La fuerza débil que nos salva

La fuerza débil que nos salva

Más grandes que la culpa/13 – No matar, salvar el nombre, cortar la orla del manto.

«Querido mal,
no te pido razones,
es la ley de la hospitalidad…
te doy abrigo
a ti que me destapas.
No te quiero mal
sé que eres sabio, te vigilo
soy tu nido,
tú me saboreas
y después escupes el hueso»

Chandra Livia Candiani, Fatti vivo

El conflicto adquiere muchas formas distintas. Cada época añade formas nuevas, dejando inalteradas las que ha recibido en herencia. También la Biblia conoce variadas formas de conflicto. Como el que surge entre Caín y Abel, donde una frustración vertical (entre Caín y Dios, que rechaza sus ofrendas) se convierte en violencia horizontal (contra Abel). O como el conflicto entre José y sus hermanos mayores, donde la envidia causa la eliminación del envidiado, vendido a unos camelleros que van de viaje a Egipto. O bien el que se desencadena entre Abraham y su sobrino Lot por la abundancia de recursos en un espacio común demasiado pequeño, resuelto por separación, gracias a la generosidad de Abraham, que deja que Lot elija la tierra («Sepárate de mí. Si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda» Génesis 13,9).

El conflicto entre David y Saúl asume otra forma distinta. Es un paradigma del típico conflicto entre una persona, generalmente más joven, que recibe una llamada auténtica para desempeñar una tarea que ya está siendo realizada por otra persona, que ha recibido esa misma llamada con anterioridad y pone obstáculos, pues interpreta la llegada del nuevo como una amenaza y un mensaje funesto para su propia vocación. Este tipo de conflictos es especialmente doloroso para ambas partes, pues necesariamente se produce un choque de identidades, donde cada uno piensa que está (porque lo está) legítimamente en su lugar. Estos conflictos solo se pueden resolver o prevenir con la rendición de una de las partes, que puede asumir varias formas: miedo, debilidad u obediencia a una nueva voz que llama a otro lugar. En la mayor parte de los casos, estos conflictos no se resuelven, o se resuelven demasiado tarde y con graves daños recíprocos que acaban haciendo peores personas, desnaturalizando y deformando el corazón. El relato bíblico de la guerra entre Saúl y David es importante, entre otras cosas, porque nos da un paradigma de un posible tratamiento de estos conflictos tan destructivos como corrientes.

Desde las cuevas de Adulán, David se dirige a Moab, donde pide al rey local que dé hospitalidad a su padre y a su madre. El episodio de Moab nos trae a la memoria a Ruth y su maravillosa historia. Los moabitas, amigos de los judíos, acogen a los padres de David. Pero otro profeta, Gad, entra en escena y dice a David: «”No sigas en el refugio, métete en tierra de Judá”. Entonces David marchó» (1 Samuel 22,5). Los libros de Samuel nos muestran a un David amigo de los sacerdotes y sobre todo amigo de los profetas, que escucha. En esta capacidad de escuchar a los profetas radica parte de la belleza de David y una explicación del abundante amor que la Biblia manifiesta con respecto a este rey-mesías.

David continúa su huída de Saúl y pone su tienda en el desierto de Zif. Allí se reúne con su amigo Jonatán, y los dos renuevan su “pacto de sal”: «No temas, no te alcanzará la mano de mi padre, Saúl». Entonces «los dos hicieron un pacto ante el Señor» (23,17-18). David se pone de nuevo en camino y se establece en el desierto montañoso de Engadí, hacia el Mar Muerto, donde le espera un encuentro decisivo.

Saúl, advertido de la presencia de David en las montañas, toma tres mil soldados y sale con intención de cazarlo. Por el camino, Saúl entra en una cueva a hacer sus necesidades. Al fondo de esa misma cueva, en una cámara más al interior, se encuentra escondido David con algunos compañeros: «Le dijeron a David sus hombres: Este es el día del que te dijo el Señor: “Yo te entrego tu enemigo. Haz con él lo que quieras”» (24,5). Los compañeros de David se hacen intérpretes de la voluntad de Dios y de los sentimientos del antiguo oyente de este relato, e invitan a David a aprovechar esa ocasión de absoluta vulnerabilidad de Saúl (solo y de espaldas) para eliminarlo. Pero David no considera la vox populi como vox Dei. Se acerca a Saúl y en lugar de asestarle un golpe «sin meter ruido, le cortó a Saúl el borde del manto» (24,5). David no solo desoye el consejo de sus hombres, sino que «más tarde le remordió la conciencia por haberle cortado a Saúl el borde del manto» (24,6).

Por eso «prohibió enérgicamente a sus hombres echarse contra Saúl» (24,8). Y les dijo: «¡Dios me libre de hacer eso a mi señor, el ungido del Señor, extender la mano contra él! ¡Es el ungido del Señor!» (24,7). Estamos ante un relato complejo, narrativamente muy eficaz y denso de pathos que, entre otras cosas, ilustra el fenómeno que Freud llamaba “tabú de los dominadores” o inviolabilidad del soberano. En muchas civilizaciones arcaicas (no solo en estas) estaba prohibido tocar al rey. Esta prohibición nace del profundo deseo de sus súbditos y herederos de matarlo (expresado en el texto por el consejo de los compañeros). Pero el detalle más bonito es la orla del manto que David sostiene en sus manos y que a aquellos que hayan seguido desde el principio la epopeya de Saúl les recordará la orla del manto de Samuel, que se quedó entre las manos de Saúl cuando intentaba detener al profeta el día de su rechazo.

