El exilio y la promesa/15 – La palabra puede hacernos vislumbrar a Dios y, antes de eso, a las mujeres y a los hombres.
«A la cabeza de todo está Dios, señor del cielo. Eso todos lo saben. Después viene el príncipe Torlonia, señor de la tierra. Luego vienen los guardias del príncipe. Luego vienen los perros de los guardias del príncipe. Luego no viene nada. Luego, nada más. Luego, nada más. Luego vienen los campesinos. Y podría decirse que eso es todo.»
Ignazio Silone, Fontamara
Muchas religiones usan las imágenes de la paternidad, la filiación y el matrimonio para expresar la relación que existe entre los pueblos y sus divinidades. La Biblia también conoce estas imágenes, pero las usa con mucha sobriedad. La urgencia por marcar la diferencia entre YHWH y los ídolos llevó a desconfiar fuertemente del uso de imágenes humanas para hablar de Dios. Después, el cristianismo generó la que puede considerarse como la mayor innovación religiosa, mostrándonos a un hombre-Dios que llamaba a YHWH con el apelativo familiar de Abbá: papá. Pero si pensáramos que la paternidad de Dios que nos ha mostrado Jesucristo es una copia de la paternidad humana, caeríamos en el mismo error que los cananeos y los caldeos. Tan solo se le parece, como nos parecemos nosotros a Dios, de quien somos “imagen y semejanza”. Esta formulación expresa al mismo tiempo la máxima cercanía y la máxima distancia. Muchos trastornos religiosos derivan de una distancia demasiado grande, que anula la cercanía, pero otros derivan de una excesiva cercanía de un Dios que se parece tanto a nosotros que llega a resultar trivial o inútil.
Ezequiel nos tiene acostumbrados a un lenguaje que no teme atravesar el terreno resbaladizo de las metáforas sexuales para hablarnos de Dios: «Me dirigió la palabra el Señor: Hijo de hombre, había dos mujeres hijas de la misma madre. Se prostituyeron en Egipto, doncellas eran y fornicaron. Allí palparon sus pechos, allí desfloraron su seno virginal. Ohlá se llamaba la mayor y Ohlibá su hermana. Después fueron mías y dieron a luz hijos e hijas. Ohlá es Samaría y Ohlibá, Jerusalén» (Ezequiel 23,1-4).
Oseas y Jeremías ya habían usado anteriormente metáforas esponsales. El mismo Ezequiel (cap. 16), para contar la historia de infidelidad del pueblo con respecto a su Dios, había recurrido a la imagen de una doncella vista y elegida siendo joven y pobre, que después se pervirtió como prostituta. Pero ahora Ezequiel se atreve con algo casi impensable: no se trata de una mujer elegida cuando era joven, antes de que se pervirtiera, sino de dos mujeres elegidas cuando ya eran prostitutas. No solo leemos que YHWH desposa («fueron mías») a dos mujeres, recurriendo por consiguiente a la imagen del matrimonio poligámico prohibido para los hebreos (Lev. 18,18); sino que además YHWH desposa en un contrato poligámico a dos hermanas prostitutas. Es un hecho enormemente sorprendente, sin parangón en toda la literatura bíblica. Más allá de las interpretaciones acerca de los posibles motivos que explicarían la radicalidad de este capítulo de Ezequiel, la parábola del matrimonio entre YHWH y dos prostitutas tiene mucho que decirnos, debe decirnos mucho.
En primer lugar, nos recuerda, una vez más, que Israel no ha tenido ningún reparo a la hora de reconstruir y transmitir una historia poco gloriosa e incluso a veces vergonzosa. Los profetas en particular, sobre todo los que vivieron y profetizaron en el periodo del exilio (Jeremías, el segundo Isaías y Ezequiel), tuvieron fortaleza espiritual para contar la historia de su pueblo despojada de cualquier ideología triunfalista y nacionalista. Fueron despiadados, no enmendaron ninguna página oscura ni escandalosa de su pasado (ni de su presente). Y de este modo lo salvaron, como nos siguen salvando a nosotros, que los leemos hoy en medio de nuestros exilios y tragedias. “La verdad hace libres” es un pilar de todo el humanismo bíblico, sobre todo para los profetas.
Cuando alguien de la comunidad recibe una misión profética, en un contexto de exilio o en vísperas de una gran tragedia colectiva, para poder salvar verdaderamente a su pueblo debe resistirse a la tentación de borrar o reescribir los momentos menos edificantes del pasado e interpretar ideológicamente el presente. Los falsos profetas, con la finalidad de vender escenarios presentes y futuros mejores, tienen una necesidad absoluta de enmendar y traicionar el pasado, porque son incapaces de leer los paraísos dentro de los infiernos, el alba al anochecer, o el ocaso a mediodía. En cambio, los profetas no falsos hacen todo lo contrario. A la vez que dicen “esta historia se ha terminado”, saben decir: “pero… no se ha terminado lahistoria”. A la vez que repiten: “hemos hecho cosas tremendas, escandalosas y demenciales” son capaces de añadir: “pero… un resto se salvará y volverá a ser fiel y a realizar cosas buenas”.
Nosotros, por nuestra parte, no debemos caer en el error de pensar que los falsos profetas están dominados por el pesimismo antropológico, simplemente porque recuerden todo el tiempo los pecados del pueblo. Esa lectura sería superficial y equivocada. Ellos cantan la belleza del ser humano a la vez que ven y denuncian toda su miseria. La positividad y la confianza infinita que los profetas nutren hacia Dios se convierte inmediatamente en positividad y confianza hacia el hombre. Hablando bien de Dios, hablan bien de nosotros, incluso cuando hablan de infidelidades y traiciones. Esta es la extraordinaria fuerza de la categoría de la alianza bíblica y de las verdaderas alianzas entre nosotros.
