El lunes 4 de octubre de 1965 se hacía realidad aquello que refleja el evangelista Mateo (Mt 28,19), acerca de llevar la buena Nueva a todas las naciones.
En un raid pocas veces visto, el papa Pablo VI hacía su segundo Viaje Apostólico. Comprimió actividades para hablar en la catedral de San Patricio, en la iglesia de la Sagrada Familia, dio una misa en el «Yankee Stadium», habló en la Feria Mundial y dirigió un mensaje a alumnos de un colegio de Harlem. Como si esto fuera poco, “hizo un hueco en la agenda de aquel lunes y dio el primer discurso de un pontífice en la sede de la ONU”.
Compartimos fragmentos de aquel mensaje de 1965:
Esta reunión, como bien comprendéis reviste doble carácter: está investida a la vez de sencillez y de grandeza. De sencillez, pues quien os habla es vuestro hermano, uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido de una soberanía temporal minúscula que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. No tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor.
Esa es la primera declaración que queremos hacer. Nosotros os lo decimos y todos vosotros lo sentís: este momento está lleno de una singular grandeza: es grande para nosotros, es grande para vosotros. Para nosotros ante todo, y cualquiera que sea vuestra opinión sobre el Pontífice de Roma, conocéis nuestra misión: traemos un mensaje para toda la humanidad. Lo hacemos no sólo en nuestro nombre personal y en nombre de la gran familia católica, sino también en nombre de los hermanos cristianos que comparten los sentimientos que nosotros expresamos aquí.
Y así como el mensajero que al término de un largo viaje entrega la carta que le ha sido confiada así tenemos nosotros conciencia de vivir el instante privilegiado —por breve que sea— en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón desde hace casi veinte siglos. Hace mucho tiempo que llevamos con nosotros una larga historia; celebramos aquí el epílogo de un laborioso peregrinaje en busca de un coloquio con el mundo entero, desde el día en que nos fue encomendado: «Id, propagad la buena Nueva a todas las naciones! (Mt 28, 19)) . Ahora bien, vosotros representáis a todas las naciones.
Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización, convencidos como estamos de que representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial.
Hacemos nuestra también la voz de los pobres, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, al bienestar y al progreso. Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz.
Vosotros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo sucesivo es imposible retroceder, hay que avanzar.
A la pluralidad de los Estados ofrecéis una fórmula de convivencia extraordinariamente simple y fecunda. Habéis consagrado el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni siquiera, por el miedo o el engaño. Así tiene que ser, y permitidnos felicitaros por haber tenido el acierto de dar acceso a esta asamblea a los pueblos jóvenes, a los Estados recién llegados a la independencia y a la libertad nacionales, su presencia aquí es la prueba de la universalidad y de la magnanimidad que inspiran los principios de esta Institución. Así tiene que ser: Este es nuestro elogio y nuestro voto: Trabajar por la fraternidad los unos con los otros.
Vuestros estatutos van más lejos aún, con ellos avanza nuestro mensaje. Vosotros existís y trabajáis para unir a las naciones, constituis un puente entre pueblos, sois una red de relaciones entre los Estados. Estaríamos tentados de decir que vuestra característica refleja en cierta medida en el orden temporal lo que nuestra Iglesia Católica quiere ser en el orden espiritual: única y universal. Vuestra vocación es hacer fraternizar, no a algunos pueblos sino a todos los pueblos. Continuad avanzando de modo que podáis traer a vuestro seno a los que se hubieran separado de vosotros. Estudiad el medio de llamar a vuestro pacto de fraternidad, con honor y con lealtad, a quienes todavía no lo comparten.
Aquí nuestro mensaje llega a su punto culminante: Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás. ¿No es con ese fin sobre todo que nacieron las Naciones Unidas: contra la guerra y para la paz? Escuchad las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, que hace unos años proclamaba: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad». ¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad.
Vosotros habéis cumplido, y estáis cumpliendo una gran obra: Enseñar a los hombres la paz. Las Naciones Unidas son la gran escuela donde se recibe esta educación, y estamos aquí en el aula magna de esta escuela. Todo el que toma asiento aquí se convierte en alumno y llega a ser maestro en el arte de construir la paz. Y cuando salís de esta sala, el mundo os mira como a los arquitectos, los constructores de la paz. La paz, como sabéis, no se construye solamente mediante la política y el equilibrio de las fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz. No podéis contentaros con facilitar la coexistencia entre los países, vais un paso mucho más adelante, digno de nuestro elogio y de nuestro apoyo: organizáis la colaboración fraternal de los pueblos.
Lo que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa. Sentimos que sois los intérpretes de lo que la sabiduría humana tiene de más elevado, diríamos casi su carácter sagrado. Porque se trata, ante todo, de la vida del hombre y la vida humana es sagrada. Nadie puede osar atentar contra ella. Es en vuestra Asamblea donde el respeto de la vida, aun en lo que se refiere al gran problema de la natalidad, debe hallar su más alta expresión y su defensa más razonable. Vuestra tarea es hacer de modo que abunde el pan en la mesa de la humanidad y no auspiciar un control artificial de los nacimientos, que seria irracional, con miras a disminuir el número de convidados al banquete de la vida.
Sabemos con qué ardor os ocupáis en vencer el analfabetismo y difundir la cultura en el mundo; en dar a los hombres una asistencia sanitaria apropiada y moderna; en poner al servicio de la humanidad los maravillosos recursos de la ciencia, la técnica, la organización. Todo esto es magnífico y merece el elogio y el apoyo de todos, incluso el nuestro.
Nunca como hoy, en una época que se caracteriza por tal progreso humano, ha sido tan necesario a la conciencia moral del hombre. Porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán, por lo contrario, resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas. En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo.
Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros.
Fuente: Vatican.va – http://www.vatican.va/content/paul-vi/es/speeches/1965/documents/hf_p-vi_spe_19651004_united-nations.html