Chiara D’Urbano es psicóloga, se ocupa particularmente de la formación y el acompañamiento psicoterapéutico de la vida sacerdotal y consagrada y de problemáticas de pareja. La autora de Para siempre o hasta que dure (Ciudad Nueva, 2020) responde a la inquietud de una persona consagrada.
“Hemos sido llamados a una gran vocación, que hemos vivido con entusiasmo y asombro. Pero a medida que el tiempo pasa surge el deseo de ser apreciados, de tener seguridades; al principio no nos importaban, pero ahora la consecuencia es que se busca hacer valer estas exigencias y, si no se satisfacen, con el tiempo se corre el riesgo de que la persona comience a llevar una doble vida, de manera inconsciente, algunas veces; de manera consciente, otras. Se pierde el encanto, la plenitud. ¿Cómo podemos ayudarnos a permanecer en esta gracia y en esta plenitud, y, sobre todo, cómo ayudarnos a ser sinceros con Dios?” (un consagrado).
Creo que la pregunta plantea uno de los interrogantes más discutidos en la vida comunitaria: ¿cómo afrontar la pérdida del entusiasmo en el transcurso del tiempo, cuando se corre el riesgo de volver a tomar para sí aquello que se ha donado? ¿Y cuál es el espacio de las exigencias reales, más o menos explícitas, de las propias expresiones de uno o más miembros de la comunidad? En todos los casos, hay un “movimiento” inesperado en la persona.
Ciertamente, al comienzo de una fuerte elección de vida, matrimonio o camino vocacional en sentido estricto, la pasión y las ganas de comenzar algo nuevo hacen desplegar las alas. La sensación es que todo es posible, que ninguna dificultad será demasiado grave, que estaremos igual de bien que el primer día y que mi vida no es para mí, sino para el otro (pareja, comunidad, misión). Con el tiempo, sin embargo, las cosas cambian.
Una consagrada me decía: “Yo tenía en el corazón el ideal de Nazareth, vivir una vida escondida, trabajar como la levadura en la masa, sin necesidad de mostrarme, ésta era mi mayor fuerza durante los primeros años en la congregación. Hoy siento la necesidad de ser reconocida en lo que hago, también tengo la necesidad de impulsar alguna actividad por mí misma, necesito márgenes de autonomía, me he vuelto mucho menos tolerante a los ‘no’ de mis superiores”.
¿Cómo leer ésta y otras situaciones similares? ¿Como pérdida de la fe? ¿Como un peligro para la vocación? ¡No necesariamente!
Es preciso aclarar, por tanto, que las variaciones, el cambio en las condiciones interiores de las personas, de cada uno de nosotros, se incluyen dentro de los procesos humanos normales, que nunca son lineales o simples. Entran, también, en la evolución de las motivaciones que sostienen las elecciones importantes y que necesitan ser renovadas y actualizadas, porque no es posible que mantengan la misma “forma” de los inicios. En el transcurso del tiempo han pasado años, experiencias, alegrías y desilusiones, que nos brindan una mirada nueva sobre nosotros mismos y sobre la vida: tal vez emergen aspectos desconocidos de nosotros mismos, llegan nuevas tareas de apostolado/trabajo, o tal vez ya no se puede seguir con aquello que se estaba haciendo con satisfacción porque somos trasladados a otro lugar, porque las energías ya no son las mismas que hace 10, 20 o 30 años. Son muchas las cosas que suceden a lo largo del tiempo, hechos que llevan inevitablemente a un cambio para poder adaptarnos a las nuevas situaciones.
Surgen emociones que no se habían experimentado antes, se desean experiencias que nunca antes se habían imaginado.
Sin embargo, el proceso de cambio lleva en sí mismo notables potencialidades y no es algo a lo cual someterse pasivamente o para limitarse a comprobar como algo dado por hecho. En efecto, lo que convierte este momento en una ocasión para recomenzar es, justamente, la actitud con la cual se lo enfrenta.
