Chile: Un laboratorio social

Chile: Un laboratorio social

El país trasandino vive la oportunidad de que todos los ciudadanos puedan avanzar en el conocimiento y en la práctica democrática, de cara a una nueva constitución.

“Y sí –me dice doña Cecilia–, sabe que Diosito ha decidido que mi nieta se debe morir, pues tiene una enfermedad rara y en el hospital nos han dicho que no hay recursos para su caso y nosotros plata no tenemos… ¡qué se le va a hacer!”. Son las palabras resignadas de una vecina que a duras penas llega a fin de mes trabajando como doméstica de lunes a sábado. Su marido, taxista, contribuye al magro presupuesto familiar, siempre a los tumbos porque ahora falta una cosa, ahora otra, y así. Trato de ayudarla a ver las cosas de otro modo. “Mire, doña Cecilia, ¿por qué no presentan un amparo ante el juez? No puede ser que la nena se muera, sabe. Dios eso no lo quiere”. Le explico cómo hacer y solo unos meses después me entero de que la Suprema Corte de Chile ha fallado a su favor –y no ha sido la primera vez–, determinando que, ante el riesgo de vida por una enfermedad catastrófica, el Estado no puede objetar la falta de recursos y debe hacerse cargo. Mientras que doña Cecilia me cuenta, feliz, los detalles, mi mente no puede evitar pensar en cuántas son las “doña Cecilia” entre los 80.000 hogares que en el país viven el drama de una enfermedad catastrófica y que no tienen idea de cómo hacer valer sus derechos. ¿Cuántas personas morirán por ello?

Es el lado negativo de esta buena noticia, porque no hay una norma general que refuerce ese derecho de modo que se aplique a todos los ciudadanos, sino que cada uno deberá recurrir por su cuenta ante la justicia. Es el efecto de un sistema jurídico y económico que en cuarenta años concibe la sociedad como una sumatoria de individuos y no como un cuerpo social, dotado de bienes e intereses comunes. Algo que implica, entre otras cosas, que no basta con enunciar derechos básicos, como el de la vida, si luego la ley no lo garantiza.

El ejemplo citado, que podría ser seguido por muchos más, explica las razones por las cuales en Chile ha comenzado un proceso que llevará a redactar una nueva constitución. No es infrecuente que entre los perplejos y los que no comparten esta decisión, se utilice una visión dicotómica: el reclamo y la protesta que han estallado el 18 de octubre, era por una situación de injusticia, de abusos económicos, por una desigualdad “hiriente” y no por una nueva constitución. No falta quien vea en esto un engaño por parte de ciertos sectores políticos. Quienes se oponen a ciertas decisiones suelen recurrir a menudo a este tipo de razonamientos, como si solo fuéramos capaces de hacer una cosa a la vez. Por tanto, se puede perfectamente trabajar en una nueva constitución sin dejar de prestarle atención a la “agenda social”, que en Chile tiene la urgente tarea de desmantelar el sistema de desigualdad determinado por la combinación entre salarios bajos y un sistema tributario sumamente generoso con las empresas que tienen grandes utilidades. Basta con pensar que el impuesto corporativo, a las utilidades, es de apenas el 9,45 % gracias a un injustificado mecanismo por el cual las esforzadas pymes de barrio pagan proporcionalmente más impuestosque grupos industriales o cadenas comerciales con miles de millones de dólares en utilidades.

¿Es tan imprescindible cambiar la Carta Magna?

Una constitución supone muchas cosas. Entre ellas, que es un pacto sobre un determinado orden social y económico que se le quiere dar a un país. La actual constitución nace con un vicio de legitimidad difícil de corregir: fue impuesta en 1980 durante la última dictadura militar. Si bien ha sido enmendada en más de un centenar de casos, su andamiaje fundamental, entre otras carencias, no supone que un Estado moderno ejerce su rol entre la ciudadanía, la sociedad civil y el sistema democrático de partidos, todos promotores y cuidadores de bienes comunes. Y hoy se advierte la necesidad de que sepa reconocer las instancias de una sociedad civil que se organiza –y que ha logrado instalar este proceso–, que no es por tanto una mera sumatoria de individuos y que tiene mucho que decir y aportar a la realidad nacional.

El acuerdo al que han llegado prácticamente todas las agrupaciones políticas establece que en abril habrá un primer plebiscito de entrada, en el que los chilenos decidirán, ante todo, si quieren o no una nueva constitución y, en caso de que sí, si prefieren una convención formada ciento por ciento con constituyentes elegidos por voto o un mix: mitad legisladores en ejercicio, la otra mitad elegidos. Finalmente, habrá un segundo plebiscito que deberá aprobar el nuevo texto.

Ha suscitado polémicas la inclusión de un quorum especial, de dos tercios, para aprobar las diferentes secciones de la nueva Carta Magna. Se ha dudado acerca de que si no se alcanzara dicho porcentaje, reviviría el texto viejo relativo a esa sección. En primer lugar, se partirá desde cero. La vieja constitución quedará derogada. En segundo lugar, donde no se consiga el quorum requerido, simplemente ese tema no entrará en la nueva constitución.

Desde hace semanas, debido a estas citas institucionales, el país se ha transformado en un gigantesco laboratorio social. Hay por doquier “cabildos abiertos”, debates, paneles. Colegios, universidades, las plazas son espacios de discusión… y de aprendizaje. La gente quiere saber; no casualmente la actual constitución es hoy el texto más vendido, pero también la gente está aprendiendo a debatir, a escuchar, a reflexionar. Es sin duda una oportunidad para todos de avanzar en el conocimiento y la práctica democrática.

Es precisamente a lo que aspira la instalación de un proceso constituyente: que la gente se pregunte y debata sobre qué país queremos. En medio de la dureza de la crisis que ha estallado, hay un sol que en Chile hoy brilla un poco más.

Artículo publicado en la edición Nº 616 de la revista Ciudad Nueva.

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