Coloquios mundiales: edición 2015

Coloquios mundiales: edición 2015

La quinta visita de un pontífice a la sede de las Naciones Unidas tuvo lugar el viernes 25 de septiembre de 2015. Fue dentro del marco del Viaje apostólico del Papa Francisco a Cuba y Estados Unidos, en un viaje de diez días. Compartimos pasajes de la alocución del Papa Francisco a la ONU.

Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008.

Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. 

Quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y reconciliación.

La experiencia de estos años, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones.

Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia.

La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. 

Existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad.

Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás creaturas.

Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien fundamental.

El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. 

Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación

La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre:«El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza». La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias […] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos». 

La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.

Quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.

Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, […] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán […] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad». Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas». Hasta aquí Pablo VI.

La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal  y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.

Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo».

El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».

El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses».

El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos. No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.La loable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Y lo será si los representantes de los Estados buscan sinceramente el servicio del bien común.

Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los bendiga a todos.

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