El trabajo, los trabajadores, la persona y la dignidad.
El primero de mayo es la fiesta de los trabajadores, de todos los trabajadores. Es también la fiesta del trabajo. Pero no de todo el trabajo, porque no todo el trabajo ni todos los trabajos merecen ser celebrados. El trabajo sin adjetivos calificativos no nos da suficiente información para saber si merece o no ser celebrado.
El “hijo pródigo” también encontró trabajo después de haber dilapidado la herencia. Pero incluso trabajando como porquero no ganaba lo suficiente para vivir. Su trabajo no era digno ni decente, como el de la mayor parte de los trabajadores de la antigüedad, hasta tiempos muy recientes, y como el de muchos trabajos que seguimos haciendo. Por este motivo, el primero de mayo es también memoria de muchas batallas civiles y políticas para hacer del trabajo una actividad humana digna y, por consiguiente, para eliminar condiciones de trabajo que se parecen demasiado a la esclavitud y a la servidumbre. El primero de mayo nos recuerda que el trabajo es antes que nada una cuestión política y social, que tiene mucho que ver con las relaciones de poder (palabra que ha desaparecido del vocabulario del capitalismo del siglo XXI) y que cuando lo convertimos en un asunto individual, en un contrato como cualquier otro, perdemos siglos de civilización y de equilibrio en las relaciones de fuerza. La historia de las civilizaciones es también una “destrucción creadora” de trabajo: trabajos indignos sustituidos por trabajos más dignos.
Hoy muchos trabajadores con trabajos indignos no hacen fiesta porque están coaccionados por unos patrones despiadados o por sus necesidades primarias. Y no podemos ser moralistas y pretender que aquellos que se encuentran encadenados a estos trabajos indignos tengan que plantearse la cuestión de la dignidad de su propio trabajo para actuar en consecuencia y dejarlos. Estas cuestiones son un lujo que no pueden permitirse casi nunca quienes están preocupados por qué van a comer y qué van a dar de comer a sus hijos. Las condiciones materiales y sociales en que vivimos plasman nuestras conciencias. Generalmente, unas condiciones de vida indignas nos impiden adquirir conciencia de la falta de dignidad de nuestro trabajo. Por eso siempre habrá pocos trabajadores con trabajos indignos capaces de despedirse poniendo en peligro su propia vida y la de sus familiares. También por eso, la calidad moral y cívica de un pueblo se mide por la capacidad que tiene para no obligar a sus trabajadores a elegir entre conciencia y pan, para no dejarles solos en sus propios infiernos confiando únicamente en su heroísmo ético individual.
Los pueblos civiles combaten los trabajos inciviles a nivel civil y político. Hoy, en nuestros países y en el mundo entero, hay muchos trabajadores, demasiados, en trabajos erróneos e inciviles – en salas de juego, en muchos oficios de armas, siendo “guardianes” de cerdos y de pocilgas – que han aumentado durante estos diez años de crisis (las crisis graves y largas reducen los trabajos dignos y aumentan los indignos). Estos trabajadores son verdaderamente pobres, en ingresos y también en libertad, porque la primera forma de pobreza, como nos recuerda Amartya Sen, es la falta de libertad para poder llevar la vida que nos gustaría llevar. A muchísimos trabajadores no les gusta su trabajo indigno, pero carece de las condiciones de libertad para poder dejarlo. Necesitamos una nueva conciencia colectiva, más atenta al trabajo y a su dignidad, para rescatarlos de sus esclavitudes. Pero este tipo de conciencia colectiva del trabajo y sobre el trabajo es precisamente la que más nos falta en estos tiempos de globalización de los mercados y de la indiferencia.
Estamos rodeados de trabajo humano, pero lo “vemos” demasiado poco, porque civil y éticamente estamos distraídos o somos miopes. El trabajo es el principal ambiente donde se desarrolla nuestra existencia, desde el primer aliento hasta el último día. Pero no siempre estamos suficientemente atentos a la calidad moral y a la naturaleza ética de este trabajo.
Prestamos una atención cada vez mayor a las etiquetas de los productos de alimentación y cosmética para conocer sus calorías y sus propiedades químicas, pero estamos menos interesados que hace treinta años en las “etiquetas morales” de las cosas, en los “azúcares de justicia” y en “las calorías éticas”. En las tres últimas décadas nos hemos dejado convencer con demasiada rapidez de que la democracia tenía poco que ver con las mercancías y con los mercados. Hemos cedido ante aquellos que nos decían que las técnicas y los instrumentos podían gestionar la economía. No hemos dejado entrar a la democracia dentro de las fábricas, de las oficinas, de los bancos, de los supermercados y de la compra online y hemos ido reduciendo progresivamente su espacio hasta hacerlo ínfimo. También tienen derechos y libertades, sobre todo, los trabajadores que fabrican la ropa que nos ponemos, los agricultores que cultivan la fruta y los tomates que comemos, los soldados que combaten las guerras del petróleo (y pronto del agua) que consumimos.
Debemos comenzar a ver de otra manera nuestro trabajo y el de los demás, para aprender a hacerle preguntas nuevas al trabajo, preguntas más cívicas, más políticas y más éticas. Sin conformarnos con respuestas demasiado fáciles. La humanidad ha crecido cada vez que alguien ha comenzado a dirigir preguntas nuevas a las personas y a las cosas, y ha sabido convertirlas en preguntas colectivas. Estas preguntas colectivas generaban respuestas que, cuando eran banales, se devolvían al remitente. Hasta que nos convencían, a veces siglos después de la primera pregunta, e inmediatamente volvían a generar nuevas preguntas.
El primero de mayo es la fiesta de todos los trabajadores y por consiguiente es también la fiesta de los trabajadores de los trabajos indignos, porque la falta de dignidad de un trabajo no siempre hace indignos a sus trabajadores. Y porque cada día se realizan acciones buenas y luminosas que logran aclarar, durante algunos instantes, la oscuridad de muchos trabajos pésimos. Incluso en Auschwitz, como nos recordará para siempre Primo Levi, un albañil fue capaz de levantar un muro recto. La persona es más grande que su trabajo, siempre y en cualquier trabajo. Sobre todo es más grande y digna que el trabajo no elegido, sino padecido por simple supervivencia.
Publicado en Avvenire el 01/05/2018