Profecía e historia / 28 – Una antigua (y actual) costumbre de los “señores” consiste en cambiar el nombre a los súbditos.
«Entre la última palabra dicha y la primera palabra nueva por decir, habitamos nosotros». Pierluigi Cappello, Assetto di volo
La reciprocidad de los pactos es muy importante, e incluye las consecuencias de la reciprocidad rota. El relato de la caída de Jerusalén nos lo recuerda con inusitada eficacia y belleza.
No basta ser una minoría para ser minoría profética. Formar parte de un resto de supervivientes no es lo mismo que ser el resto de la Biblia. En la conquista babilónica, algunos hebreos fueron deportados y otros se quedaron en la patria. En cada una de estas dos comunidades – la del exilio y la de la patria – no faltaban quienes se atribuían el estatus del “resto” anunciado por Isaías. Ezequiel y Jeremías nos hablan, en páginas preciosas, de los “límites entre restos”, de las polémicas entre los hijos por la herencia ideal de los padres. Las crisis, sobre todo las grandes y decisivas, generan muchos “restos”, grupos que pretenden ser los verdaderos guardianes del primer pacto, los garantes de la primera alianza, los herederos del primer testamento. En estos conflictos identitarios, es probable que cada grupo posea algunos elementos auténticos del verdadero “resto”. Pero tan pronto como una minoría comienza a reivindicar la primogenitura en contra de los demás grupos, las buenas semillas comienzan a estropearse.
Durante las crisis, y después de ellas, es fundamental no pretender tener el monopolio de la herencia, ser capaces de convivir con otros que se reconocen en el mismo patrimonio. Una virtud importante para aquellos que se sienten honradamente parte del “resto” fiel consiste en saber convivir con otros que dicen cosas muy distintas en nombre de la misma herencia – incluidos los estafadores y falsos profetas que siempre acompañan a los verdaderos profetas. Cuando un solo grupo se siente legítimo propietario de la promesa y con derecho a ser reconocido como tal por todos los demás, es casi seguro que se trata del grupo equivocado. El espíritu ama la excedencia y el derroche. La herencia espiritual, como la verdad, es sinfónica. Solo el tiempo y la historia saben separar el trigo de la cizaña, y ningún trigo puede estar seguro, antes del último instante, de que no es cizaña. Vivimos entre palabras dichas y palabras por decir, sin ser dueños de la verdad de unas y otras. Las dudas sobre la autenticidad de la propia vocación y de la propia elección son, paradójicamente, la primera señal de autenticidad. En el repertorio humano no falta esta ignorancia buena.
Hemos llegado al culmen de los libros de los Reyes y de la historia bíblica. Aparece un nombre que por sí solo dice muchas cosas, casi todo: Nabucodonosor. «Durante su reinado, Nabucodonosor, rey de Babilonia, hizo una expedición militar, y Joaquín le quedó sometido por tres años. Pero se le rebeló. Entonces el Señor mandó contra él guerrillas de caldeos y sirios, moabitas y amonitas; los envió contra Judá para aniquilarla, conforme a la palabra que había pronunciado por sus siervos los profetas» (2 Re 24,1-2). Los envió contra Judá para aniquilarla… La interpretación de lo que el texto está narrando es inmediata. El asedio de Jerusalén, la destrucción del templo, el exilio a Babilonia y el final del reino de Judá, son queridos por Dios, porque son consecuencia de la violación de la Alianza. Ya lo había dicho antes por medio de los profetas. Ahora esa palabra se cumple, para expresar la seriedad de la palabra, el valor absoluto de una promesa, la verdad radical de la alianza. Si un pacto es verdadero, si la palabra que lo crea cuando lo pronuncia no es humo ni vanitas, entonces también debe ser verdadero todo lo que esa reciprocidad esencial implica. Un pacto es un bien relacional, por tanto está hecho de reciprocidad, y muere cuando esa reciprocidad falta. La destrucción del templo y el final del reino son inherentes a la verdad de la alianza con Abraham y Moisés. Esto es verdaderamente importante.
