En la frontera y más allá/9
«En cierto aspecto, vivimos en un mundo menos violento que cualquier otro del pasado. Pero hay otro aspecto que muestra exactamente lo contrario: un estremecedor aumento de la violencia y de las amenazas de violencia. En nuestro mundo se evitan más víctimas y a la vez se matan más víctimas que nunca.»
René Girard, La violencia y lo sagrado
El principal tabú del capitalismo es la gratuidad, a la que teme como al mayor de los peligros, pues si la dejara correr libremente por sus territorios, se contagiaría y su “veneno” decretaría su muerte, o bien – lo que es lo mismo – lo transformaría en algo sustancialmente distinto. Es difícil ver el tabú de la gratuidad dentro de nuestra economía (y de nuestra sociedad) porque está tapado por otro tabú: el del reconocimiento de su existencia. Así pues, para entender la relación profunda que existe entre gratuidad y capitalismo debemos violar este primer tabú, sencillamente empezando a hablar de él.
Según una importante tradición antropológica, el origen de las civilizaciones está profundamente relacionado con dos palabras: la violencia y lo sagrado. También la Biblia sitúa el comienzo de la historia humana fuera del Edén en el fratricidio de Caín. La muerte del dócil y justo Abel se convierte en el primer precio de la fundación de la civilización humana. Los mitos fundacionales de otras ciudades (como, por ejemplo, Roma) narran violencias y homicidios similares que, a veces, tienen como cómplices a los dioses. Las comunidades han tenido que aprender a gestionar las pulsiones violentas de los hombres para evitar su propia autodestrucción. La creación de tabúes fue uno de los instrumentos que se usaron para regular y controlar la violencia, para evitar que se hiciera mimética, repetida, explosiva. Las comunidades pagaron un alto precio por estos instrumentos, ya que los tabúes se imponían sobre personas y acciones que producían discriminación. Muchas veces, aquellos que eran objeto de tabú (mujeres, leprosos, pobres, enfermos, pueblos enteros) sufrían una verdadera persecución.
La relación entre una comunidad y sus tabúes presenta una ambivalencia radical. Por una parte, tabú es todo aquello que se debe evitar, aquello que no se puede tocar, aquello de lo que hay que inmunizarse para no contaminarse ni contagiarse de su espíritu (el mana). Las palabras asociadas al tabú no deben pronunciarse. La tierra del tabú no puede atravesarse. Las comunidades han cambiado, han muerto y han resucitado siguiendo el ritmo de la creación, violación y eliminación del tabú. Y, si bien de formas muy distintas, este mismo ritmo ancestral de la tierra sigue marcando nuestra historia.
Al mismo tiempo, el contenido del tabú ejerce sobre las personas una atracción fatal, fuerte y por momentos invencible: no podemos violar el tabú, pero en el fondo nos gustaría hacerlo. El deseo de venganza sobre Caín («cualquiera que me encuentre me matará») es lo que origina su “marca” («que nadie toque a Caín»): Génesis 4,14. Sus palabras están prohibidas, pero la tentación de pronunciarlas es fuerte. Por ejemplo, en base a lo que Freud llama “el tabú de los dominadores”, los reyes no pueden ser tocados por sus súbditos; es una prohibición que tiene como fin contrastar la profunda pasión-deseo de matar a los reyes y dominadores que está presente en los miembros de las comunidades.
Los objetos, animales y personas consideradas tabú presentan, además, una doble característica: no pueden ser tocados pero tampoco pueden ser eliminados. El objetivo de la gestión de los tabúes no es su desaparición, porque si el tabú desapareciera se llevaría consigo también el límite de lo intransitable; la comunidad se contaminaría y por consiguiente caería exactamente en el mismo “pecado” que el tabú quiere evitar. El tabú y sus señales deben ser muy visibles; todos deben poder reconocer sus tótems.
Podemos entender muchas cosas del capitalismo y, en general, de la economía, si consideramos seriamente el tabú de la gratuidad. La relación entre gratuidad y mercado contiene los rasgos antropológicos del tabú. En primer lugar, en él encontramos la violencia originaria. Las comunidades tradicionales o pre-mercantiles se basaban en dos principios originarios y distintos: la jerarquía y el don. La jerarquía era el instrumento para gestionar el poder, mientras que el don regulaba la reciprocidad en las familias, en los clanes y en las comunidades. La llegada de los mercados se produce con la muerte del don, que debe morir para crear en su lugar el contrato y el intercambio comercial, que se caracterizan precisamente por no ser don, por no ser gratuidad. La economía de mercado no discute la jerarquía; es más, la radicaliza hasta tal punto que las empresas capitalistas, junto con los ejércitos, son los principales lugares donde la jerarquía sigue desempeñando una función esencial y en definitiva socialmente aceptada en la era de la democracia.
Sin embargo, en el origen del mercado hay una especie de violencia primordial sobre la gratuidad-don (aunque sus protagonistas no la adviertan ni la describan como tal). La violencia de Caín también está relacionada con el don y con la economía. Dios no aceptaba sus dones, y esa negación generó la violencia sobre Abel, la eliminación del hermano frágil que sí sabía hacer regalos. La gratuidad es frágil y vulnerable, como Abel; está expuesta al abuso, es indefensa y humilde. Pero Caín es también el protector de los oficios, el fundador de la primera ciudad, que toma el nombre de su hijo (Henoc). Su propio nombre tiene una fuerte asonancia con el verbo qanah: comprar. Además, según el libro del Génesis, la palabra “beneficio” (bècà) aparece en escena con la venta de José como esclavo por parte, otra vez, de sus hermanos (37,28). La fraternidad de los dones es negada por la aparición del beneficio. En Roma, el numus (moneda) era el no-munus (don). En la modernidad, en el mito fundacional de la economía política, “la mano invisible”, encontramos la tesis de que el motor de la riqueza de las naciones no es la “benevolencia”, la gratuidad de los comerciantes, sino sus intereses personales (Adam Smith). La mano visible que contenía los dones es sustituida por la mano invisible del mercado, que no es la Providencia de los antiguos puesto que su naturaleza es la ausencia del don.
