Arabia Saudita obtuvo ser cancelada de la lista de países que no respetan los derechos de la infancia redactada por la ONU.
El episodio es indignante y dice mucho del funcionamiento de las Naciones Unidas.
El 2 de junio el secretario general de la organización, Ban Ki Moon, presentó un informe anual sobre infancia y conflictos armados, redactado por su representante especial sobre el tema. En el documento se indicaba que Arabia Saudita lidera una coalición que interviene en Yemen en el conflicto que enfrenta a chiitas y sunitas. La campaña militar que encabezan los sauditas es responsable del 60 por ciento de los 785 menores que han perdido la vida y de los 1.168 que quedaron heridos. Tanto los sauditas como sus adversarios, además de grupos como Al Qaeda) merecían por ende ser incluidos entre los países y organizaciones que no respetan los derechos infantiles.
Desde entonces las presiones diplomáticas de los sauditas se han vuelto tan apremiantes que Ban Ki Moon se ha visto obligado a eliminar a Arabia Saudita de la lista negra. Pero llamarlas presiones es poco. Arabia Saudita es el cuarto mayor financiador de la ONU y se filtró que el Gobierno saudita amenazó no sólo con reducir sus contribuciones, junto a otros aliados suyos, sino con propiciar una condena (fatwa) de los clérigos sauditas para que la ONU fuera considerada antiislámica. Un gesto que habría expuesto ante un peligro real a cualquier integrante de la ONU que en el mundo trabaja en zonas de riesgo. La falta de financiación, a su vez, habría incidido en numerosos programas de la ONU que intervienen precisamente en beneficio de millones de niños.
El chantaje, porque no cabe otro término, tuvo el efecto de una claudicación del secretario general de la ONU, inmediatamente criticada por ONGs como Amnistía Internacional o Human Right Watch. Por otra parte, la pregunta es cuál es el margen de maniobra del secretario general ante situaciones como ésta, puesto que su dependencia de la acción de los Gobiernos es casi total. El episodio es emblemático y deja entender cómo Arabia Saudita, una país en el que la pena de muerte es aplicada con amplitud y son negados derechos fundamentales, haya podido llegar a presidir el Consejo de la ONU de Derechos Humanos.
Por un lado, el poder económico del país petrolero se impone pretendiendo maquillar su imagen, salpicada además por el apoyo a organizaciones terroristas y la participación en conflictos armados generados por sus objetivos geopolíticos. Por otro, el estatuto de la ONU es insuficiente para garantizar la autonomía política de organismo fuertemente condicionado por los intereses de los más fuertes y del “realismo político”.