Capitales narrativos/3 – Los grandes ideales colectivos germinan en zonas sísmicas.
«Hay voces. Nos acompañan. Nos muerden. Nos susurran brevísimos consuelos… Nos mandan, nos reprenden, casi nunca nos alaban, gritan en las noches insomnes. Las voces… ¿De quién son estas voces?»
Chandra Livia Candiani, Fatti vivo
Cuanto más amor hemos puesto en las grandes narraciones que vemos desvanecerse, más severa sentimos la carestía de capital narrativo. Sobre todo si en esa buena noticia hemos puesto todo nuestro corazón, toda nuestra alma y toda nuestra mente, si hemos quemado deseos imposibles, si hemos hecho de ella el pensamiento dominante que no nos dejaba dormir por las noches pues solo queríamos soñar con los ojos abiertos nuestro único sueño verdadero.
Aquellos que han estado más cautivados y encantados por una promesa que parecía ilimitada e infinita, hoy, cuando la historia más bella deja de hablar, son los que más desconcertados y desalentados se sienten. Como en los terremotos, los que están más cerca del epicentro sufren más daños que los que viven en los bordes del cráter. Las mayores “víctimas” de las crisis de capitales narrativos son los más cercanos e íntimos, por vocación y destino, a la primera gran historia. Si muchas veces mueren y nos dejan, no es porque la amaran poco sino porque la amaban demasiado. Cuando dicen “el rey está mudo”, no se trata de una denuncia ni de una traición. Es tan solo un grito-canto de amor, aunque sea el último.
Pero a diferencia de lo que ocurre con los terremotos verdaderos, en los terremotos simbólicos que afectan a los capitales narrativos de las Organizaciones con Motivación Ideal (OMI), no es nada fácil medir las distancias con respecto al epicentro. Estas no son evidentes, casi siempre son invisibles. Los estatus y los organigramas no ayudan nada a realizar estas mediciones distintas. Nos cuesta mucho estimar los verdaderos daños y aún más poner en marcha buenos procesos de reconstrucción.
Si confundimos a los que están verdaderamente cerca del corazón fundacional de la OMI con los que están falsamente cerca, con frecuencia haremos las preguntas correctas a las personas equivocadas que, incluso con toda su buena fe, nos hablarán de apenas algunas grietas en las paredes. Pero así no podemos entender la verdadera entidad de los fenómenos y de los daños, y dejamos en torpes manos la escritura de la nueva ciudad. Por ejemplo: no siempre aquellos que trabajan con regularidad en una OMI son más “cercanos” e “íntimos” que los voluntarios; no todas las monjas de una orden religiosa están más cerca que todos los amigos laicos de la comunidad. Incluso algunos de los responsables pueden estar muy “lejos”. Varias personas con la misma distancia formal con respecto al centro del carisma/ideal pueden tener distancias reales muy distintas. Así, aunque se sienten en la misma oficina, en el mismo consejo de administración o en el mismo coro de la abadía, algunas personas sufren mucho por la crisis del capital narrativo, otros sufren mucho menos, otros no sufren nada y otros incluso se alegran del derrumbamiento de la “casa”.
En un escenario donde todo es muy fluido (y todavía está muy poco estudiado y analizado), donde no hay certezas, tenemos por lo menos una cuasi-certeza: el primer instrumento para reconocer a las personas que están más cerca de capital narrativo es la cuenta de los daños. Aquellos que pusieron su morada en la proximidad del centro estarán entre los que más han perdido y han sufrido. De ahí surge un nuevo mensaje: muchas de las personas más íntimas y enamoradas de la primera narración ideal estarán sepultadas bajo los escombros de su historia más hermosa. Si además el seísmo es muy fuerte, puede que algunos de ellos “mueran”, dejando la OMI o la comunidad. “Mueren” por la única “culpa” de haber construido su casa en el lugar más cercano a los ideales y a sus relatos. Sencillamente se quedaron en casa, fieles en su puesto de guardia, sin irse de vacaciones.
Hay otro mensaje más, relativo a los que no han sufrido daños porque estaban bastante lejos. Estos habitantes de las periferias pueden ser de dos tipos, y solo el primero de ellos es bueno. El primer tipo se refiere a los habitantes que están visible y objetivamente distantes del centro. Al segundo tipo pertenecen los que están falsamente cerca, los que están formalmente cerca pero sustancialmente lejos. Los primeros son personas que están alrededor de la comunidad y de la OMI pero no han invertido demasiados deseos y expectativas en la historia ideal y por tanto no sufren demasiado cuando se empaña su parte más íntima y profunda (en cierto sentido, no habían llegado a conocerla nunca, salvo en pequeñas dosis). Pero estos habitantes verdaderos de las zonas menos afectadas pueden desempeñar un papel muy importante: abrir sus casas, acoger a los que han sufrido graves daños, darles calor, mantas, encender la chimenea, asar papas en las brasas, hacer fiesta con el mejor vino. Rezar juntos. Y en ciertas noches, más serenas y llenas de estrellas, comenzar a contar en voz baja a los anfitriones las grandes historias de los comienzos, a recordar el primer amor, a escuchar como si fuera la primera vez. Con el mismo encanto, con la misma confianza, con el mismo ardor. Nicodemo regresa finalmente al seno materno y vuelve a nacer de verdad.
