Ucrania, crónica desde el frente

Ucrania, crónica desde el frente

Compartimos un fragmento del reciente libro del periodista argentino Ignacio Hutin, donde aborda el tema de la guerra civil en Ucrania. 

El 24 de agosto de 2017, día de la independencia de Ucrania, amaneció soleado y con Kiev intransitable. Hubo un desfile militar extenso, con toda la parafernalia nacionalista: las banderas, las armas, los gritos, los aplausos. El chauvinismo tan de moda por aquellos días en buena parte de Europa. A lo largo del kilómetro y medio de la avenida Jreshchátyk la multitud vivaba a brigadas y a batallones; muchos sostenían retratos de soldados muertos, otros levantaban girasoles, la flor nacional de Ucrania; algunos vestían uniformes militares con medallas, otros lucían atuendos tradicionales. Un espectáculo colorido pero algo ridículo, una exageración de patriotismo barato, digno de un país en guerra o quizás de uno que celebraba por entonces tan sólo su 26° aniversario de independencia.

Poco antes de su final, Jreshchátyk se abría y todo era color. La revolución en el pecho al saberse rodeado por el paisaje tan conocido a través de fotos, de videos. La Plaza de la Independencia, más conocida como Maidán, es el centro neurálgico de Kiev y de Ucrania. La avenida la atraviesa, así que el transeúnte desprevenido se topa de improviso con la monumentalidad de la historia. Ya no había francotiradores en los edificios estalinistas que rodean parte de la plaza, pero las marcas de los disparos aún eran visibles en paredes, en rostros. Todo lo que es hoy Ucrania había comenzado en Maidán. La Columna de la Independencia, con su alta figura alada que corona un monumento erigido en 2001, fue en mi mente referente absoluto de todo lo que me habían contado televisores y sitios web. Recordaba la columna rodeada de nieve, de fuego, de cuerpos, de armas, piedras, pánico. ¿Había pasado tanto tiempo? ¿Qué había cambiado en esta plaza en menos de cuatro años? ¿Qué tan distintas eran las personas, qué tanto podría diferir el país? Maidán fue el principio de la guerra. Y también el final de la Ucrania postsoviética.

En el extremo norte de la plaza se encuentra el enorme edificio ruinoso y oscuro de lo que alguna vez fuera la Federación de Sindicatos de Ucrania. Fue incendiado durante Euromaidán, en el invierno de 2014. Ahora estaba cubierto por un manto, un banner con la imagen de cadenas rotas sobre un cielo celeste espolvoreado de pequeñas nubecitas blancas como la nieve. Sobre las cadenas, letras mayúsculas rojas, pesadas, que en inglés anunciaban “¡LA LIBERTAD ES NUESTRA RELIGIÓN!”. 

Desde Maidán seguí a un grupo de militares que se dirigió colina arriba por la calle Mijailovska hasta la plaza homónima frente al monasterio de San Miguel, a unos seiscientos metros. En ese breve recorrido al fin dejé de prestar atención a las estoicas formaciones que marchaban por la avenida hasta hacía apenas minutos, y me fijé en los demás, en esos que estaban vestidos de soldados pero no marchaban, no al menos igual que los de Jreshchátyk. Por primera vez vi la bandera negra y roja, y no tardé en notar que era un símbolo más popular que la nacional, la amarilla y azul.

Por esos días, Kiev se me figuraba una incógnita caótica y heterogénea, un cúmulo de ingredientes sueltos en forma azarosa que no parecían combinar en absoluto. Mil ciudades en una que, como muchas otras ex ciudades soviéticas, estaba aprendiendo a lidiar con el pasado. Y lo hacía como podía, como le salía: transformaba, ocultaba, reciclaba, olvidaba los restos de lo que alguna vez fue.

Mientras el visitante era recibido por el enorme monumento de la Madre Patria, con su espada y escudo soviético, también aparecían cientos de vendedores de recuerdos que ofrecían a los turistas papel higiénico con hoces y martillos o con la cara del presidente ruso Vladimir Putin. Todos hablaban ruso pero todos parecían odiar a Rusia y ni siquiera había vuelos directos entre ambos países desde 2015. Para la nueva Ucrania, esa que quería desprenderse del pasado soviético mirando a la Unión Europea y a la OTAN, Rusia y los rusos eran un grano molesto en la nariz.

La Revolución Naranja de 2004 y las manifestaciones conocidas como Euromaidán, de 2013 y 2014, expulsaron del poder a Víktor Yanukovich, un presidente cercano a Rusia proveniente de la región oriental del país, en donde se habla más ruso que ucraniano. Los dos eventos fueron el inicio de un largo proceso de despertar nacionalista acompañado por un profundo sentimiento antirruso y antisoviético. O tal vez se tratara en realidad de una intensa hostilidad hacia todo lo que no fuera blanco, heterosexual, cristiano y ucraniano. El neonazismo proliferó a partir de entonces y al final no fue más que un gran círculo vicioso: la región oriental, conocida como Donbass, se levantó en armas contra la expulsión de Yanukovich, se formaron cada vez más agrupaciones paramilitares de ultraderecha para combatir a los separatistas prorrusos y cada vez más civiles del oriente se unieron a las brigadas separatistas para luchar contra las agrupaciones neonazis. Los que clamaban por una Ucrania para los ucranianos no veían a los rusoparlantes de oriente como sus compatriotas y el sentimiento no tardó en volverse recíproco. 