La gratuidad en el mercado tampoco puede ser profanada, debe estar bien a la vista. La frontera que delimita su territorio coincide con los mismos límites del mercado. La tierra de lo gratuito comienza donde acaba la tierra del mercado, el contrato y los incentivos. La gratuidad comienza al otro lado de la verja de la empresa, una vez que hemos hecho la compra y volvemos a casa. Todos deben verlo, todos deben entenderlo sin necesidad de discursos complicados. Es suficiente ver sus señales y sus tótems: los carteles, la duración de los descansos, la gestión de las horas extras y sobre todo el lenguaje. Las palabras del tabú no pueden pronunciarse. ¡Ay de aquel que pronuncie la palabra don o gratuidad y sus sinónimos durante el desarrollo normal del trabajo!
Pero, como ocurría en algunas civilizaciones totémicas, también aquí hay momentos concretos en los que el objeto intocable del tabú puede y debe ser tocado, sacrificado, consumido ritualmente para poder adueñarse de su fuerza misteriosa y terrible. Así, en las convenciones de empresa se evoca, se pronuncia y se come el don, para volver a ponerlo al día siguiente en su tabernáculo inviolable. Se organizan iniciativas de voluntariado para los empleados y cenas sociales para ayudar a los pobres, siempre que sean actividades gestionadas y reguladas dentro de los tranquilizadores límites de las reglas y limitadas únicamente a esos momentos controlados. Estos donúnculos, dones domesticados, gestionados y controlados, son como nuevos muñecos vudú, que reproducen los semblantes de la persona verdadera (el don-gratuidad) con la esperanza de controlarla y embrujarla.
Entonces ¿cuáles son las razones profundas del temor que inspira la gratuidad en la economía capitalista hasta el punto de hacer de ella su primer tabú? La primera razón se encuentra, también en este caso, en su fascinación. En la gratuidad, como en todos los tabúes, la prohibición nace de un deseo profundo. No hay nada que deseemos más que el don: lo anhelamos, nos da vida, es nuestra vocación profunda. Y si la economía es vida, también en la vida económica la fascinación del don (dado y recibido) es fuerte, muy fuerte, demasiado fuerte.
Pero nada hay más transgresor que el don, nada hay más libre. Es transgresor y libre en todos lados, pero en el ámbito de la economía sus efectos serían especialmente devastadores. Porque destrozaría las reglas de los contratos y minaría la jerarquía. Si las empresas aceptaran y acogieran el registro del don-gratuidad, se encontrarían con personas imposibles de gestionar, imprevisibles, capaces de realizar acciones verdaderamente libres y no controlables por las jerarquías y los incentivos. Tendrían trabajadores que seguirían sus propias motivaciones intrínsecas, que al trabajar cruzarían los límites del contrato, demasiado estrechos y rígidos como para contener la fuerza excedente del don. Se encontrarían con personas que se saldrían del organigrama y de las descripciones de puestos de trabajo; personas con mucha más vida y por tanto productoras de mucho más jaleo y ruido, como ocurre con las cosas vivas. Y si los responsables de las empresas reconocieran este don como tal, si se volvieran agradecidos hacia sus compañeros y empleados, se crearía en las empresas esa reciprocidad libre y esos lazos fuertes que son los frutos típicos de los dones reconocidos, aceptados y correspondidos. Y la jerarquía cambiaría, se haría fraterna y por tanto frágil, vulnerable y expuesta, como el apacible Abel. Pero la fragilidad y la vulnerabilidad son los grandes enemigos de las empresas capitalistas y de su cultura inmunitaria. Para evitar el riesgo de reconocer el don y generar lazos fuertes, la cultura y el gobierno de las empresas responden simplemente negando el don. Así es como el tabú de la gratuidad renace y se fortalece cada día. Las empresas y los mercados se protegen de la gratuidad para protegerse de su propia muerte.
Pero hay una cosa más que decir. En los últimos años, el tabú de la gratuidad ha salido de la economía y de las grandes empresas para pasar progresiva y rápidamente a la sociedad civil, a las organizaciones sin ánimo de lucro, a las asociaciones, a los movimientos, a las comunidades. El tabú se está expandiendo y la casa de la gratuidad en la tierra es cada vez más estrecha. Las técnicas y los instrumentos de gestión, que hasta hace poco eran exclusivos de las grandes empresas y bancos, están entrando en muchos lugares de la sociedad civil. El verdadero precio, casi siempre invisible aunque muy alto, de la entrada de la dirección capitalista en las organizaciones civiles, en los movimientos y comunidades, es la progresiva eliminación del don libre de estos lugares. Y así, paradójicamente, el tabú de la gratuidad se crea precisamente en el corazón de realidades nacidas de y para la gratuidad.
¿Quién será capaz de violar este gran tabú de nuestro tiempo? Y si algún profeta lo hace por nosotros ¿seremos capaces de caminar hacia la tierra de las mujeres y los hombres libres? ¿O también nosotros, en el desierto, añoraremos la carne y las cebollas de la esclavitud?
Publicado en Avvenire el 19/03/2017
¡muy buena nota!