El Partido Popular y los socialistas son los primeros dos grupos, pero deberán negociar con liberales o con los ecologistas. El nacionalismo sigue creciendo.
Durante la semana pasada y hasta este lunes, 425 millones de electores de los países que conforman la Unión Europea (UE) fueron llamados a votar por el parlamento transnacional del bloque, conformado por 751 legisladores. Se trata del proceso electoral más novedoso del planeta, puesto que no hay otra experiencia de integración con mayor desarrollo.
Aunque apenas superó el 50%, la afluencia a las urnas fue mayor a la de hace cinco años, cuando solo fue a votar el 42% de los habilitados. El resultado final confirma el dominio de los sectores políticos más partidarios de la continuidad de la UE, ante una creciente opinión escéptica al respecto, manifestada sobre todo en sectores conservadores de derecha y de la derecha extremista.
El Partido Popular Europeo (PPE) se confirma como el mayor partido con 178 bancas, seguido por Socialistas y Demócratas (S&D) que obtuvieron 152. Sin embargo, ambos grupos presentan en total unas 90 bancas menos, confirmando una tendencia respecto de estas fuerzas. Liberales (108 bancas) y Verdes ecologistas (67) en cambio siguen creciendo, aunque no en modo espectacular. Son los potenciales aliados en caso de un gobierno de centro izquierda, promotor de más y mejor integración europea.
Las formaciones menos partidarias de la continuidad europea ganan 168 legisladores, con lo que se ubican como segunda fuerza. Un 25% del Parlamento, lejos del temido 33% que podría entorpecer los mecanismos decisionales del Legislativo europeo. Sin Holanda y Dinamarca, los euroescépticos han registrado un freno en su avance. Marine Le Pen, en Francia, y Matteo Salvini, en Italia, son con las actuales proyecciones el primer partido nacional, lo que los transforma en un adversario poderoso y con tendencia al crecimiento. Tales partidos, xenófobos frecuentemente, y contrarios a las actuales competencias de la UE respecto de las decisiones de los diferentes Estados, han tenido un nuevo éxito en Polonia y Hungría sumando votos al discurso “sovranista”, centrado en la recuperación de las soberanías nacionales, versus el poder de la capital europea, Bruselas.
El euroescepticismo ha encontrado en el proceso de abandono de la UE por parte del Reino Unido (brexit) su expresión máxima. Y se comprende su difusión y arraigo en el descontento de ciertos sectores que, en realidad, valoran poco los avances conseguidos con la integración, aunque ello suponga ceder algo de la soberanía nacional en vista de un bien mayor. Con frecuencia, este reclamo se alimenta de datos incorrectos y de mucho desconocimiento de los beneficios que cada país ha recibido de la experiencia europeísta, más allá de la necesidad de perfeccionar sus herramientas y de superar errores. Al otro día del referéndum que sancionó la salida del Reino Unido de la UE, nadie quiso hacerse cargo de lo afirmado durante la campaña por ese voto, puesto que los expertos indicaron que se trataba de datos falsos o presentados en modo sesgado.
El otro gran debate entre sovranistas y europeístas se centra en la apertura del bloque a las migraciones. Los primeros hacen del tema una cuestión de identidad cultural, alimentando el temor de una presencia masiva de musulmanes en el Viejo Continente.
El problema existe, en especial si se considera que hay desigualdades patentes con el Tercer Mundo, muy a menudo fomentadas por las políticas comerciales de Occidente. Pero poco se cae en la cuenta de que la gran parte de los migrantes – en un fenómeno que es muy común en todo el mundo – suelen integrarse a la cultura local, además del hecho de seguir siendo una minoría más que un problema de identidad del continente.