El alma y la cítara/12 – El Señor está de parte de la liberación, no de la condena.
«¡Gritad, gritad, gritad! ¡Ah, sois de piedra! Si tuviese vuestra lengua y vuestros ojos, haría estallar la bóveda del cielo». William Shakespeare, El rey Lear
El salmo 22, una de las cumbres poéticas y espirituales de la Biblia, es también el pentagrama sobre el que se escribió la sinfonía de la pasión de Cristo. Y nos ayuda a comprender algo de los crucificados y de su misterio.
Un hombre es perseguido, torturado, humillado y despreciado por otros hombres. Siente muy cerca la muerte. Es un hombre inocente, como muchos otros de ayer y de hoy. Sabe que no es merecedor de un dolor tan grande, ni de tantas violencias y humillaciones – ¿quién podría merecerlas? Pero ese hombre, además de un justo sufriente y humillado, es también un hombre de fe. Y allí, en la noche más oscura, tal vez dentro de una cárcel, o encima de un montón de basura, o en el interior de una cisterna, siente que en su alma aflora una oración, un último canto desesperado. Este canto comienza con unas palabras que se cuentan entre las más valiosas, tremendas y maravillosas de la vida: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Salmo 22,1). Una de las cumbres poéticas, espirituales y antropológicas del salterio, tal vez la más alta.
De nuevo un grito da comienzo a una oración. Como en Egipto, cuando la primera oración colectiva del pueblo esclavo fue un grito (Éxodo 2,23). Muchas oraciones grandes asumen la forma de un grito, de un aullido lanzado al cielo para intentar despertar a Dios. En la Biblia gritar es posible, lícito, aconsejado; es un lenguaje que Dios parece entender. Gritando es posible despertar a Dios, para recordarle su “oficio” de liberador de esclavos y de pobres. Mientras seamos capaces de gritar el abandono, la fe no estará perdida; solo la estaremos ejercitando, simplemente la estaremos cumpliendo.
El hombre torturado, el “siervo sufriente”, grita y vive su desventura en la fe, y por tanto dentro de su abandono siente también el abandono de Dios. Su grito se convierte en la cuerda (fides en latín) que le permite no perder el contacto con Dios, en el hilo dorado de la vida que no se rompe precisamente porque se atreve a gritar. Este hombre no acusa a Dios de haberle dejado reducido a su condición. A diferencia de Job, no considera a Dios su verdugo. Al contrario, su dolor nace de la no intervención de Dios, que debería intervenir como liberador del fiel inocente y sin embargo no lo hace: «Te queda lejos mi clamor, el rugido de mis palabras» (22,2).
Para despertarle, ese hombre recurre a la mejor estrategia de la Biblia: le recuerda a Dios quién es, le ayuda a acordarse de su promesa: «Aunque tú habitas en el santuario, alabanza de Israel. En ti confiaban nuestros padres, confiaban y los ponías a salvo; a ti gritaban y quedaban libres, en ti confiaban y no los defraudabas» (22,4-6). Cuando queremos salvar una relación, la primera súplica no es: “acuérdate de mí”, sino: “acuérdate de ti” y por tanto “acuérdate de nosotros”.
En la Biblia, la memoria es el último recurso, el más eficaz. Los eventos de ayer recrean la fe de hoy y de mañana. Para saber quién es Dios, la primera pregunta es: ¿qué ha hecho? Una pregunta que no se refiere a acciones genéricas y anónimas, sino a acciones específicas y concretas en la existencia real de la persona que está orando y gritando, intentando despertar a Dios. En el humanismo bíblico, la historia es la primera prueba de que Dios está vivo: la historia del pueblo y también la de cada persona. Cada creyente tiene un Egipto, un Mar Rojo y un Sinaí que narrar y al que acudir como demostración de la no vanidad de su fe. Así pues, cada oración es un encuentro de tres “acuérdates”: pedimos a Dios que se acuerde de sí mismo y que se acuerde de nosotros, y nos pedimos a nosotros mismos que nos acordemos de Dios: «Fuiste tú quien me sacó del vientre, me tenías confiado a los pechos de mi madre … Desde el vientre materno tú eres mi Dios» (22,10-11).
Tú eres mi Dios: no termino de acostumbrarme a la intimidad y a la familiaridad con que los hombres se dirigen a su Dios en los salmos. En el mundo antiguo, violento y a menudo primitivo, Dios era su “tú” más delicado y secreto, era el amigo, el amante, el amado, el amor. Repitiendo los salmos generación tras generación, día tras día, hora tras hora, hemos aprendido a rezar y hemos conocido mejor a Dios y también al hombre y a la mujer. También hemos aprendido la ternura y la familiaridad entre nosotros, el diálogo cara a cara, porque aquel “Señor de los ejércitos” sabía hacerse más tierno que un niño, una esposa o una madre.
«Pero yo soy un gusano, no un hombre: afrenta de la gente, despreciado del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: Acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si tanto lo quiere (…) Se me descoyuntan los huesos. Seca como una teja está mi garganta, la lengua se me pega al paladar. Me acorralan mastines, me cerca una banda de malhechores. Me cavan manos y pies, y puedo contar mis huesos. Se reparten mis vestidos, se sortean mi túnica… Tú eres mi Dios» (22,12-20). No hacen falta más palabras. Cualquier comentario está de más. Pero una resurrección no podemos callarla, todas las resurrecciones hay que anunciarlas: «Tú me has respondido» (22,22).
