datos para mandarnos mensajes personalizados sobre qué comprar, a quién votar o qué pensar. Facebook actúa, al mismo tiempo, como canal de recogida de información y como medio de distribución de los contenidos publicitarios e informativos.
Cuanto más navegamos, más datos dejamos y más gana Facebook. Cuanto más navegamos, más publicidad absorbemos y más ganan los anunciantes de Facebook. Todos comparten un único interés: mantenernos pegados a la pantalla. Así nace una verdadera “economía de la atención”, un nuevo modelo de negocio que necesita técnicas e instrumentos, nuevos y viejos, que maximicen nuestra permanencia online. Cuanto más navegamos nosotros, más ganan ellos.
Por eso, la frontera entre el marketing, la persuasión y la creación de dependencia, en estos años, se ha ido difuminando peligrosamente. La técnica más poderosa que usan las empresas digitales para mantenernos pegados a la pantalla es la del “condicionamiento operante”. Se trata de un proceso psicológico de aprendizaje estudiado a finales de los años 40 por el psicólogo del comportamiento Burrhus Skinner. Con la ayuda de palomas y ratas, Skinner quiso comprender las dinámicas de aprendizaje basadas en la asociación de estímulos y comportamientos. Hasta entonces, nos habíamos concentrado principalmente en una forma de condicionamiento “apropiado”: el organismo que reacciona ante la presencia de un estímulo en el entorno. Los perros de Pavlov, por ejemplo, empiezan a salivar cuando se les presenta el alimento.
Skinner da un paso más y empieza a indagar en los comportamientos que no están causados por la aparición de un estímulo, sino que son causa de la aparición de ese estímulo: la paloma que aprieta la palanca para obtener la bola de alimento. El estímulo deja de ser causa del comportamiento para convertirse en consecuencia. Algunos estímulos son buscados y otros evitados. Los primeros refuerzan el comportamiento, los segundos hacen que se extinga. En su investigación, Skinner trató además de entender cómo suministrar estos refuerzos de modo que fueran más eficaces para fijar los nuevos comportamientos aprendidos. Aquí realizó un descubrimiento sorprendente: cuanto más imprevisible y casual es el vínculo entre comportamiento y estímulo, más necesario e imperioso era ese comportamiento para el sujeto. Este es el esquema psicológico que se encuentra en la base de las máquinas tragamonedas, del aparentemente más inocuo rasca-y-gana y, hoy, también de la economía de la atención. Esto es lo que hay en la base de la aparición de las dependencias comportamentales.
La búsqueda de recompensa se hace tan importante que el sujeto difícilmente consigue prescindir de ella, aunque el beneficio que obtiene sea bajo y los costes asociados, sin embargo, sean muy altos. Estos procesos se apoyan en mecanismos primordiales y muy potentes. Son instrumentos que hay que manejar con extrema cautela. Es emblemático, en este sentido, el caso de “Flappy Bird”, un pequeño videojuego para smartphone que apareció en las tiendas, sin ningún clamor, el 23 de mayo de 2013. Durante meses no ocurrió nada; pocas descargas y pocas reseñas. Pero a comienzos de 2014 la app explosionó inexplicablemente y se colocó en primera posición de las apps más descargadas en los Estados Unidos. Millones de descargas diarias producían ganancias de 50.000 dólares al día para su programador, Dong Nguyen, un joven vietnamita totalmente desconocido hasta entonces. Un éxito planetario.
Sin embargo, en un momento determinado, algo se rompió. El 8 de febrero Nguyen twiteó: «Flappy Bird es un éxito, pero también está arruinando mi vida, Lo odio». A los que le pidieron explicaciones, respondía: «No odio el éxito, sino cómo usa la gente mi juego. Se ha convertido en una obsesión». Ese mismo día, Nguyen decidió eliminar el juego de todas las tiendas digitales: «Perdonad, jugadores de ‘Flappy Bird’, no puedo más». Apenas habían pasado 28 días desde que el juego alcanzara la cima de la clasificación de las apps más descargadas. Muchos pensaron que se trataba de una argucia publicitaria para preparar el lanzamiento de una nueva versión del juego, pero ‘Flappy Bird’ no ha vuelto a aparecer desde entonces en la web.
Algún tiempo después, a preguntas de un reportero de la revista “Forbes”, Dong Nguyen sencillamente afirmó que había concebido la app como «un juego para jugar unos minutos y relajarse. Pero en realidad empezó a producir una verdadera dependencia y se convirtió en un problema. Para resolver el problema pensé que lo mejor era eliminar el juego».