Otras veces este milagro no se produce, pero los meses transcurridos como invitados en casas con pocas grietas y mucha fraternidad son siempre un don y un descanso para el corazón. Son el mendrugo de pan y el vaso de agua que nos permiten no morir y seguir caminando por el desierto. Muchas personas cansadas y agobiadas por la llegada de la carestía de capital narrativo, podrían haber comenzado una nueva historia y tal vez podrían haber conocido una verdadera resurrección si hubieran encontrado un amigo en las periferias que les hubiera abierto con generosidad la puerta de su casa. Algunas veces, el “alejado” que nos salva de la gran carestía es el hermano soñador al que muchos años atrás expulsamos y vendimos a los mercaderes de camino hacia Egipto, pero nunca dejó de amarnos, nos reconoció y nos dio el pan.
Los alejados del segundo tipo son profundamente distintos. Se encuentra en todos los niveles de una OMI, también en los más altos. Tienen el estatus de cercanos, aunque estén lejos del centro de la experiencia ideal originaria. En este contraste invisible es donde anida el peligro. Entre ellos hay una amplia gama de humanidad, que va desde los que, gracias a sus talentos relacionales o por adulación, han llegado rápidamente a los puestos de mando, quemando etapas sin haber alcanzado una madurez real en los valores de la misión de la OMI, hasta quienes no tienen la suficiente profundidad espiritual para entender el “carisma” pero han aprendido bien el oficio, pasando por aquellos que se encuentran dentro de una institución o una comunidad sin haberlo elegido verdaderamente y tratan de flotar en la superficie. Muchos tienen buena fe, algunos son buenos, otros son simplemente superficiales, pocos son generosos y ninguno es profeta. Como no han sufrido daños se ofrecen para comenzar el trabajo de reconstrucción. Mientras los que de verdad están más cerca tratan de elaborar el luto y necesitan tiempo y recursos para curar sus heridas verdaderas y profundas, estos tienen muchas energías psicológicas y físicas para invertir. Y así los encontramos en primera fila, como candidatos a escribir el nuevo capital narrativo.
Por último están los que se alegran de la caída. Una alegría triste, a veces desesperada con una desesperación contraria a la de los que verdaderamente están cerca. Tienen muchas y muy variadas razones. Algunas veces es una consciente falta de vocación, que no va acompañada de suficiente fuerza y libertad para dejar la comunidad y con el tiempo se convierte en rencor y odio. Y mucho dolor, siempre. Otras veces esa “alegría” nace de la esperanza de obtener algún beneficio del final, y es posible que cambien de residencia buscando beneficios fiscales. En este caso no hay amor alguno por el primer capital narrativo, ni por los posibles nuevos relatos, incluso aunque a algunos de ellos – siempre mezclados con los más cercanos e íntimos – los encontremos entre el grupo de escribas elegidos para escribir los nuevos relatos posteriores a la gran crisis.
No debemos sorprendernos si la evidencia histórica nos muestra que las grandes crisis de capital narrativo casi nunca conducen a un verdadero renacimiento, porque la dirección de los trabajos demasiadas veces acaba en manos de personas que están falsamente cerca y, a veces, incluso en las de aquellos que se alegran de la caída. La nueva ciudad se construirá de algún modo, pero no será la resurrección de la primera.
La rara posibilidad de un buen futuro depende decisivamente de la calidad y cantidad de supervivientes del derrumbamiento que no hayan sufrido demasiados daños (porque son más jóvenes, más prudentes o estaban en casas de amigos), así como de la generosidad en la hospitalidad de aquellos que estaban “verdaderamente lejos”. Pero la belleza y la profecía de la nueva ciudad dependerán sobre todo de cuántos supervivientes, testigos del derrumbamiento de la casa sobre sus cuerpos y los de sus hijos y padres, decidan quedarse, volver a empezar e intentar resucitar.
El temor a nuevas sacudidas es demasiado fuerte. Muchas veces incluso los supervivientes que estaban verdaderamente cerca bajan al valle, hacia el mar y hacia las costas más seguras, perdiendo para siempre el color de las flores y el irresistible perfume del aire donde todo comenzó. Solo una nueva vocación, una nueva voz, el susurro de una segunda llamada, puede hacernos reconstruir una nueva casa cerca de las tumbas de los padres y de los hijos, aceptando convivir toda la vida con la vulnerabilidad. Reconstruir casas distintas, esta vez más ligeras y sobrias, no palacios ni mansiones, para aprender finalmente a vivir en la humilde tienda del arameo.
Los carismas y los ideales colectivos más grandes nacen y crecen en zonas sísmicas, porque se encuentran en la frontera entre distintas capas de civilizaciones, religiones y épocas. En las ciudades generadas por nuestros ideales más grandes nunca vivimos cómodos y tranquilos. Estas ciudades nacen sobre las heridas de la tierra. No deberían estar allí, pero están, gracias a la imprudencia agápica de sus fundadores. Estos siguieron el vuelo de un pájaro precioso en una primavera sagrada y sencillamente pusieron la primera piedra allí donde terminó su loco vuelo. No planificaron la fundación, no eligieron el lugar más adecuado para sus ciudades. El lugar les eligió a ellos, porque las cosas más importantes no las elegimos, nos las encontramos como destino y tarea. Allí comenzaron a construir casa tras casa hasta que finalmente nos dieron en herencia una ciudad, frágil bella, junto a sus relatos, aún más frágiles y bellos. Con ellos nos dejaron cimas impresionantes, horizontes de paraíso, espacios ilimitados. En altiplanos llenos de flores raras y vivos colores, con altas y luminosas cimas por corona.
Publicado en Avvenire el 26/11/2017