El lunes el presidente de Diputados anuló las sesiones que condenaron a Dilma Rousseff al juicio político, pero por la tarde dio marcha atrás.
Más que un manotazo de ahogado, la resolución con la que el presidente interino de la Cámara de Diputados de Brasil, Waldir Maranhao, pretendió impugnar las sesiones de esa rama del Congreso en las que se votó por el enjuiciamiento de la presidenta Dilma Rousseff, tiene connotaciones de papelón institucional. Por la mañana del lunes, Maranhao sorprendió a todos con la anulación, y por la tarde volvió a hacerlo desistiendo de esa resolución, con un escueto comunicado dirigido al presidente del Senado que hoy se pronunciará si avanzar o no en el impeachment.
La Constitución permite destituir del cargo presidencial sólo por razones jurídicas. No hay muchas vueltas que dar: si las había para tomar una resolución tan radical, ¿por qué dio marcha atrás? Si no las había, ¿por qué resolvió resolver por la anulación? Y si, tanto al comienzo como al final de su razonamiento primaron razones políticas, ¿tenía claro que éstas no pueden ser utilizadas ya que la Carta Magna sólo reconoce para este caso sólo motivos jurídicos?
Tamaña confusión se puede comprender sólo en el marco del estado de conmoción que vive el vecino país. Una situación de crisis institucional en la que el poder político evidencia todas sus fallas: una presidenta al borde de la destitución, culpada en realidad no de la violación de las normas que rigen la presentación de los balances del Ejecutivo (el motivo de su juicio político), sino de una de las peores crisis en décadas, de un manejo político demasiado rígido ante el estallido de los escándalos por corrupción y de liderar un partido convencido de que las políticas sociales sin una reforma moral del sistema de partidos sería suficiente para retener el poder. No sólo el Partido dos Trabalhadores, el de Rousseff y Lula, no retuvo ese poder, sino que con mucha probabilidad, contradiciendo el veredicto de las urnas en 2014, ese poder pasará a la oposición. En caso de un voto por la continuación del juicio político y de su destitución, el vice presidente, hoy en la oposición, la reemplazará en el cargo, y en el Legislativo deberá contar con los votos de la oposición para que sean aprobados los proyectos que necesite convertir en ley.
A esta altura, la pregunta es qué tipo de legitimidad respaldará en el futuro cercano el Gobierno de Brasil. Sin dudas, las protestas sociales han duramente cuestionado al oficialismo. Pero, por un lado, no se puede soslayar que las protestas han tenido su eje en el rechazo a una corrupción que ha penetrado entre todos los sectores políticos. Por otro, eso no significa haber optado para que el país sea gobernado por la oposición. Se comprende entonces por qué varios sectores propongan elecciones anticipadas, para las cuales hay que enmendar la Carta Magna, pues no las tiene previstas. Lo cual, es un factor más de complejidad. Finalmente, cabe preguntarse de qué manera el sistema político podrá reformarse, ya sea para superar la actual fragmentación ya sea para erradicar la corrupción. Y es dudoso que sea éste el camino.
Hace tres años, las movilizaciones populares lograron instalar un debate que sucesivamente fue cooptado e intervenido por los grandes medios de comunicación, vinculados a los intereses económicos y financieros, que pudieron dirigirlo hacia el objetivo de conseguir un cambio de Gobierno. Las chances de una reforma dependen de la capacidad de la sociedad civil de volver a involucrarse en un nuevo debate. De lo contrario, el riesgo es una solución a lo “gatopardo”: cambiará todo para que nada cambie.