La tentación de “conformar” y el antídoto de la “heceidad”. Las personas son concretas, nunca abstractas, y la dimensión más concreta de toda existencia es precisamente su vocación.
“En la educación, lo que más debe importarnos es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor por la vida. … ¿Y qué es la vocación de un ser humano sino la más alta expresión de su amor por la vida?”
Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes
Toda vocación es, antes que nada, una experiencia de belleza radical, un encuentro maravilloso. Una vez conocida esta belleza, se anhela durante toda la vida. Este encuentro ocurre sólo una vez, pero es tan fuerte y radical que cambia la vida para siempre. En ese momento, la persona realiza la experiencia más sublime: comprende quién es de verdad, lo hermosa y grande que es. Se siente como un tabernáculo del infinito, pequeño y a la vez inmenso.
Por eso, estas vocaciones y estas ‘promesas’ son irrevocables. Es posible salirse de un convento o dejar de pintar por exceso de dolor, pero no es posible salir de esa belleza primera, sencillamente porque esa vocación somos nosotros mismos, nuestra parte más viva y verdadera. Ese día tenemos la sensación cierta de que todo el mundo ha sido creado sólo para nosotros, para mí. Algunos niños, durante la infancia, viven una experiencia especial: tienen la impresión de estar dentro de una película de dibujos animados o una comedia, donde los padres, los amigos, los profesores y las personas que les rodean interpretan un guión escrito única y exclusivamente para su felicidad. Cuando llega el día de la vocación, esta experiencia de la infancia revive y entonces sentimos, con seguridad, que todo lo que nos rodea ha sido creado como un don para nosotros, para mí. Todo, dentro y fuera, es un único, inmenso y admirable espectáculo de belleza amante, infalible y evidente. La calidad de una existencia y de sus frutos depende totalmente de este encuentro. Casi todo se encuentra ya allí. Estas epifanías de belleza son especialmente fuertes y puras en las vocaciones artísticas y religiosas. Pero la misma experiencia se repite, bajo distintas formas, en las verdaderas vocaciones profesionales y científicas, o en el encuentro decisivo con la persona que se convertirá en nuestra mujer o en nuestro marido.
Es una llamada a desempeñar una misión, una tarea, un destino; a ocupar nuestro lugar en el mundo. Es salir de casa hacia la tierra prometida, para construir un arca de salvación, para liberar esclavos, aunque sea sólo uno.
Si nosotros somos la vocación, ésta crece con nosotros, va adquiriendo las características de nuestros talentos, de nuestro trabajo, sencillamente de nuestra vida. Cuando la vocación se desarrolla dentro de una comunidad, un elemento decisivo es la relación entre nuestra vocación, la de aquellos con quienes vivimos y la institución en la que nace y crece. Aquí se juega, en buena medida, casi todo el florecimiento de la vocación. Muchas vocaciones se marchitan o se apagan porque en un momento determinado se estropea la dinámica individuo-comunidad, debido a una mala gestión de la distancia que se crea a lo largo del tiempo entre el desarrollo de la propia vocación y el de la comunidad. Esta distancia creciente es inevitable, porque cada vocación es única e irrepetible y, por consiguiente, sus formas y sus tiempos de desarrollo no pueden coincidir nunca con las formas y los modos de la comunidad, puesto que cuando coinciden se detiene el desarrollo de la persona y de la comunidad. La vida se genera y se regenera en los desvíos, en las grietas, donde no todo está alineado. Así pues, el bloqueo del florecimiento de una vocación no depende de esta distancia, que es muy saludable, sino de su ejercicio. Y es precisamente ahí donde se cometen los errores más graves.
El error más común, con mucho, lo cometen los responsables de la comunidad, cuando para superar la incomodidad y la dificultad de gestionar el alejamiento entre las formas y los modos con que la persona individual vive su vocación y las que se consideran ‘normales’, simplemente piden a la persona que se uniforme con los tiempos y los modos de la comunidad, perdiendo lo que constituía su nota original. Así se pierde de vista lo que los filósofos medievales llamaban heceidad, es decir la dimensión de la vida gracias a la cual la margarita que veo ahora es esta margarita y no simplemente una margarita. Eso me permite ver a Juana y no sólo a la monja franciscana que también es. Las personas son concretas, nunca abstractas, y la dimensión más concreta de toda existencia es precisamente su vocación. La primera abstracción equivocada es la idea misma de comunidad. Las comunidades están formadas por personas muy diversas. Cuando esto se olvida, se calcula una especie de media que se convierte en un ‘nosotros’ muy abstracto, con respecto al cual se miden las desviaciones y los errores de los caminos que siguen las personas individuales concretas. Es una operación tan corriente como peligrosa, porque en nombre de un abstracto bien común las personas concretas se marchitan. A lo mejor es posible construir personas que coincidan con la media, lástima que en el proceso de transformación se pierda precisamente la parte mejor de la persona y, con ella, de la comunidad.