El abandonado ha despertado a Dios. Una vez más, el grito de un inocente ha logrado agujerear el cielo: «Contaré tu fama a mis hermanos, en plena asamblea te alabare … Porque no ha despreciado ni le ha repugnado la desgracia de un desgraciado … Comerán los desvalidos hasta saciarse y alabarán al Señor los que lo buscan. Lo recordarán y se volverán hacia el Señor todos los confines de la tierra» (22,24-28).
La alabanza se convierte en plegaria universal, cósmica, infinita en el espacio y en el tiempo. Uno de los frutos más sublimes y maravillosos de las grandes desventuras superadas es un alma ensanchada hasta llenar el universo. Nos convertimos en madres y padres de la humanidad, nace una nueva fraternidad con todos, buenos y malos. Nos sentimos pequeñísimos y sin embargo soberanos del mundo.
Otro inocente, otro día, fue capturado, torturado y condenado; le agujerearon los pies y las manos y fue colgado de un madero. Quien recogió y narró la pasión de ese hombre no encontró en toda la Escritura texto más adecuado que el Salmo 22 para usarlo como pentagrama sobre el cual escribir la sinfonía del Gólgota. En el culmen de la vida y la pasión del Cristo encontramos otro grito, revestido con las palabras del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46).
Fue una elección extraordinaria, genial, todo un don. Los evangelistas sabían que su pasión no era la misma que había vivido, siglos antes, el anónimo salmista. Sin embargo, no tuvieron miedo de citar este canto escandaloso – un Hombre-Dios que grita el abandono de Dios. Lo hicieron porque querían decirnos algo importante. Si para transmitirnos algo de su comprensión de la pasión y muerte de Jesús, sus discípulos y testigos eligieron el salmo 22, es que la idea de Dios operante en la crucifixión debía parecerse mucho a la del Dios del antiguo salmo. Querían decirnos que, para comprender el abandono y la cruz, hay que tomar muy en serio el salmo 22.
El hombre del salmo sintió verdaderamente el abandono por parte de Dios. No fingía. El abandono era verdadero. Lo mismo que Jesús. El hombre del salmo siguió siendo fiel dentro de su pasión, no perdió la fe. Lo mismo que Jesús. El hombre no protestó al Padre acusándole de su sufrimiento, sino que le pidió que interviniera en su sufrimiento. Y Dios respondió, cumplió con su oficio de liberador y salvador, y lo resucitó de su “muerte”.
Elegir el salmo 22 implica distanciarse de muchas lecturas teológicas de la muerte de Cristo, antiguas y modernas. En primer lugar, el salmo nos dice que la cruz de Cristo no fue querida por Dios como “precio” para salvarnos. El salmista sabe que no ha sido Dios quien le ha llevado al patíbulo, sino que le pide que lo libere. Dios está de parte de la liberación y no de la condena. Además, la cruz de Jesús no fue vivida ni comprendida por los primeros cristianos como sacrificio del Hijo agradable al Padre, porque en este salmo el salmista no dice que Dios se complazca en su sufrimiento, sino que dice exactamente lo contrario: el hombre sufriente pide a Dios que le libere del dolor injusto, y obtiene la liberación. El Dios bíblico no quiere el sufrimiento de sus hijos.
El salmo 22 es también el salmo de la resurrección. Nos dice que la resurrección es la respuesta del Padre a la oración del Hijo. También nos dice que, si bien la resurrección de Cristo es un acontecimiento especial y único, no es menos cierto que lo que ocurrió entre el Vía Crucis y el sepulcro vacío se parece un poco a lo vivido por el antiguo salmista, a lo vivido por muchos hombre y mujeres heridos, humillados, crucificados y resucitados, a los milagros que acontecen cuando volvemos a encontrarnos sobre un monte, nos sentimos como gusanos, no perdemos la fe (al menos la fe en nuestra inocencia), y nos descubrimos resucitados. Lo vivido por el Cristo se parece mucho, – tal vez sea idéntico – a lo vivido por muchos crucificados de la historia. Por consiguiente, ningún crucificado de la historia queda fuera del horizonte de bendición del salmo, del Gólgota, del sepulcro vacío. Y cuando el dolor no pasa y la resurrección no llega, estamos autorizados a gritar tomando prestadas las palabras del salmo 22: cantémoslo una, dos, cien veces. Si el ángel de la muerte nos encuentra con estas palabras en los labios o en el corazón, entre sus brazos comenzará una resurrección. En los cuidados intensivos de la primavera pandémica de 2020 se han visto muchas Biblias, algunas abiertas precisamente por el libro de los salmos.
Si el grito del Cristo en la cruz es el comienzo del salmo 22, entonces podemos pensar que ese salmo fue la oración de Jesús en la cruz. Sigámosle en su canto secreto: «Tú, Señor, no te quedes lejos … Yo soy un gusano, no un hombre: afrenta de la gente, despreciado del pueblo; al verme se burlan de mí. Me cavan manos y pies, y puedo contar mis huesos … Pero tú, Señor, no te quedes lejos, fuerza mía, apresúrate a socorrerme … Fuiste tú quien me sacó del vientre, me tenías confiado a los pechos de mi madre». Para llegar a su último susurro: «Tú eres mi Dios».
Original italiano publicado en Avvenire el 14/06/2020