Con una diferencia de más de un millón de votos, prevaleció la postura de dejar el bloque europeo.
El resultado del referéndum sobre la permanencia o la salida del Reino Unido en la Unión Europea, contradijo los sondeos de último momento que asignaban una leve ventaja a la postura de seguir siendo parte del bloque. Algo más de un millón de votos de diferencia determinaron que los británicos se bajen del barco de la UE.
Se trata de una decisión que no sólo es una bofetada histórica al más logrado proceso de integración a nivel mundial, sino que es la renuncia a participar de un sueño sobre la base de un nacionalismo anacrónico y de un miope egoísmo. El debate se ha centrado en los temas económicos, en el miedo a los refugiados, a la imagen de mezquitas al lado de catedrales góticas como si eso fuera una amenaza.
Como todo error, también éste se basa en una negación de la realidad. El diario The Economist recordaba en estos días que entre 1946 y 1965, el PBI británico per capita crecía a menos de la mitad del ritmo de otros países industrializados. Desde el ingreso al proyecto europeo, en 1973, ese indicador comenzó a registrar alzas en velocidad y volumen superiores a las de Francia, Alemania o Italia. Además, el 44 por ciento de las exportaciones británicas tienen como destino a los países de la UE, de donde proviene casi la mitad de la inversión directa en el Reino Unido.
Hay un aprendizaje que no puede ser descuidado. Se paga el precio de cierta dosis de irracionalidad burocrática que ha provocado rechazo en una mentalidad tan pragmática como la británica. Y también de la ausencia de visión política que se ha alimentado de una visión reduccionista de la economía, que sabe dar un precio a todo pero valor a nada.
Lo ha mostrado el problema de los refugiados, al afrontarlo sólo desde la perspectiva de sus costos pero no de los valores civiles sobre los cuales descansa el sueño europeo.