Acerca de la la libertad de expresión y la independencia del poder judicial

Acerca de la la libertad de expresión y la independencia del poder judicial

La mirada del Prof. Aldo De Cunto sobre la carta de la vicepresidenta Cristina Fernández y la posterior posición del Club Político Argentino.

El Club Político Argentino, colectivo integrado por intelectuales, periodistas y personalidades de actuación pública, como su presidenta, Graciela Fernández Meijide, recientemente emitió una declaración donde expresó su preocupación y condena respecto de ciertas manifestaciones de importantes dirigentes del oficialismo, entre ellos, las más relevantes, de la actual vicepresidenta. El juicio negativo de la declaración se centra en lo que se considera un ataque al derecho constitucional de libertad de expresión, reconocido en el artículo 14 de la Constitución Nacional, y al principio de la independencia del poder judicial, que se entiende derivado de distintas normas, como los artículos 109 y 110 de la constitución, así como de la forma republicana de gobierno establecida en el artículo 1 de la carta magna.

La atención se centra en estos dos principios, ya que la libertad de expresión además de derecho es susceptible de ser entendido como un principio jurídico, por cuanto se considera que desde voces autorizadas del oficialismo se busca avanzar normativamente en silenciar o impedir la labor o expresión periodística, y en subordinar la función judicial a los poderes políticos elegidos de manera popular directa. En cuanto a lo primero debe destacarse que la libertad de expresión es un pilar de la democracia deliberativa, que exige un “debate robusto”, en palabras de importantes constitucionalistas norteamericanos que Roberto Gargarella popularizó dentro de la doctrina constitucionalista argentina. La idea de un “debate robusto” implica la plena libertad de investigación y de opinión sobre temas de interés general, y obviamente entre ellos cabe ubicar en primer lugar la actuación de los funcionarios y dirigentes públicos. Esto involucra la eventual comisión de delitos por parte de los mismos, de allí que la sociedad en su conjunto tenga interés en el acceso a la información sobre esta materia, para que cada uno de manera libre y sin restricciones forme su propia opinión al respecto.

En correspondencia con la idea del “debate robusto”, nuestra Corte Suprema de Justicia receptó en la década de 1980 la llamada doctrina de la “real malicia”, que la Corte Suprema de Estados Unidos sostuviera en su célebre fallo “New York Times vs. Sullivan”. Esta doctrina exime de responsabilidad civil a periodistas y medios de difusión por información errónea respecto de temas de interés público o de la actuación de funcionarios o personajes públicos, a menos que la difundan “a sabiendas” de su falsedad, es decir con “real malicia”, mas no son responsables si la difunden habiéndose preocupado por constatar razonablemente su veracidad aunque luego lo difundido fuere falso total o parcialmente. El fundamento es claro, si se responsabilizara a los medios o periodistas por cualquier información que no fuera verdadera, salvo la difundida con “real malicia”, se privaría a la sociedad de acceder a información relevante para el conjunto de sus miembros y se “abortaría” el debate robusto que nutre al sistema democrático, por cuanto generaría la “autocensura” de los difusores.

Es de hacer notar que la doctrina de la “real malicia” exime de responsabilidad por difusión de información sobre hechos falsos, jamás podría responsabilizarse a un periodista o medio por una opinión. Es que la opinión es un juicio de valor, entra en el terreno de lo opinable, la información corresponde al terreno de los hechos, de lo verdadero o falso. Y la libertad de opinión es, desde ya, un contenido básico de la libertad de expresión. De allí que deba considerarse con mucho cuidado aquellos proyectos normativos que, con el motivo de castigar el “discurso del odio” (también creación de la doctrina constitucionalista norteamericana como “hate speech”), pueden derivar en un control censor de la opinión ajena.

En cuanto a la independencia del poder judicial, se trata de un principio que nace también en la constitución norteamericana, como consecuencia del modelo de constitución pergeñado por varios juristas, como el caso de Madison, que buscaba un equilibrio entre los tres poderes del Estado. En esa división y reparto de funciones el poder judicial es concebido como el poder que tiene la última palabra respecto de lo que es constitucional o no, y para ello debe brindar razones jurídicas, no políticas. Obviamente se podrá criticar esta visión, aduciendo que lo jurídico también es político. Pero ello sólo puede compartirse si se entiende como político lo que hace al Estado, a la “polis”, pero no si se indentificara con lo “político partidario”. Recientes expresiones que critican al poder judicial por ratificar condenas a determinados dirigentes políticos parecen confundir esto último, ya que se presentan como manifestaciones de una concepción según la cual quienes tienen una determinada ideología o participación partidaria son perseguidos judicial y mediáticamente por dicha razón, y no por la eventual comisión de delitos que se les pueda imputar.

Esta última concepción responde a la idea o doctrina que se ha popularizado como “lawfare”, con pretensiones de credenciales jurídicas. Sin embargo, la misma sólo focaliza la pretendida persecución mediático-judicial hacia un sector ideológico determinado, y por ello carece de entidad jurídica, ya que adolece de la necesaria objetividad e igualdad en su formulación, al no considerar que dicha persecución también puede ejercerse respecto de otros sectores ideológicos. Pero además, resulta innecesaria y deletérea para el sistema democrático, por cuanto puede esgrimirse, nuevamente, para el control y autocensura en la difusión de la información pública. Para castigar la actuación delictiva o irresponsable de los medios, la democracia deliberativa cuenta con la doctrina de la “real malicia”, por lo cual la idea de “lawfare”, además de superponerse con la misma, empobrece el “debate robusto” y por ende nuestro sistema democrático.

* El autor es profesor titular de Derecho Constitucional de la Facultad de Cs. Económicas de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.

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