El exilio y la promesa/4 – Saber ser fieles al verdadero “resto” de nuestro corazón.
«A fuerza de buscar los comienzos uno se vuelve cangrejo. El historiador mira hacia atrás; al final cree también hacia atrás»
Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos
Los signos religiosos esculpen la tierra y expresan el carácter de una cultura. Templos, altares, hornacinas, cruces y estelas separan en la tierra lo sagrado de lo profano; revelan y dan nombre y vocación a los territorios, y transforman los espacios en lugares. La tierra lleva grabados nuestros vicios y nuestras virtudes en sus heridas; acoge humildemente nuestras huellas, y se deja asociar mansamente a nuestra suerte. Con su misteriosa y real reciprocidad, se comunica con nosotros. Una de las notas típicas de la profecía es la capacidad de interpretar el lenguaje de la creación, de contárnoslo, de hablar en nuestro lugar y en nuestro nombre. ¿Qué dirían hoy los profetas ante las llagas que estamos causando a nuestro planeta? ¿Qué palabras de fuego pronunciarían ante nuestros “altos” poblados de ídolos? ¿Cómo profetizarían ante nuestras miopías y nuestros egoísmos colectivos? Tal vez gritarían, compondrían nuevos poemas o cantarían, cantan, Laudato si’.
«Me dirigió la palabra el Señor: – Hijo del hombre, mira a los montes de Israel y profetiza contra ellos. ¡Montes de Israel, escuchad la palabra del Señor! Esto dice el Señor a los montes y a las colinas, a las torrenteras y a las vaguadas: ¡Atención!, que yo mando la espada contra vosotros para destruir vuestros altos» (Ezequiel 6,1-3). Ezequiel profetiza contra los montes, cómplices inocentes de la infidelidad del pueblo. Las colinas, los valles y las gargantas son símbolo de la creación que “gime” esperando que los seres humanos sean dignos guardianes suyos. Los animales, las plantas, el suelo y el subsuelo, los océanos y los mares sufren, cada día más, las consecuencias de haber transformado en tiranía nuestra vocación de conservación. Los profetas hablan también por ellos y en su lugar. Están entre la tierra y el hombre, entre los hombres y el cielo. Son mediadores clavados en cruces, como mensajes de carne.
Desde que se asentó por primera vez en Canaán, el pueblo de Israel sintió la constante seducción de los cultos cananeos. Le atraían fuertemente aquellos dioses sencillos, naturales, que seguían los ritmos y las imágenes de la fertilidad, y podían verse, representarse y tocarse. Sentía la tentación de la prostitución sagrada, que ofrecía en los altos caminos inmediatos de unión con las divinidades. Y de no haber sido por los profetas, YHWH, el nombre de su Dios distinto y único, con el paso del tiempo se habría convertido en uno de los muchos nombres de alguno de los muchos dioses que poblaban los panteones de los pueblos vecinos vencedores.
Los profetas son amigos de Dios y amigos del hombre, y repiten: el hombre es distinto porque Dios es distinto. Mantienen a Dios elevado y transcendente para mantener lo más elevado posible al hombre, para no reducirlo a un consumidor-consumido de ídolos fabricados. Los profetas hacen que la natural contaminación de la fe en el encuentro con otros pueblos no supere un umbral crítico y con ello pierda el hilo de oro de la alianza y el alma colectiva.
Sin el contagio religioso con Babilonia, con Egipto y con los pueblos cananeos, no tendríamos muchas páginas bellísimas de la Biblia. Pero si esa fertilización mutua hubiera entrado en la médula y en el corazón de la Promesa, del Sinaí, de la Ley y del Pacto, aquel pueblo distinto de fe distinta habría sido absorbido por las religiones naturales de Oriente Próximo. El profeta es un centinela, entre otras cosas, porque toca la trompeta y da la voz de alarma cuando la contaminación supera el punto crítico y se convierte en asimilación y sincretismo. Sabe que existe un lugar donde estas contaminaciones no pueden y no deben entrar: el templo, el lugar que guarda nuestra historia más íntima, el altar del pacto, el corazón de nuestro nombre. En consecuencia, el pueblo de Israel no debe entrar en los templos de los demás pueblos y adorar a sus divinidades. No solo porque esos pueblos son adoradores de ídolos (Israel no pensó siempre que los demás dioses fueran ídolos), sino porque el día en que un pueblo comienza a entrar a rezar en más de un templo, está diciendo que, en el fondo, no cree verdaderamente en ningún dios (como el hombre que dice “te amo” a más de una mujer, en realidad está diciendo que no ama verdaderamente a ninguna). Por eso la lucha de los profetas contra los santuarios de los altos nos dice, poéticamente, algo muy serio. La poesía siempre dice cosas serias.