El resurgir nacionalista significó el renacer de un símbolo olvidado, ese viejo estandarte partido al medio en forma horizontal, con una banda superior roja y una inferior negra. Era la bandera del Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), una agrupación paramilitar fundada durante la Segunda Guerra Mundial con la idea de luchar por una Ucrania independiente frente a la URSS, incluso colaborando por momentos con el nazismo y participando activamente en la aniquilación masiva de judíos europeos. El UPA era el brazo armado de una de las facciones de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN), nada menos que un cúmulo de nacionalismo violento, racista, antisemita, homofóbico y profundamente antisoviético y anticomunista. El más importante de los numerosos líderes de la OUN fue Stepan Bandera, un hombre que se alió a los invasores nazis y promovió el asesinato de polacos y judíos. Fue asesinado en 1959 por la KGB. La otra figura primordial del nacionalismo ucraniano es Román Shujévych, líder militar del UPA, con antecedentes muy similares a los de Bandera, aunque, a diferencia de éste, Shujévych no sólo se alió a los nazis sino que se incorporó a su ejército. En nombre del nacionalismo, la independencia y la segregación, masacró junto a sus seguidores a varias decenas de miles de polacos al noroeste de Ucrania.

El día de la independencia marcharon por el centro de Kiev decenas de grupos de extrema derecha con la enseña rojinegra e imágenes de Stepan Bandera, entre ellos Sector Derecho, Aidar, Azov, Tryzub. Organizaciones que nacieron o se potenciaron durante las protestas de 2013 y terminaron guerreando en el oriente ucraniano, que crecieron con el aval del gobierno y que al mismo tiempo alcanzaron bancas en el Parlamento Nacional como partidos políticos. Muchos de ellos, incluso utilizando abiertamente simbología nazi. 

Algunas semanas más tarde, en una base militar de la República Popular de Lugansk, un comandante separatista me dijo que la guerra del Donbass no enfrentaba a grupos de derecha y grupos de izquierda, sino a nazis y a personas comunes que no querían vivir en un Estado nazi. “Gente ordinaria, taxistas, granjeros, doctores… vieron a grupos armados avanzar hacia sus casas levantando retratos de Bandera, de Shujévych y de otros nazis. Aquí todos recuerdan la Segunda Guerra Mundial, todos tienen familiares que murieron luchando contra el nazismo. Yo tengo a mis dos abuelos, por ejemplo. Cuando la gente del Donbass vio a los nazis entrando otra vez en su tierra, los identificaron como enemigos. Y los ucranianos hicieron todo lo posible para ratificar esta opinión: mataron a civiles en Odesa y en Mariupol, mataron a policías en Kiev y gritan abiertamente que su objetivo es liberar sus tierras de población rusa”. En su escritorio, Alexey Markov, comandante de la brigada Prizrak, tenía un pequeño busto plateado y antiguo de Iósif Stalin. 

La procesión avanzó lentamente en subida hacia el monasterio. Era una escena abrumadora, con cientos de hombres y mujeres uniformados, levantando banderas e insignias, enseñando imágenes de sus héroes muertos, algunos recientemente y otros, como Shujévych, hacía décadas. Hasta donde alcanzaba la vista se acumulaban rostros serios o embravecidos, pasos militares resonando pesadamente sobre el asfalto, como marcando territorio.

Si el desfile en la avenida Jreshchátyk parecía un espectáculo colorido apto para toda la familia, esta procesión bajo una repentina lluvia de verano no podía ser más que para un público muy específico. No era una exhibición sino un grito de furia contenida durante demasiado tiempo, la rabia desatada por perder parte del país en manos del gran vecino oriental. Pero también eran ansias de venganza contra todos aquellos que llevaron a Ucrania por un camino a contramano del nacionalismo. ¿Y a favor de qué? ¿De la OTAN? El nacionalismo expresaba su enojo ante el callejón sin salida marchando ruidosamente, lanzando gritos al aire y levantando banderas. El resultado final estaba lejos de ser un colorido desfile como el de Jreshchátyk y más cerca de constituirse como un terrible y urgente llamado a luchar, a morir.

Los soldados finalmente se detuvieron frente al monasterio. Desde un improvisado escenario, una cantante interrumpía regularmente su presentación para gritar “¡GLORIA A UCRANIA!”. “¡GLORIA A LOS HÉROES!”, contestaba la multitud. La joven entonces continuaba: “¡GLORIA A LA NACIÓN!”. “¡MUERTE A LOS ENEMIGOS!”, respondía la muchedumbre y alzaba banderas nacionales y rojinegras por igual. Las dos banderas hacia el cielo y los fusiles hacia el este. Gloria. Gloria al pasado que se enlaza con el presente, a la independencia y a los genocidas de ayer y de hoy. Gloria a Bandera y Shujévych. Gloria al odio, a la violencia, al racismo. Gloria a Ucrania. Gloria a nuestros héroes.

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