
Conocer el otro es un paso fundamental para superar las barreras que nosotros mismos construimos.
Estos días se ha acentuado, a veces con tintes ásperos, la polémica en torno a los posibles remedios para paliar la explosión de odio y agresividad que se experimenta desde hace tiempo en las redes sociales. El discurso del odio se está convirtiendo casi en un género literario, y está presente en muchas de nuestras interacciones virtuales, demasiadas. La difusión de estas formas de comunicación, groseras y violentas, tiene consecuencias profundas y medibles en el nivel de confianza interpersonal y en el bienestar individual de las personas que, de algún modo, son sus víctimas o incluso espectadoras no culpables. El tema es relevante no solo para la calidad del debate público y el pluralismo, sino también porque las redes sociales han mostrado ser muy vulnerables a la manipulación política e ideológica.
El prejuicio, a la raíz de todo
En la raíz de esta conflictividad, que se desencadena con tanta facilidad en Internet, casi siempre está el prejuicio. Nos dividimos en bloques contrapuestos, construidos en torno a un conjunto de creencias basadas, según la definición clásica, en el miedo, la ignorancia y la falta de modelos de vida y objetivos compartidos. Estas creencias a menudo son estimuladas y reforzadas por un uso instrumental de la autoridad. El debate acerca del papel de las redes a la hora de alimentar y dar voz a esta oleada de odio online y acerca del uso instrumental que determinada política puede hacer de ello, se ha centrado sobre todo en las características propias del instrumento.
La atención se ha focalizado, en gran medida, en las peculiaridades del medio, en el anonimato, en el uso y abuso de perfiles falsos, en los agentes automatizados o en el fact checking que los gestores de las plataformas deberían o no implantar, por citar solo algunos ejemplos. Pero el prejuicio, la raíz de la desconfianza y el odio hacia el “distinto”, ciertamente no nacen con las redes sociales. Como mucho, estas lo potencian y sobre todo lo multiplican. Hoy interactuamos, aunque sea telemáticamente, de forma activa o pasiva, con muchas más personas que hace apenas unos años.
De esto se deriva la exposición a una gran diversidad de opiniones, razones y pensamientos que, a veces, nos resultan extremas y difíciles de encajar en nuestros cánones habituales. Esta diversidad tan grande, no experimentada anteriormente, puede generar una tensión natural entre “in-group” y “out-group”, entre aquellos con los cuales nos identificamos y compartimos una determinada visión del mundo, por una parte, y todos los demás, los que están fuera de nuestro grupo, por la otra.
La ecuación de Internet: cuanta más distancia, más conflicto
Pero, si esto es cierto, la diferencia entre la experiencia del conflicto interpersonal antes y después de las redes sociales es más cuantitativa que cualitativa. Cuantas más interacciones se producen, más heterogeneidad, más distancia y más diferencia de pensamientos y opiniones y, por consiguiente, más conflicto hay. También es más cuantitativa que cualitativa la diferencia con respecto al papel que juegan las llamadas echo-chambers o cámaras de eco.
Los grupos sociales siempre se han combinado en base a la semejanza: la misma música, el mismo cine, la misma afición futbolística, el mismo credo político y así sucesivamente. Esta forma de auto-selección por grupos tenía una función defensiva, pero, al mismo tiempo, también fortalecía la identidad individual: nos confirmábamos mutuamente en nuestras creencias.
Hoy en Internet ocurre lo mismo. Nos exponemos, conscientemente o no, a las fuentes de información que nos envían mensajes más cercanos a nuestras pre-comprensiones de partida. Después, nosotros redirigimos estos mensajes a otras personas con convicciones parecidas, que a su vez ven sus posiciones reforzadas. Este juego de ecos y reexpediciones da identidad a los grupos, y los cierran a influencias externas. De este modo, las posiciones se fortalecen pero también se polarizan, se hacen más extremas y distantes y, por tanto, potencialmente más conflictivas.
El prejuicio nace antes que la red
Sin embargo, la raíz de este proceso, el prejuicio, ya estaba ahí antes de Internet. Era una característica de nuestras interacciones mucho antes de que los bits comenzaran a viajar a través de la fibra óptica. Por consiguiente, si queremos afrontar seriamente el tema de la conflictividad online, tendremos que ir a la raíz, tendremos que salir del marco y buscar soluciones que sepan mirar al origen del problema y no solo a sus síntomas más llamativos. La verdadera cuestión clave es cómo combatir el prejuicio. Pero el prejuicio es, de algún modo, un concepto originario, porque nace de la presencia del otro.
Si necesito formarme una idea acerca del otro es porque existe un otro distinto de mí. Su alteridad pone en discusión mi individualidad. Por eso necesito descubrir que el otro es otro “yo”. Pero antes de llegar a este descubrimiento, como nos ha enseñado magistralmente Tzvetan Todorov, el otro es un no-yo, una imagen que me hago para marcar la diferencia, la distancia y la irreductibilidad a mi yo. Este es el origen y la raíz del prejuicio. Y si este es el origen, el antídoto solo puede estar en el proceso de “descubrimiento” del otro.