Los libros de los Reyes nos dicen que el final comenzó cuando Salomón importó a Jerusalén dioses extranjeros. La escena de la devastación del templo es fuerte y sugerente: «En aquel tiempo, los oficiales de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén y la cercaron. Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a Jerusalén cuando sus oficiales la tenían cercada. Jeconías de Judá se rindió al rey de Babilonia… El rey de Babilonia los apresó el año octavo de su reinado. Se llevó los tesoros del templo y de palacio, y destrozó todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el templo según las órdenes del Señor» (24,10-13). Según las órdenes del Señor: de nuevo la misma tesis. Con el saqueo de los tesoros del templo y del palacio (posiblemente un dato anacrónico, pues este episodio aconteció probablemente diez años más tarde, con la segunda deportación durante la destrucción de Jerusalén y del templo), se cierra un larguísimo ciclo de siglos de duración. La corrupción del corazón de Salomón y de muchos reyes que se sucedieron después de él, llega ahora a su culmen, con la substracción del tesoro y la destrucción de los objetos.
La palabra que conduce a Nabucodonosor hasta Jerusalén es la misma palabra de la bendición, engañada pero irrevocable, de Isaac a Jacob, la misma palabra que creó la luz y el Adam. Si el Adam es verdadero, si las diez palabras son verdaderas, si Belén es verdadero, entonces también Nabucodonosor debe ser verdadero. Esta es la verdad tremenda, dramática y estupenda de la palabra bíblica, una palabra que es verdadera porque es fiel hasta sus últimas consecuencias: «el Señor no quiso perdonar» (24,4). También esta es palabra bíblica, también aquí está su unicidad, también este es su mensaje dirigido a nuestras palabras.
Los escribas que compusieron estos capítulos querían decirnos que esa destrucción contenía la misma verdad que la Alianza y el Sinaí. En la Biblia, la alianza y los pactos son algo inmenso, tienen un valor infinito que los lectores del siglo XXI hemos dejado de entender. En el humanismo bíblico los pactos humanos tienen su fundamento en un maravilloso e impensable pacto con Dios. Una religión de la alianza ha podido fundar una cultura de la alianza que todavía, aunque con dificultades, sigue sosteniendo la cultura occidental. Gracias, entre otras cosas, al valor de este pacto fundacional, hemos sabido dar vida a los matrimonios, a las empresas, a las cooperativas, a las ciudades y después a los estados nacionales y a la Unión Europea. La religión de la alianza es la posibilidad de que nuestros “para siempre” puedan ser verdaderos, aunque los pronunciemos en medio de la ignorancia del futuro. Pero esta alianza es también la fuente del valor infinito de la reciprocidad en los pactos. Cuando salgo por última vez por la puerta de casa, te digo que el pacto de reciprocidad que hicimos años antes era verdadero, que no era humo ni viento. Mientras me marcho, me digo a mí mismo y a ti la verdad del primer pacto y del tiempo que he pasado. Ciertamente, también puedo perdonarte y quedarme en casa – muchas personas lo hacen cada día, y así resucitan muchos pactos de sus sepulcros –, pero eso no quita verdad a la marcha; aunque después la misma Biblia nos diga que esa marcha, si bien es verdadera, no tiene la última palabra, porque “un resto volverá”.
La interpolación que la comunidad de redactores hizo de la destrucción de Jerusalén es extraordinaria y esencial. Frente a la tragedia, los escribas habrían podido gritar el abandono, quejarse a YHWH por haber renegado de la alianza. En cambio, eligieron leer la terrible realidad desde la fe, aferrados a la cuerda-fides que les mantenía unidos al cielo, a su pasado, al futuro posible y al “resto” que continuaría la historia. Esta lectura fue la única capaz de salvar su fe y a su pueblo distinto, porque la verdadera alternativa que tenían era afirmar que su Dios era tan solo un ídolo, una vanitas como cualquier otra. Sin embargo, salvaron la fe, salvaron la palabra y la alianza, y salvaron a Dios. Como Job.
