El autor de El buen combate de Ciudad Nueva, Enzo Bianchi, escribió el siguiente texto para el diario italiano La Repubblica.
Con la muerte de Benedicto XVI, salimos al paso de una situación nada fácil, por desgracia, vivida por muchos católicos que, en la debilidad de su fe y en su falta de asiduidad al Evangelio, no fueron capaces de aceptar que el papado es un servicio al que llama el Señor, nada más que un servicio, por tanto temporal y sujeto a la fragilidad y limitaciones de quienes son llamados a él.
Joseph Ratzinger, cuando pensaba en el último tramo de su vida dedicarse a la investigación teológica, fue elegido obispo de Roma. Tenía setenta y ocho años, por lo que no podía imaginar un pontificado largo, pero tenía ante sí, más que nunca, el éxodo que haría de este mundo. Fue un hombre que siempre se sintió descentrado de Jesucristo, dotado de una fe firme que le llevó a mirar más a la Iglesia que a sí mismo. Nunca buscó el aplauso, de hecho le molestaban los aplausos durante las liturgias en San Pedro, y desde luego no complacía fácilmente a los medios de comunicación, que casi siempre se mostraban duros con él.
Tras considerar sus fuerzas físicas e intelectuales, y sobre todo practicar la escucha de su conciencia, decidió renunciar al ministerio de la comunión, que se ha hecho aún más difícil en una Iglesia que está experimentando la transformación de un catolicismo monolítico a una catolicidad plural.
Benedicto XVI realizó un acto con pleno apego a la realidad, consciente de sus propias limitaciones. Hizo un gesto que no se producía desde hacía siglos, que podría haber parecido, después de Juan Pablo II, el de un antihéroe, el de quien huye de la cruz -se ha dicho-, pero en realidad hizo lo que tenía que hacer, aunque muchos católicos enfermos de papolatría no pudieran entenderlo. Pero su vocación fue la de ser un Papa poco comprendido y también muy discutido hasta la víspera de su muerte, con acusaciones sin sentido: “Un pastor alemán”, un pontífice rígido y severo, un Papa que “hizo retroceder a la Iglesia”.
He conocido y me he reunido varias veces con Ratzinger desde 1976, he discutido con él la relación entre la Biblia, la Palabra y la Iglesia, y me ha llamado como experto a dos sínodos. También le visité como Papa emérito y paseé con él por los jardines vaticanos conversando sobre las cuestiones de fe que considerábamos más apremiantes.
No soy un adulador de pontífices, también he sido abiertamente crítico con él por algunas decisiones tomadas, y siempre ha escuchado mis dificultades, mostrando humildad, mansedumbre y capacidad de escuchar a quienes le manifestaban su desacuerdo con lealtad.
Los católicos no olvidarán la obra maestra de sus homilías, verdadera obra de un padre de la Iglesia, y todos deberían agradecerle sus palabras como Papa cuando afirmó que “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”, y que “la religión necesita siempre ser purificada por la razón”, contra toda tentación de fundamentalismo, intolerancia y violencia por parte de los creyentes.
Original en italiano publicado en La Repubblica