«El otro debe ser descubierto – advierte Todorov – y esto puede resultar sorprendente si pensamos que el hombre no está nunca solo, ni sería lo que es sin su dimensión social (…) Y dado que el descubrimiento del otro pasa por distintos grados – desde el otro como objeto confundido con el mundo circundante, hasta el otro como sujeto igual a mí pero distinto, con una infinidad de matices intermedios – es posible que la vida entera transcurra sin llegar al pleno descubrimiento del otro» (La Conquista de América. El problema del otro. Einaudi, 1984).
El difícil descubrimiento del otro
Paradójicamente, las interacciones mediadas por Internet, aun creciendo potencialmente en número, hacen que este descubrimiento sea cada vez más difícil, porque el otro, verdaderamente, corre peligro de convertirse en un «objeto confundido con el mundo circundante». Por este motivo, la lucha contra el prejuicio debería adquirir mayor fuerza. Uno de los trabajos que más ha contribuido a poner los fundamentos de la comprensión del origen del prejuicio, así como de sus posibles anticuerpos, es el libro de Gordon Allport, The nature of prejudice (Basic Books, 1954).
Allport es también padre de la «hipótesis del contacto». Según esta hipótesis, la conflictividad y el prejuicio entre in-group y out-group se podrían reducir mucho como consecuencia del contacto entre los miembros de los dos grupos diferentes: los odiadores y los odiados, por no salir del ámbito de los conflictos en las redes sociales. Naturalmente, para que esto pueda ocurrir es necesario que este contacto se dé bajo determinadas condiciones: el estatus de las personas involucradas no debería ser demasiado diferente.
Las diferencias en instrucción, renta y experiencia no ayudan a encontrar un plan común de comprensión. Por tanto, deberían minimizarse. Es necesario estructurar el encuentro en torno a objetivos comunes. Los grupos deberían trabajar o hacer frente a problemas compartidos que les ayuden a unir esfuerzos y recursos para alcanzar un fin único. Para terminar, estas actividades de encuentro deberían recibir el apoyo de figuras de autoridad, de la ley o de procesos consuetudinarios, que deberían alentar el contacto amistoso e igualitario y desalentar toda forma de competición y conflictividad entre grupos.
La historia del análisis sobre el prejuicio
Eran los años de la posguerra cuando Allport propuso su hipótesis y lanzó todo un programa de investigación dirigido al análisis de las características del prejuicio, de sus dinámicas de contagio y de sus posibles remedios. En esos mismos años, los Estados Unidos inauguraban importantes procesos de desegregación y emancipación de los ciudadanos negros y de las mujeres. La hipótesis de Allport proporcionaba una guía teórica y operativa útil. El proyecto de investigación continuó en los años posteriores y se realizaron cientos de estudios que pusieron a prueba la validez empírica de la hipótesis del contacto.
En 2006, Pettigrew y Tropp realizaron un meta-análisis sobre 515 estudios realizados entre el año 19440 y el 2000 (“A meta-analytic test of intergroup contact theory”, Journal of Personality and Social Psychology, 90(5), pp. 751–783). A pesar de las limitaciones metodológicas de algunos de los estudios menos recientes, el cuadro que emerge proporciona un robusto apoyo para la hipótesis del contacto.
Llevando estos resultados al problema de la proliferación del odio, podríamos subrayar un dato pesimista: si el contacto favorece la desaparición del prejuicio, unas relaciones mediadas por la tecnología que, por su naturaleza, entorpece el contacto, serán ciertamente incubadoras de prejuicio.
Los anticuerpos se forman en la vida offline
Si esto es cierto, se comprende mejor la necesidad de formar anticuerpos que empiecen a operar fuera de la dimensión virtual, a partir de la vida real. Y aquí los ámbitos de intervención ciertamente no faltan. Citemos dos en representación de todos: la escuela y las ciudades.
La escuela es tradicionalmente un lugar de inclusión, ya que pone en “contacto” dentro de una misma clase a personas con discapacidades físicas e intelectuales con niños procedentes de clases sociales diferentes, de etnias y religiones diferentes, en un proceso de integración y conocimiento recíproco. La escuela representa un caso de excelencia que habría que conocer mejor y valorar y fortalecer con inversiones e instrumentos adecuados. Estas experiencias no solo tienen un efecto positivo sobre el rendimiento escolar, sino que contribuyen a desactivar desde el nacimiento los procesos de germinación del prejuicio y la desconfianza.
En el terreno de los proyectos urbanísticos, sería interesante reflexionar hasta qué punto nuestras ciudades han favorecido la segregación de grupos homogéneos, la separación y el choque, en lugar del encuentro. Es cada vez más urgente “remendar” nuestras periferias individualizadoras y deshumanizadoras y construir espacios de encuentro y conocimiento recíproco, lugares donde experimentar la diversidad y donde aprender a cooperar, a darse fines comunes y a compartir recursos materiales e inmateriales. El odio en Internet se combate en primer lugar cultivando brotes de civilización fuera de Internet y creando tantas ocasiones de “contacto” como sea posible para evitar que la mayoría pueda acabar “pasando la vida sin llegar al pleno descubrimiento del otro” y vivir la existencia encerrados en la peor de las celdas posibles: el propio yo.
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 03/11/2019