Cuando, por ejemplo, las comunidades nacidas de un carisma pasan por grandes crisis, sienten la tentación no tanto de eliminar o cancelar al “Dios” de la primera alianza, sino de introducir en el propio templo otras divinidades al lado de la del primer “culto”. De este modo, se importan oraciones, canciones y prácticas más sencillas y comprensibles, que responden mejor a los gustos de los “consumidores”. Dentro de ciertos límites, estas incorporaciones pueden ayudar y enriquecer. Pero cuando estas prácticas ajenas entran dentro del “templo” y nosotros comenzamos a frecuentar los templos de los demás sin distinguirlos del nuestro, la contaminación empieza a minar el pacto y la promesa. Hasta que llega el día en que hablamos con nuestro primer Dios en templos completamente iguales, y ya no sucede nada. Muchas crisis existenciales, individuales y comunitarias, surgen de aglomeraciones en el lugar del primer encuentro, que se hace tan espeso que ya no es posible ver ni oír nada.
Pero los santuarios y los templos también eran lugares para el sacrificio de animales y niños. Detrás de la crítica de los grandes profetas a los cultos cananeos y babilónicos, hay siempre una crítica al uso del sacrificio como moneda para comerciar con un Dios comerciante. La polémica durísima de los profetas contra el oro y la plata no es una crítica económica ni ética al dinero usado para el comercio humano. Es una crítica teológica y por tanto antropológica. Es la condena de una visión económica de la fe y por tanto de la vida. El oro es muy peligroso porque se convierte en el material con el que se fabrican los ídolos: ayer estatuillas de Baal o Astarté y hoy productos y bienes que, como nuevos ídolos, nos venden una especie de eterna juventud. Cuanto más oro poseemos, más grande es el precio que podemos pagar por nuestros sacrificios.
Entonces, los ladrones que profanan el lugar santo no son ladrones de cosas o de dinero. Son ladrones religiosos, que sustraen al hombre su dignidad y lo reducen a siervo de los ídolos: «Tirarán a la calle la plata, tendrán el oro por inmundicia … No les quitarán el hambre ni les llenarán el vientre. Estaban orgullosos de sus espléndidas alhajas: con ellas fabricaron estatuas de sus ídolos abominables, pero yo se los convertiré en inmundicia … Profanarán mi tesoro [templo], entrarán los bandoleros y lo profanarán» (7,19-22). El dinero y el oro son inmundicia cuando no se usan para vivir sino para fabricar toda clase de ídolos. Esta naturaleza profunda de las riquezas solo se revela plenamente al final («El final llega, llega el fin, te acecha, está llegando» (7,6). Ya sea al final de la vida, cuando será evidente la diferencia radical entre las riquezas (no solo materiales) que hemos usado para alimentarnos y alimentar a otros y las que hemos usado para crear o comprar ídolos vendedores de ilusiones, ya sea en otros “finales” cuando, inmersos en una gran crisis, enfermedad o depresión, comprendamos que solo podemos volver a empezar si aprendemos a reconocer otras riquezas que aún no hemos visto, en nosotros y a nuestro alrededor.
En el centro de estas palabras durísimas que el profeta eleva contra los altos, los ídolos y la infidelidad del pueblo, nos alcanza, como un rayo de sol al amanecer, otro pasaje de la teología del resto (podríamos contar la Biblia como la historia de un resto fiel): «Sin embargo, dejaré que algunos escapen de la espada a otras naciones, y cuando se dispersen por sus territorios, los que se salven se acordarán de mí en las naciones adonde los deporten … Y sabrán que yo soy el Señor» (6,8-10). “Sin embargo”: a los profetas les gusta mucho esta expresión, porque completa y dulcifica sus palabras de juicio. Los falsos profetas no la conocen, porque son ideológicos y aduladores. “Sin embargo” es una expresión propia también de los buenos educadores, de los maestros y de los responsables de comunidades que, después de ejercer la fuerza del juicio de verdad, son capaces de añadir el “sin embargo” de la mansedumbre y la pietas, que es la sal y la levadura de la pasta que están amasando.
Este pasaje sobre el resto nos dice una cosa esencial: cuando en los exilios queremos intentar volver a empezar de verdad, hay dos cosas verdaderamente necesarias. La primera es saber que no vuelve a empezar el todo, sino una parte, un pequeño resto vivo. Formamos una familia o creamos una comunidad o una empresa; después vino la crisis y con ella la deportación, el exilio; nos dispersamos y nos contaminamos con muchos pueblos. Si un día queremos continuar la primera historia deberíamos superar la nostalgia del todo y no dejarnos seducir por su fortísima llamada, sencillamente porque ese todo ya no existe. Pero podemos continuar verdaderamente nuestra historia en la pequeña parte que ha quedado viva: dos trabajadores de la fábrica, un niño, la única palabra buena que se ha salvado de las muchas maldades que nos hemos dicho.
La segunda cosa tiene que ver con el significado del hermoso verbo bíblico acordarse (“se acordarán de mí”). Para el humanismo bíblico acordarse no es un verbo del pasado, sino un verbo del futuro. Nos acordamos cuando estamos en el desierto, en los campos de ladrillos, en el exilio, y lo hacemos para seguir creyendo en la promesa que debe venir y vendrá. En el desierto a donde hemos llegado por la traición de nuestro pacto matrimonial, no volvemos a empezar celebrando un nuevo pacto en un nuevo altar, sino acordándonos de que las palabras que dijimos eran verdaderas, porque una parte verdadera de nuestro corazón sigue dentro de la primera iglesia y el primer altar. Aprendiendo a recordar es como empezamos a resurgir.
Publicado en Avvenire el 2.12.2018