Saúl, cuando acaba de hacer sus necesidades, sale de la cueva. Allí le espera David, llevando entre sus manos la orla cortada del manto. El diálogo entre estos dos hombres es hermoso y sincero. Después de postrarse ante Saúl, David le dice: «Me dijeron que te matara, pero te respeté, y dije que no extendería la mano contra mi señor, porque eres el ungido del Señor. Padre mío, mira en mi mano el borde de tu manto» (24,11-12). Saúl responde a David: «“¿Es esta tu voz, David, hijo mío?” Luego levantó la voz llorando, mientras decía a David: “¡Tú eres inocente y no yo! Porque tú me has pagado con bienes y yo te he pagado con males, y hoy me has hecho el favor más grande, pues el Señor me entregó a ti y tú no me mataste» (25,17-19).

Una vez más, Saúl es capaz de experimentar auténticos sentimientos de arrepentimiento, y de llorar a voz en grito por el mal que está causando. Llama a David “hijo mío”, reconoce su error y su maldad. Y en nosotros suscita una sincera compasión y la misma piedad que en David. La trágica historia de Saúl sigue estando rociada por estas fugaces pero intensas miradas buenas del texto, que parece querer atribuir la maldad de Saúl al mal espíritu de Dios que un día se adueñó de su corazón (una manera, eficaz y muy humana, de salvar algo de este primer triste y desafortunado rey). En cuanto este espíritu malvado le deja, Saúl vuelve a ser capaz de decir cosas bonitas y buenas: «¡El Señor te pague lo que hoy has hecho conmigo!» (24,20).

Este gran encuentro entre Saúl y David concluye con estas palabras de Saúl: «”Júrame por el señor que no aniquilarás mi descendencia, que no borrarás mi apellido”. David se lo juró.» (24,22-23). Saúl siente que su final se acerca y, como los grandes personajes bíblicos, piensa en sus padres y en sus hijos. Para este humanismo, lo más importante no es la nuestra propia salvación sino la de los hijos y la de los padres, que son, en conjunto, nuestro verdadero nombre. En ese breve momento de lucidez espiritual, Saúl menciona el nombre del padre y el nombre de los hijos. No quiere que el fracaso de su vocación se convierta también en fracaso del pasado y del futuro. Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida no ha funcionado y no se ha convertido en lo que hubiera podido y debido ser, todavía podemos salvar algo bueno y verdadero si protegemos el nombre, si tratamos de impedir que nuestros errores y pecados contaminen la raíz y las yemas, porque sabemos que son inocentes y queremos que lo sigan siendo. En esta salvación del nombre volvemos a engendrar a nuestros hijos y nos convertimos en padres de nuestros padres, y a veces logramos escuchar su agradecimiento que aclara lo oscuro de nuestros abismos. Hay familias que se salvan por un último acto de amor de alguien que, aun estando equivocado, consigue salvar la inocencia del nombre.

Después de este intenso encuentro, David reemprende la huida. No se rinde porque no puede renunciar a su vocación. Huye, pero no renuncia a convertirse en rey legítimo de su pueblo. Mientras huye y sufre viendo las maldades de Saúl, le respeta, le llama padre y señor, le reconoce como legítimo soberano. Cuando podría haberle matado, poniendo fin a sus sufrimientos, no lo hace. Prefiere permanecer en el conflicto antes que encontrar una solución más sencilla pero menos verdadera. De este modo, la Biblia nos lanza su enésimo mensaje de vida: aprender a habitar las contradicciones, ocuparse de los conflictos, preferir una no-solución difícil pero más verdadera a una solución que parece más sencilla solo porque es menos verdadera. Ponernos en silencio al lado de quien nos hace daño, cortar solo la orla de su manto y encontrarnos con un humilde trozo de tela desgarrado entre las manos en lugar de con un puñal homicida. Las vocaciones también maduran habitando, con lealtad y mansedumbre, el conflicto en que nos vemos envueltos sin buscarlo ni quererlo, cuando elegimos usar el cuchillo solo para cortar un trozo de tela. De ciertos conflictos solo nos podemos salvar recurriendo a la fuerza-débil de un jirón de tela.

David fue elegido y consagrado rey cuando aún era un muchacho. Un día se convirtió en rey y fue el más grande de todos. La lealtad, costosa y generosa, que aprendió y exhibió en el conflicto con Saúl, le hizo ser el rey más amado, más allá de sus muchas culpas. Incluso después de grandes pecados e infidelidades, podemos esperar el perdón de la vida, de Dios, de nuestros amigos o del ángel de la muerte, si hemos sido capaces de respetar a un enemigo poseído por un mal espíritu, si no hemos abusado de su vulnerabilidad, si le hemos llamado “padre” o “amigo” aun cuando no lo merecía. Si lo hemos hecho al menos una vez.

Publicado en Avvenire el 15/04/2018

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