Por eso la destrucción de Jerusalén es verdaderamente el corazón de la Biblia, el centro gravitacional de su fe y de su humanismo. Con toda probabilidad, no tendríamos Biblia, o sería totalmente distinta, si la comunidad de escribas, sacerdotes y profetas, destrozados por el exilio, hubiera elegido salvarse a sí misma condenando a Dios. El “resto” puede volver y continuar la historia si mantenemos viva la verdad del primer pacto asumiendo todas las consecuencias.
El exilio babilónico produjo una de las mayores revoluciones religiosas y éticas de la historia de la humanidad. Allí, en tierra extranjera e idólatra, nacióel culto sin templo, Dios dejó de ser prisionero de su territorio. Y, sobre todo, terminó la era de la identificación de la verdad con la victoria, porque se comprendió que YHWH podía seguir siendo verdadero aunque fuera derrotado, que nuestras verdades pueden ser verdaderas aunque no triunfen, que una vida puede ser verdadera aunque muera. Esta innovación antropológica y teológica decisiva fue posible porque aquella comunidad de escritores-intérpretes eligió su propia condena religiosa para salvar la verdad del Dios de la alianza y de la promesa, para dárnosla en herencia.
Junto al oro del templo y del palacio, en esta primera deportación (del 598-597), los babilonios se llevaron a las élites militares, técnicas e intelectuales: «Deportó a todo Jerusalén, los generales, los ricos – diez mil deportados –, los herreros y cerrajeros; solo quedaron los pobres. Nabucodonosor deportó a Jeconías a Babilonia» (24,14-15). Solo quedaron los pobres… En este relato trágico surge de nuevo la polémica de los “restos”. La mano que escribió o completó este versículo pertenecía al grupo (golá) de deportados a Babilonia que se consideraba el verdadero resto fiel. Llama “pobres” a los que se quedaron en la patria, que en cuanto pobres no podían pretender tener el estatus de herederos de la promesa. Como si ser pobres no fuera compatible con habitar el Reino, con ser llamados “bienaventurados”.
Para terminar, dentro de estas páginas trágicas hay un detalle que puede pasar inadvertido: «El rey de Babilonia nombró rey en lugar de Jeconías a su tío Matanías, y le cambió el nombre en Sedecías» (24,17). El nuevo soberano cambia el nombre al rey nombrado por él. La misma operación la realizaron unos años antes los egipcios con el padre del rey Jeconías: «El faraón Necó nombró rey a Eliacín, hijo de Josías, como sucesor de su padre, Josías, y le cambió el nombre por el de Joaquín» (23,34). Una costumbre antigua y siempre actual de los señores consiste en cambiar el nombre a sus súbditos. Cuando un hombre o una mujer nos cambia el nombre, el nuevo nombre es un sello de propiedad privada. El Dios bíblico no nos cambia el nombre. Nos deja el nuestro, lo ama, lee en él nuestra vocación y sabe llamarnos con el primer nombre: Samuel, Agar, María. Las pocas veces que lo cambia (con Abraham, Sara, Jacob o Simón) es para indicarnos un horizonte o una vocación aún más libres y amplias.
Es difícil cruzar el mundo y terminar el viaje con el mismo nombre con el que vinimos. Los encuentros y las heridas, al mismo tiempo que nos en-señan el nombre del otro, intentan hasta el final no solo herir nuestro nombre (algo necesario y generalmente bueno), sino cambiarlo, ponernos el sello y transformarnos de hijos en esclavos. Que podamos conservar el nombre del primer día para que podamos oírlo pronunciar el último día.
Original italiano publicado en Avvenire el 15/12/2019