La tentación-equivocación de olvidar la heceidad es muy frecuente, puesto que las comunidades cuentan con los instrumentos necesarios para obtener esta conformación dentro de su propio repertorio. Las constituciones, estatutos, reglamentos, decisiones y acuerdos de los órganos de dirección tienen la finalidad de mantener en el tiempo la unidad de la comunidad, así como facilitar el gobierno del cuerpo evitando que se disperse y deshilache entre las múltiples interpretaciones distintas y con frecuencia discordantes de sus diferentes miembros. Pero, si son sabios, los gobernantes saben que el ejercicio efectivo de este poder debe ser muy poco frecuente, porque casi siempre una vocación reducida a la conformidad acaba perdiendo su esplendor y su libertad, su belleza más sublime.
Cuando se desaconsejan o se reprimen los caminos individuales, laterales y tangenciales, revive el mito de Procusto, que amputaba a sus ‘huéspedes’ las piernas que sobresalían de la cama y estiraba las que eran demasiado cortas. Las comunidades-Procusto utilizan los reglamentos, los estatutos y las palabras de los fundadores como materiales para construir una cama de talla única, en la que obligan a meterse a todos, sin respetar las distintas medidas vocacionales de las personas. Un aspecto crucial hace que este proceso reduccionista sea muy común y en cierto sentido inevitable: el papel de la persona individual. El receptor de la vocación comienza a comprimir su propia alma para que quepa en la ‘cama media’ comunitaria de medida única, realizando incluso verdaderas auto-amputaciones voluntarias de la diferencia entre la propia medida vocacional y la que pide la comunidad. La sabiduría más valiosa y rara del responsable de una comunidad vocacional consiste en impedir esos procesos autodestructivos, aunque procedan de las propias personas que, sobre todo en los primeros años, obtienen un cierto bienestar de su adecuación a la cultura media. La verdadera responsabilidad ante una vocación, sobre todo si es joven, consiste en ayudarla a no perder su propia excedencia, a cultivar y conservar su propia unicidad. Cuando no se refuerza la heceidad vocacional, o cuando incluso se la combate, las vocaciones no mantienen en el tiempo su promesa de belleza y acaban mal. Las auroras no alcanzan el mediodía, las primaveras no llegan a conocer la estación de los frutos maduros.
Por el contrario, una organización o comunidad virtuosa se parece a un buen artesano, que construye la ‘cama’ a la medida de la persona real. Las personas con distintas vocaciones hacen comunidades fecundas. Son difíciles de gestionar, como la vida, como los hijos. Pero son espléndidas, como la vida, como los hijos. Sólo las personas, en su misterio, contienen el principio activo de la evolución de las comunidades y del cumplimiento de su carisma. El síndrome de Procusto acaba amputando el futuro de todos. La suerte de estas tristes comunidades está escrita en el epílogo del propio mito: Procusto, tras ser capturado, muere bajo el mismo suplicio con que torturaba a sus víctimas.
Otras veces, una vocación puede bloquearse debido a una relación errónea con el pasado, con la primera belleza. La finalidad del primer encuentro era revelarnos nuestro lugar en el mundo (como dice la palabra, toda re-velación supone quitar y volver a poner un velo). Lo que más cuesta de conservar una vocación es resistirse a la nostalgia por la ausencia de la primera belleza, evitar darse la vuelta para buscar el origen. Por las noches soñamos con el viejo encuentro, volvemos muchas veces al lugar donde ocurrió, miramos las fotos y leemos las cartas y los diarios de los primeros tiempos. Pero no ocurre nada, el milagro no vuelve, porque no puede volver. Hasta que un día comenzamos dulcemente a comprender que la antigua belleza no está detrás de nosotros, sino sencillamente delante y a nuestro alrededor. No se trata del regreso de Ulises, sino de la marcha de Abraham.
A veces esta nueva, fascinante y libérrima fase de la vida comienza con el descubrimiento de la belleza de la naturaleza. Después de cincuenta años viviendo en el campo, un día descubrimos las flores. Las miramos y podemos verlas por dentro. Volvemos a ver la misma belleza que nos encantó y nos inflamó. En el brote de un cardo podemos apreciar toda la belleza del universo, reconocer la belleza primera que no había llegado a desaparecer de nuestra tierra.
Para terminar, hay una gran esperanza: este itinerario de nueva belleza puede darse también dentro de las comunidades-Procusto, aunque hayan perdido mucha excedencia, siempre que quede algo, aunque no sea más que el recuerdo de la primera plenitud. Y, como ocurre con las plantas, a partir de un pequeño resto vivo, pueden empezar de nuevo a florecer.