En la catequesis del miércoles 22 de octubre, el Papa Francisco se disculpó por la necesidad de implementar la distancia para con los peregrinos, sumada a la utilización del barbijo. Distancias físicas con cercanías de corazón, propias de estos tiempos.
El Santo Padre reparó durante la audiencia en el llanto de un pequeño: “Mientras leían los lectores el pasaje evangélico, me ha llamado la atención ese niño o niña que lloraba. Yo veía a la madre que le acunaba y le amamantaba y he pensado: “así hace Dios con nosotros, como esa madre”. Con cuánta ternura trataba de mover al niño, de amamantar. Son imágenes bellísimas. Y cuando en la iglesia sucede esto, cuando un niño llora, se sabe que ahí está la ternura de una madre, como hoy, está la ternura de una madre que es el símbolo de la ternura de Dios con nosotros. No mandéis nunca callar a un niño que llora en la iglesia, nunca, porque es la voz que atrae la ternura de Dios. Gracias por tu testimonio.
Completamos a catequesis sobre la oración de los Salmos, donde aparece una figura negativa, la del “impío”, aquel que vive como si Dios no existiera. Es un ser sin referencia al trascendente, sin freno a su arrogancia.
Por esta razón el Salterio presenta la oración como la realidad fundamental de la vida. La referencia al absoluto y al trascendente, que es lo que nos hace plenamente humanos. El límite que nos salva de nosotros mismos, impidiendo que nos abalancemos sobre la vida de forma rapaz y voraz.
La oración es la salvación del ser humano.
Pero también existe una oración falsa. Una oración hecha solo para ser admirados por los otros. Jesús nos advierte sobre esto (cfr. Mt 6, 5-6; Lc 9, 14). Pero cuando el verdadero espíritu de la oración es sincero y hecho de corazón, entonces llegamos a contemplar la realidad con los ojos mismos de Dios.
Cuando se reza, todo adquiere “espesor”.
Esto es curioso, pero en la oración hasta las cosas sutiles adquieren peso, como si Dios las tomara en sus manos y las transformase. Debemos evitar el acto de rezar como si fuera un hábito, sin pensar en lo que decimos, rezando como loros. No, hemos de rezar con el corazón. La oración es el centro de la vida. Si hay oración, todas las demás personas cobran mayor importancia.
Un antiguo dicho de los primeros monjes cristianos dice así:
«Beato el monje que, después de Dios, considera a todos los hombres como Dios» (Evagrio Póntico, Tratado sobre la oración, n. 123). Quien adora a Dios, ama a sus hijos. Quien respeta a Dios, respeta a los seres humanos.
La oración no es un calmante para aliviar nuestras ansiedades. El sentido de la oración es el de tomar nuestras responsabilidades tal como vemos en el “Padre nuestro”.
También los salmos en primera persona singular, que confían los pensamientos y los problemas más íntimos de un individuo, son patrimonio colectivo, hasta ser rezados por y para todos.
La oración de los cristianos tiene esta “respiración”, esta “tensión” espiritual que mantiene unidos el templo y el mundo. La oración puede comenzar en la penumbra de una nave, pero luego termina su recorrido por las calles de la ciudad. Y viceversa, puede brotar durante las ocupaciones diarias y encontrar cumplimiento en la liturgia.
Donde está Dios, también debe estar el hombre.
La Sagrada Escritura es categórica: «Nosotros amamos, porque él nos amó primero» (1Jn 4, 19). Él siempre va antes que nosotros. Él nos espera siempre porque nos ama primero, nos mira primero, nos entiende primero.
Él nos espera siempre.
Dios no sostiene el “ateísmo” de quien niega la imagen divina que está impresa en todo ser humano.
Ese ateísmo de todos los días: yo creo en Dios pero con los otros mantengo la distancia y me permito odiar a los otros. Esto es el ateísmo práctico. No reconocer la persona humana como imagen de Dios es un sacrilegio, es una abominación, es la peor ofensa que se puede llevar al templo y al altar.
Que la oración de los salmos nos ayude a no caer en la tentación de la “impiedad”, es decir de vivir, y quizá también de rezar, como si Dios no existiera, y como si los pobres no existieran.
Pidamos al Señor que, a través de la oración de los salmos, nos veamos libres de la tentación de la impiedad, es decir: de vivir —e incluso rezar— como si Dios no existiera, como si el hermano no existiera. La oración es el antídoto a toda indiferencia. Que el Señor los bendiga.
Fuente: