Las palabras de Chiara Lubich, fundadora de los Focolares, “Dame a todos los que están solos” ofrecen pistas para comprender qué significa hoy escuchar interiormente el grito de los descartados y descubrir su paradójica belleza.
Vivimos en un mundo, y sobre todo en una región, en donde la desigualdad nos hace ser testigos de un dolor tan profundo que a menudo se vuelve insoportable de experimentar e incluso de mirar.
Quien supo expresar radicalmente su empatía con el dolor de su tiempo fue Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares. En los años marcados por las fraguras y los dramas de la posguerra mundial y en medio de una experiencia mística única vivida junto a Igino Giordani (destacado diputado italiano), llamada “Paraíso de 1949”, escribió un conocido texto titulado “Dammi tutti i soli” (“Dame a todos los que están solos”):
“Señor, dame a todos los que están solos… He sentido en mi corazón la pasión que invade el tuyo por todo el abandono en el que está sumido el mundo entero.
Amo a todo ser enfermo y solo: también las plantas que sufren me dan pena… también los animales solos.
¿Quién consuela su llanto?
¿Quién se compadece de su muerte lenta?
¿Y quién estrecha contra su pecho el corazón de- sesperado?
Haz, Dios mío, que sea en el mundo el sacramento tangible de tu amor, de tu ser Amor: ser tus brazos que abrazan y transforman en amor toda la soledad del mundo”.
Es central en este escrito la consideración de la soledad del mundo entero, por tanto, de la tierra y de todos los seres vivos. Una intuición que recuerda inmediatamente el “grito de la tierra y el grito de los pobres” del papa Francisco.
Chiara se pregunta “quién” consuela, “quién” se compadece. Busca un método y, sobre todo, alguien que pueda ponerlo en práctica. Muy concretamente habla de “consolar” y de “ser los brazos”, habla de un “sacramento tangible” y por tanto de “tocar”. No se queda en una dimensión espiritualizada o puramente interior, reflexiva. Hay aquí una empatía radical, una compasión absoluta, que de este mundo no es.
Hoy no es secundario el debate acerca de la necesidad de una visión espiritual “encarnada”, aterrizada, de la reconsideración de la humanidad de Cristo y de la necesidad de colocar al centro de la misión la transformación social. Hablar de “encarnación” implica hablar inevitablemente de realizaciones, de experiencias. Los seres humanos sentimos una fuerte necesidad de “ir al grano”, de “aplicar”, de sentirnos “implicados”, actores y creadores. La agencia humana es, de hecho, la expresión utilizada en psicología para hablar de la capacidad del ser humano de ser un agente activo de su propio desarrollo y de la transformación de su entorno. Tal vez porque estamos programados neuropsicológicamente para la coherencia entre el pensamiento, el afecto y la conducta, la búsqueda de la identidad a lo largo de la vida no es otra cosa que la búsqueda de ese hilo que une lo que pienso con lo que siento y culmina en lo que hago.
Sin embargo, sabemos que no se trata de hacer obras y acciones en sí, tampoco se trata de cualquier acción, ni de las acciones por las acciones. Nuestras acciones pueden y deben tener un contenido, un espesor, ¿cuál?
Detrás de una acción consciente unida a su potencial transformador de la sociedad se encuentra el humilde esfuerzo de empezar desde abajo, un conocimiento procedimental de gran profundidad. La acción oculta complejos procesos de decisión, incluso mil posibilidades y un camino, oculta el riesgo, el cansancio, los tentativos, la dedicación, la confianza y toda esperanza. Hoy hablamos de buenas prácticas, de un saber ligado al “saber hacer”, al saber iniciar procesos virtuosos. Creo que en cierto modo la acción es la punta del iceberg de nuestra existencia.
La acción con sentido y conciencia transformadora es austera, habla por sí misma y no busca el poder que la razón suele desear. No es impulsiva ni pasiva. Cuando actuamos así, nos ponemos a nosotros mismos, a nuestra singularidad y a las formas que mejor nos representan en la acción. Somos artesanos de un nuevo conocimiento, pero de un conocimiento desde abajo. De hecho, las ideas solas, por muy bellas que sean, sin acción, pueden colocarnos en un sutil pedestal de superioridad por sobre hombres y mujeres concretos y por sobre las acciones incipientes y frágiles.
Por lo tanto, las buenas prácticas necesitan de nosotros para subsistir y, por esto, siguen el ritmo y la modalidad de cada uno. Por eso, el actuar, el encarnar, es por excelencia un acto de pluralismo, diversificación y divergencia. Hannah Arendt (politóloga y filósofa judía, alemana, nacionalizada estadounidense), partiendo de un pensamiento muy laico, ofrece ideas para una “revalorización del actuar” y para lo que ella llama la “acción plural”.
Existe un aspecto de la novedad de la acción que me parece revelador en el pensamiento de Arendt: su capacidad para liberarse de los condicionamientos e interrumpir el curso de los acontecimientos, para comenzar: “el carácter de sorpresa inicial es inherente a toda acción (…) como un recordatorio permanente de que los seres humanos no nacen para morir, sino para comenzar…”.