En el fondo, se necesita una nueva síntesis entre lo que soy hoy y las motivaciones que han sostenido la elección de entonces (de la pareja, del seminario, de la comunidad) y esta búsqueda no involucra solamente a la persona interesada.
Considero, por lo tanto, que hay dos momentos fuertes y necesarios para que este proceso se convierta en algo enriquecedor y no signifique detenerse o una regresión personal.
La conciencia de lo que estoy viviendo. Estancamiento y necesidad de reconocimiento: “estoy harto de que nadie reconozca todo el trabajo que hago”; necesidad de autonomía: “soy adulto y creo que es importante poder decidir según mis criterios, y tal vez intentar algo nuevo”; enojo: “esta comunidad es ingrata, jamás una palabra de aliento”; sentimiento de abandono: “ahora que ya no tengo las mismas energías, me siento al margen, me buscaré un compromiso por mi cuenta”.
La confrontación con la comunidad, con los demás hermanos y hermanas. El momento crítico de uno de los miembros –“crisis” quiere decir, literalmente, “examen” o “juicio”– es crisis para toda la familia que lo rodea. Tal vez no todas las razones de ese hermano o hermana sean irracionales. Incluso su tristeza podría ser un indicador importante de que hay algo que repensar en la vida comunitaria.
Es decisivo, entonces, que la persona tenga la posibilidad de hablar de aquello que está viviendo y, para la comunidad, tratar de entender qué es lo que el otro necesita, qué desearía, qué es lo que está viviendo, qué puede ayudarlo a estar bien con la propia vocación y con su comunidad.
La posible desconfianza de ambas partes –el hermano/ la hermana se cierra y luego se “ajusta” por cuenta propia, la comunidad cree que se trata solo de reclamos sin motivo y entonces aísla a la persona– no ayuda a enfrentar lo que parecería ser una pérdida del entusiasmo, y es sin embargo un momento nuevo, para entender.
Por eso creo que antes de decidir que esa persona se ha vuelto perezosa o se ha “mundanizado”, deberíamos pensar que tal vez ya no logra percibir la grandeza de la vocación y vive un momento oscuro, o podría estar necesitando nuevos estímulos, otros espacios, realizaciones que la hagan sentir viva. En cualquier caso, tener cerca hermanos y hermanos que intentan escuchar y comprender, sin censurar, las exigencias del otro, permite encontrar nuevos caminos para recorrer y, sobre todo, no cerrarse recíprocamente. El camino es en ambas direcciones.
La posibilidad, siempre preciosa, de confrontar permite a la persona darse cuenta de que sus cambios afectan a todos y es por eso que deben afrontarse juntos. Y permite a la comunidad crecer unida en los cambios de sus miembros.
Muchas veces constaté cómo la no-cerrazón abrió nuevos caminos para la misma comunidad que, de otra manera, corre el riesgo de asfixiarse, encerrada en las propias seguridades y en un ideal desencarnado de la historia concreta de sus miembros, que no son todos iguales.
Por lo tanto, custodiar la grandeza de la vocación no quiere decir que deba permanecer estática, tal como era al principio. Quiere decir, en cambio, que justamente para ser vital debe abrirse al diálogo. Por eso, si para alguno llega un momento de “marea baja”, o si la persona plantea nuevas exigencias, hablar y escucharse en comunidad puede abrir escenarios nuevos para ambas partes, y reduce el riesgo, muy serio, de un desdoblamiento de vida. Es importante que el hermano o la hermana hablen, que manifiesten abiertamente lo que viven, aquello que comprenden sobre sí mismos y sobre sus propias exigencias, volviéndose disponibles a la confrontación con los otros.
A su vez, es importante que la comunidad esté atenta a las señales de cambio de sus miembros, que no se eche para atrás ni se ponga a la defensiva, sino que se muestre cercana y disponible para escuchar y acoger la evolución de sus miembros. Esta sensibilidad recíproca es lo que hace que la vida en común sea algo vivo, creativo, abierto al futuro.
Artículo publicado en la edición Nº 618 de la revista Ciudad Nueva.
Artículo original publicado en Città Nuova. Traducido por Lorena Clara Klappenbach.