El compromiso con la vida y la dignidad humana es lo que le da sentido a las diferentes creencias religiosas, incluso a las convicciones de aquellos que “no creen”.
“Yo soy creyente pero no creo en lo curas”, “soy católico apostólico y romano, aunque no voy a misa todos los domingos”, “no creo pero respeto todas las religiones”, “a mí el tema de la fe, la religión y las creencias no me interesa, pero trato de vivir correctamente, de acuerdo con mi conciencia”. Es común en todos los ambientes que frente a determinados acontecimientos se digan frases como estas. Podrían sumarse muchísimas más, incluyendo las de quienes han construido su propia forma de pensar sobre temas tales como la muerte o la vida después de ella, la moral, el destino de las personas, el dolor, los acontecimientos naturales y tantos otros interrogantes que han acompañado al ser humano en lo personal y colectivo desde sus inicios.
Se puede afirmar sobre los términos “creyente” y “no creyente” que un primer sentido tiene que ver con algún tipo de creencia, o no, en alguna religión o pensamiento que haga referencia a una trascendencia de la persona una vez concluida su vida y la existencia de algún dios o ser superior. En algunos casos, el tema se ignora directamente, sin discutir su existencia o no. Entre su explícita negación y simplemente su prescindencia como problema quizás podría entenderse la diferencia entre el ateísmo y el agnosticismo.
Sin embargo, ¿en qué creen los que no creen? Aún quienes se autodefinen como “no creyentes”, al actuar lo hacen a partir de determinadas convicciones o creencias que los lleva a elegir ciertas conductas y rechazar otras.
Desde el punto de vista de la fe cristiana, específicamente la católica, a través de la historia ha habido distintas miradas para quienes no eran católicos o directamente no creían y mucho menos practicaban la religión y el culto católico. Afortunadamente, la evolución del pensamiento y la superación de conceptos más ligados a la política que a cuestiones de fe (“cuius regio eius religio”, decía la frase latina, según la cual la confesión religiosa del príncipe se debía aplicar a todos los habitantes del territorio) permitió incorporar la práctica de convivir entre distintas creencias o ninguna, sin que eso significara la intolerancia de unos con otros y la consiguiente imposibilidad de compartir una vida ciudadana con ideales comunes. Aunque aún subsisten Estados confesionales, en general se ha instalado una necesaria separación entre el Estado y las distintas confesiones religiosas o la ausencia de ellas en las creencias de los ciudadanos. Con matices y aspectos que aún generan discusiones, pero que no impiden aceptar la pluralidad y el respeto a las distintas posturas de cada uno en este tema como un valor a mantener en las sociedades modernas.
En el documento de Aparecida (mayo 2007), el magisterio de la Iglesia latinoamericana, entre otros muchos párrafos, en el número 55 afirma: “El énfasis en la experiencia personal y lo vivencial nos lleva a considerar el testimonio como un componente clave en la vivencia de la fe. Los hechos son valorados en cuanto que son significativos para la persona. En el lenguaje testimonial podemos encontrar un punto de contacto con las personas que componen la sociedad y de ellas entre sí”. Esto es decisivo ante la riqueza y diversidad cultural de los pueblos de América latina y el Caribe y el aporte de las distintas corrientes migratorias que llegaron.
Centrándonos en la mirada de la Iglesia Católica y su doctrina, se han hecho sucesivos aportes respecto de quienes sin pertenecer a ella son sin embargo portadores de valiosas tradiciones religiosas de muy diversas vertientes, atendiendo a las distintas culturas y contextos históricos y geográficos. Esta mirada incluye, claramente, a quienes sin tener ninguna creencia religiosa, no por ello dejan de compartir valores y conductas que enriquecen a la humanidad y a las sociedades a las que pertenecen.
A partir del mensaje ante el nacimiento del Niño, en Belén se daba “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres (de buena voluntad) en quienes Él se complace”1. Toda la humanidad, sin distinción de razas, culturas, religiones o cualquier otra diferencia queda incluida como sujeto y constructora de paz. Pero si acaso hubiera duda del papel al que todos los hombres y mujeres son llamados, otro pasaje del evangelista Mateo sorprende por su claridad. Quienes son llamados a la derecha del Padre expresan su sorpresa por no haberlo reconocido al momento de actuar de la forma en que lo hicieron. “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber […] Entonces los justos dirán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?’[…]. El Rey responderá: ‘En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí’”2. Si acaso hubiera alguna duda, es categórica la afirmación que Lucas y Mateo incluyen sobre la forma de identificar a los “buenos profetas”: “Así que, por sus frutos los conocerán”.
El evangelista Juan, a la hora de reconocer a los amigos de Jesús define el único criterio válido: “Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros; como yo los he amado. En esto conocerán todos que son mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros”3.
Como conclusión podríamos afirmar que la fe se vive más, y fundamentalmente, como un compromiso con la vida y la dignidad de la persona humana en lo individual y colectivo, y su entorno (la naturaleza), que como un acuerdo conceptual con un sistema de verdades y principios. Los ritos y signos que acompañan esa convicción solo cobran verdadero sentido cuando expresan simbólicamente las creencias que fundamentan los hechos –frutos– capaces de lograr las transformaciones necesarias para hacer realidad el mundo de Paz y Justicia que queremos.
Nota: Artículo publicado en la edición Nº 604 de la revista Ciudad Nueva.
- Lc 2, 14.
- Mt 25, 35-45.
- 3. Jn 13, 35.