Dios es quien por excelencia apreció la acción, pasó a los hechos enviando “concretamente” a su Hijo. Sin embargo, por así decirlo, no lo envió de cualquier manera. No es este el contexto ni tampoco yo soy la persona para un análisis de naturaleza teológica. Sin embargo, me hago la pregunta que como creyente desde hace muchos años me inquietó intensamente. Pero ¿qué tipo de hombre se hizo Dios?, ¿qué tipo de ser humano decidió ser? ¿Por qué tomó las semblanzas que decidió tomar y no otras?
La respuesta fue abriéndose camino poco a poco en mi interior y en estos últimos años y desde las calles de Santiago de Chile, mi ciudad, fueron encontrando un rostro. Dios ha elegido de manera aún más rotunda de existir en aquellos que carecen de dignidad. Dios ha elegido sobre todo el lugar de la vulnerabilidad, de la exclusión, de la pobreza, de la víctima, el lugar del atrasado, del demasiado diferente, del migrante, del abandonado. El lugar de los solos, de todas las personas solas de este mundo, como escribía Chiara. Pude encontrarlo de manera inequivocable en esa mujer de piel oscura, indígena, precaria y solitaria.
Lo que más me impacta e involucra es que en la fealdad de los descartados Chiara haya encontrado la belleza, la plenitud. Giusseppe Maria Zanghì, uno de los fundadores de la Escuela Abbà, el centro de estudio del Movimiento de los Focolares, lo expresó proféticamente: “Se podría ver la Encarnación como una penetración tal de Dios en los límites, en los pliegues del ser humano, una identificación tal con su oscuridad, que no hay salida posible. Dios se borra a sí mismo al hacerse humano. Lo que queda es el hombre con su maraña de contradicciones”.
Surge entonces con mayor profundidad la necesidad de poner los ojos en los descartados y en las grietas sociales que hoy vivimos, engrandecidas por la pandemia.
En otro pasaje de estos textos Chiara Lubich dice que “aquello que no es útil para la humanidad, entonces no tiene valor”. Pienso que aquí también se esconde una clave de lectura especialmente importante para entender la encarnación y sus implicancias en la vida de las comunidades eclesiales y sociales en sentido amplio. El punto de partida para quien quiere vivir por un mundo más fraterno no es la necesidad de encontrar la propia identidad, ni la autoafirmación. El punto de partida es la humanidad con sus abismos. Dios se hizo carne por amor a la humanidad, no para ser Él mismo, ni para ser visible, ni para ganar seguidores. La encarnación es, pues, un movimiento que va, que busca, es proximidad, es descenso, por desborde de amor.
De hecho, me parece especialmente significativa la intuición del filósofo Rodolfo Kusch que, al referirse a la identidad dice: “el verdadero sujeto es el sujeto comunitario constituido por una trilogía: yo-tú-él/ella. No solo yo-tú. El tercero (ella/él) sería el desconocido, el marginado, el extraño, y cuando lo ignoramos o eliminamos –y nos reducimos a la autorreferencialidad del yo/tú– ignoramos el ser que es anterior a todo el logos y a toda la praxis (…) al reconocer a ese ‘tercero, él/ella, el descartado’, no nos convertimos en masa”. No encontraremos nuestra identidad mirándonos el ombligo, sino mirando, buscando y “abrazando” a todos los solos y solas del camino, a los que no vemos, a quienes carecen de dignidad, a los que nuestra sociedad deja atrás. Es desde ellos que podremos renacer y vivificar nuestras comunidades.
Sé que es más fácil decir estas cosas que hacerlas. Soy la primera en sentir el vértigo de mi propia inconsistencia e inestabilidad. Pero he visto, desde mi pequeñísimo punto de observación, que “tocar la carne y tocar el alma” de los que sufren siempre me ha salvado y me ha mantenido despierta. Quizá –y así lo siento personalmente– nuestra tarea no sea tanto aquella de dar la luz, sino entrar en la oscuridad, en el fango, en el infierno, en la desesperación de la falta de dignidad, en los muchos laberintos de los desesperados, en las mil pobrezas diferentes de ahora.
La opción preferencial por los pobres y excluidos no es un extra opcional, es una dimensión esencial de la vida cristiana que todos estamos llamados a vivir. Pero me parece que en Chiara Lubich no se trata tanto de una “opción preferencial” como de una “pasión preferencial” por Jesús crucificado y abandonado, que libera una cadena de amor sin límites sobre quienes mejor hoy lo representan. La opción preferencial sería una consecuencia de esta pasión preferencial.
Esto también nos protege, creo, de caer en un activismo superficial e inarticulado, en los riesgos de la polarización ideológica o de pensar que lo nuestro es hacer proyectos, escribir documentos, organizar encuentros y reuniones.
Quizás así se encienda una luz nueva, pero desde abajo, una luz suave, compartida, con reflexiones culturales, una luz laica. Sí, se iluminará, porque en esa “marginalidad” está la presencia del Dios real. De hecho, no podemos “dar la luz”, la luz no es nuestra, la luz es Dios mismo.
Artículo publicado en la edición Nº 636 de la revista Ciudad Nueva.
* La autora es profesora de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
1. Lubich, C. (2017). La doctrina espiritual. Buenos Aires: Ciudad Nueva, p. 118.