Un pequeño juego basado, sin embargo, en una tecnología fuertemente “adictiva” desencadenó en pocos meses una epidemia incontrolada de dependencia comportamental. Una verdadera obsesión con amplios episodios de histeria, pánico, frustración y explosiones de rabia y agresividad. El condicionamiento operante materializa la posibilidad de llevar a las personas a hacer cosas que preferirían no hacer. La economía de la atención se basa en instrumentos como estos, aprovechando motivaciones profundas e instintos primordiales.
Por eso no es nada trivial preguntarse si un mundo sin Facebook sería mejor, más libre, mejor informado y más cohesionado, o no. Es decir, intentar evaluar el valor social de las redes sociales. Sobre este punto, las opiniones de los investigadores son variadas, porque, naturalmente, el problema es complejo. Por una parte, sabemos bien que las relaciones interpersonales son determinantes para el bienestar individual, y por tanto es plausible que una mayor conexión pueda tener un impacto positivo, pero por otra parte sabemos que la pérdida de confianza que muchas veces se deriva de la exposición a intercambios conflictivos en la web tiene un efecto negativo para nuestro bienestar.
Muchos han puesto de manifiesto, además, el papel de las redes sociales en la polarización política y en la agudización de posturas extremas, sin hablar de que las redes sociales son el lugar principal a través del cual se hace circular la desinformación, tanto la esporádica y casual como la planificada y coordinada con una finalidad.
Responder de manera precisa a estas preguntas es difícil, como hemos dicho, por la falta de una situación “contrafactual”. Sin embargo, no es imposible. Lo han intentado cuatro economistas de las universidades de Stanford y New York (Allcott, H., Braghieri, L., Eichmeyer, S., Gentzkow, M., 2020. “The Welfare Effects of Social Media”. American Economic Review, 110(3), pp. 629–676), mediante un ingenioso experimento basado en la metodología de “randomized trials”, la misma que se utiliza habitualmente para evaluar la eficacia de un fármaco experimental y que, desde hace unos años, se usa también para medir la eficacia de las políticas públicas o de los diferentes enfoques para la reducción de la pobreza. Precisamente por estas últimas aplicaciones a las políticas de lucha contra la pobreza, Ester Duflo, Abhijit Banerjee y Michael Kremer han recibido el año pasado el premio Nobel de economía.
Un poco antes de las elecciones de mid-term de noviembre de 2018, los investigadores de Nueva York y Stanford reclutaron, mediante un anuncio en Facebook, a 2743 voluntarios para su experimento. A un grupo de ellos, extraído casualmente, se le pagó por desactivar su perfil social durante cuatro semanas, hasta poco después de las elecciones. Durante las cuatro semanas, el comportamiento de los participantes “desconectados” fue analizado bajo distintas dimensiones y comparado con el de los participantes a los que no se les había pedido que desactivaran su perfil social. Una primera serie de cuestiones tomadas en consideración en el estudio se referían a la relación entre el uso de las redes sociales y las interacciones sociales off-line. ¿Es cierto que el uso de las redes sociales reduce el encuentro con los demás y aumenta la soledad y la depresión, tal y como sostienen algunos?
Los datos experimentales mostraron, en primer lugar, que los “desconectados” usaban también menos otras redes sociales y dedicaban más tiempo a actividades sociales con amigos y familiares. En lo referente al acceso a las noticias de prensa, no se redujo en términos de calidad, sino de cantidad: los participantes dedicaron el 15% menos de tiempo en la búsqueda de noticias. Esto tiene consecuencias sobre todo en el ámbito político. Las informaciones políticas son las que más dejan de buscarse cuando no se accede a las redes sociales y, en general, se observa una disminución del interés por el debate político. Sin embargo, esto parece no tener ningún efecto negativo en términos de compromiso cívico. La participación en las elecciones de mid-term, efectivamente, no fue significativamente diferente entre los “conectados” y los “desconectados”.
Una tercera dimensión del análisis fue la relativa a la esfera del bienestar subjetivo. En este caso, los “desconectados” declararon sentirse significativamente más felices que los “conectados”, más satisfechos con su vida en general, y menos ansiosos y deprimidos. La amplitud de este efecto, para que nos hagamos una idea, equivale aproximadamente a un cuarto de la mejoría producida por otras formas de intervención psicológica tradicionales, como la terapia individual, grupal u otras formas de autoayuda. Un último resultado de gran interés fue que la abstinencia durante cuatro semanas en el uso de las redes sociales produjo una persistente reducción en la disposición al uso futuro de Facebook. Las personas se “desintoxicaron” y después de cuatro semanas sin redes sociales dejaron de sentir la necesidad. Este es uno de los elementos que muestra la naturaleza “adictiva” de las tecnologías persuasivas características de la economía de la atención. Es importante señalar que, gracias al uso de la metodología de randomized trials, podemos afirmar que los resultados del estudio no ponen de manifiesto una simple correlación entre el uso de las redes sociales y las condiciones subjetivas, sino un verdadero nexo causal. Esto quiere decir que la interrupción en el uso de Facebook representa la causa de todas las modificaciones recogidas en el estudio.