Mientras haya alguien, bien asentado sobre la roca (¿quién mejor asentado que YHWH?), que sujete con fuerza un extremo de la cuerda, los que vamos unidos en cordada no nos precipitaremos al vacío. La Biblia nos muestra esta escalada milenaria, hecha de resbalones nuestros constantemente salvados por alguien que no afloja nunca. La fuerza del mensaje bíblico se concentra en esta tenacidad. Los profetas no nos muestran su amor escondiendo nuestros resbalones (y los suyos), sino asegurándonos que arriba, en lo alto de la roca, bien sujeto en la cornisa, hay alguien que sujeta la cuerda también para nosotros. Alguien de quien somos “imagen y semejanza”. Entonces, también nosotros podemos ser capaces de sujetar, a veces durante toda la vida, una cuerda para salvar a alguien, para salvar al menos a uno. La frase estupenda y temeraria del primer capítulo del Génesis – “y Elohim creó al hombre a su imagen y semejanza” – es el hilo que mantiene unidas la teología y la antropología, permitiéndonos extender a los hombres las cosas estupendas que la Ley y los profetas dicen de Dios. Este lazo entre el cielo y la tierra impedirá para siempre maldecir al hombre mientras alguien siga bendiciendo a Dios, y reverberará sobre los hombres cada salmo dirigido a Dios.
Por otro lado, este capítulo debe generar en nosotros un pensamiento acerca de las mujeres y las víctimas que aparecen la Biblia. La Biblia fue escrita (tal vez) solo por varones, y aunque alguna mano de mujer le hubiera dado algún retoque, desde luego no fue la mano dominante. Sin embargo, estos hombres fueron capaces de escribir páginas estupendas sobre las mujeres y su genio (algunas ya las vimos cuando comentamos los libros de Samuel). Pero ahora, al leer esta parábola de las dos hermanas prostitutas, elegidas como imagen y símbolo de la perversión de Israel y de Judá, es difícil no pensar en la multitud de palabras negativas acerca de las mujeres que hay en la Biblia, que nos interrogan y nos ponen en crisis.
En todo tiempo, incluso en el de Ezequiel, las prostitutas, tanto las profanas como las sagradas de los templos cananeos y babilónicos, eran víctimas generadas por varones poderosos para satisfacer sus propias necesidades y vicios. Ezequiel habría sido más fiel al dato histórico si hubiera utilizado la imagen de unos varones infieles que traicionan a sus esposas con otras mujeres, obligadas a prostituirse por la vida, la pobreza y los hombres. En cambio, el profeta nos describe la vida, la ropa, el comercio y los castigos de las prostitutas babilónicas, a las que ve cada día por las calles. Y un redactor posterior, menos profético y más moralista que Ezequiel, rebasa la metáfora para lanzar una advertencia a las mujeres de su pueblo: «Todas las mujeres escarmentarán y no imitarán vuestras infamias» (23,48). No debe sorprendernos. La Biblia siempre ha sido objeto de manipulación. Esta es una gran e inevitable vulnerabilidad de todo gran texto. También hoy hay comentaristas que utilizan la parábola de los talentos de Mateo, que ciertamente no fue narrada para hablar de economía y finanzas, con el fin de sacralizar la meritocracia y el espíritu del capitalismo.
Entonces ¿cómo podemos y debemos leer estos pasajes donde las víctimas se erigen como iconos del pecado y la perversión? Ciertamente a la Biblia no podemos pedirle demasiado en el plano social y antropológico, olvidándonos del contexto cultural en el que estos textos fueron dichos y escritos. Pero tampoco debemos pedirle demasiado poco y pasar por estos capítulos sin ver ni “tocar” a las víctimas que encontramos. Ezequiel podía hacerlo y seguir siendo inocente. Nosotros no. Nosotros debemos decidir de qué parte queremos ponernos cuando leemos las historias de la Biblia, si queremos que siga estando entre las cosas vivas de la tierra y de nuestro corazón.
Así pues, mientras leemos el castigo que YHWH inflige a las prostitutas por su infidelidad – «Te cercenarán nariz y orejas, y tu prole caerá a espada; te arrebatarán hijos e hijas y el fuego devorará a tu prole» (23,25) –, podemos y debemos pensar en las mutilaciones y en las cicatrices de la cara que los hombres de Babilonia realizaban en el cuerpo de las mujeres y que tantos hombres siguen realizando hoy. Y después repetir: “nunca más”, y actuar en consecuencia para que el ejercicio de la lectura bíblica se convierta inmediatamente en un ejercicio cívico y ético. Quién sabe cuántos redentores y redentoras de mujeres y hombres violentados han salido a la calle después de haber leído, con su carne, una página bíblica; y ahí, en el encuentro verdadero con las víctimas, han encontrado solo inocencia y un dolor infinito. La fuerza de la palabra está en su capacidad para cambiar nuestra mirada, para hacernos ver a Dios de otra manera y, aún antes, para hacernos ver de otra manera a los hombres y a las mujeres. Esta educación de los ojos del alma nos hace capaces de repetir en los distintos encuentros, dentro y fuera de la Biblia: “Fijando en él su mirada, le amó”.
Durante estos años que llevo comentando la Biblia estoy aprendiendo a mirar y ver a sus víctimas. Cuando me encuentro con alguna de ellas, desacelero, me recojo y detengo mis pasos, para mirarlas, para estar con ellas, para dejarme tocar y enriquecer y, finalmente, para desear liberarlas de su infierno.
Publicado en Avvenire el 17/02/2019