Entonces, ¿las redes sociales añaden valor o no a nuestra vida, como personas, y a la vida de nuestras comunidades? Para responder a preguntas como esta, los economistas habitualmente utilizan el análisis de costes y beneficios. Es decir, calculan el valor que los consumidores, en su conjunto, atribuyen a un determinado bien y servicio y lo comparan con sus costes. Pero en el caso de tecnologías de este tipo la valoración que realizan los individuos está a menudo distorsionada por la naturaleza adictiva del producto. Christina Sagioglu y Tobias Greitemeyer, por ejemplo, han demostrado, con una muestra de usuarios de Facebook, que a pesar de que estos estaban convencidos de que el uso, incluso moderado, de la red social provocaba un aumento de su bienestar subjetivo, en la práctica les hacía más infelices (“Facebook’s Emotional Consequences: Why Face- book Causes a Decrease in Mood and Why People Still Use It.” Computers in Human Behavior 35: 359–63, 2014).
Hunt Allcott y sus compañeros preguntaron a los participantes en el estudio cuánto habría que pagarles para que renunciaran al uso de Facebook, tanto al comienzo de las cuatro semanas de “desconexión” como al final. Inicialmente obtuvieron cantidades comprendidas entre los 100 y los 180 dólares. Calibrando estas cantidades para 170 millones de usuarios en Estados Unidos, obtuvieron un excedente para los consumidores de 31.000 millones de dólares. Pero tomando en consideración el valor atribuido al uso de las redes sociales, al final de las cuatro semanas de “desactivación” la valoración en conjunto se redujo un 14%.
Globalmente, estos resultados muestran que el uso de las redes sociales, y de Facebook en particular, tiene un amplio valor social que puede cuantificarse en base a lo que los usuarios desearían cobrar por renunciar a su uso. Pero también muestran que este valor se ve alterado por la naturaleza adictiva de estas tecnologías. Los usuarios atribuyen un valor excesivo a su vida social online porque les cuesta prescindir de ella y esto claramente tiene efectos negativos en su bienestar y en la calidad de sus relaciones reales.
Estamos pasando, o ya hemos pasado, del dominio de la biopolítica de Michel Foucault, que marcó la era del capitalismo industrial, al de la psicopolítica, teorizada por el filósofo coreano Byung-Chul Han, funcional al capitalismo de la vigilancia. Se trata de una época caracterizada por «un poder inteligente, de aspecto liberal, benévolo, que estimula y seduce, y – por consiguiente – es más eficaz que el poder que ordena, amenaza y obliga. Su signo es el “like”: mientras consumimos y comunicamos nos sometemos a una relación de dominio (…) Los habitantes del panóptico digital se comunican intensamente unos con otros y se desnudan voluntariamente. De este modo, la divulgación de los datos no se produce de forma constrictiva, sino que responde a una necesidad interior (…) El poder inteligente lee e interpreta nuestros pensamientos conscientes e inconscientes. Este busca dominar tratando de complacer y creando dependencias» (“Psicopolitica”, Edizioni Nottetempo, 2016). Ser conscientes de ello es una condición necesaria para preservar espacios cada vez mayores de autonomía y verdadera libertad.
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 01/03/2020.
La pregunta que hace Vittorio me interpeló profundamente.
Tengo mi percepción bastante nefasta por cierto acerca de la “utilidad” de facebook.
Entiendo el film “The social network” hace una buena descripción de la motivación inicial del producto. Es un éxito en términos de usuarios, pero favoreció y estimula la circulación de información que no aporta. Es una vidriera que promueve el autobombo. Sin facebook estaríamos mejor informados, menos pendientes del chismerio, y podríamos confiar (un poco mas) en las personas.
Josh Schwartz en su artículo de Chartbeat – https://blog.chartbeat.com/2018/10/19/facebook-outage-reader-trends/, afirma que sin facebook (como en la caida de 45 minutos sucedida el 3 de agosto de 2018), los internautas cambiaron sus hábitos de lectura, acudiendo a los sitios de noticias, y comparte mucha información y gráficos elocuentes.
Notable esta columna de Vittorio – http://ciudadnueva.com.ar/author/vittorio-pelligra/