Más grandes que la culpa/31 – Es posible ser «rey» cuando no se deja de ser hijo.
«Yo no vivo en mí sino fuera.Yo soy falible y cometocontinuamente errores. No sé por qué, tal vez no más que otros,pero a mí me parece que cometo más…Oh, fuera están los árboles,están los pájaros y las flores»
Nicola Gardini,Yo no vivo en mí sino fuera
«Estas son las últimas palabras de David: (…) “El espíritu del Señor habla por mí, su palabra está en mi lengua. Me dijo: (…) El que gobierna a los hombres con justicia, el que gobierna respetando a Dios, es como la luz del alba al salir el sol, mañana sin nubes tras la lluvia, que hace brillar la hierba del suelo”» (2 Samuel 23,1-4). Sabemos que David seguirá hablando en la Biblia (en el libro 1º de los Reyes), pero para los libros de Samuel estas son “las últimas palabras de David”, como un testamento. En esta ocasión, el rey David habla como profeta, como alguien que ha recibido una nueva lengua con la que anunciar (en su caso también cantar) la palabra de YHWH, y termina el libro como sacerdote. El autor sabe que también nosotros, al llegar al final de su vida, podemos dar testimonio de que verdaderamente algunas palabras de David han sido distintas y más altas que las suyas y las nuestras. Las ha mezclado con otras palabras bajas, más bajas y viles que las nuestras. Pero Dios habla en David precisamente desde las heridas de su ambivalente humanidad.
Después de las últimas palabras, el texto recoge algunos episodios de la vida de David que, por su naturaleza y por sus mensajes, han sido colocados como epílogo de su historia. El primero se refiere a una extraña sed de David en Belén: «David sintió sed y exclamó: “¡Quién me diera agua, la del pozo junto a la puerta de Belén!” Los tres campeones irrumpieron en el campamento filisteo, sacaron agua del pozo, junto a la puerta de Belén, y se la llevaron a David. Pero David no quiso beberla» (23,14-16). Este complicado episodio nos dice una cosa acerca de los reyes que son muy amados por su pueblo. Estas personas muchas veces gozan de tal veneración y devoción por parte de su comunidad que sus seguidores se sienten impulsados a hacer todo lo posible y lo imposible para satisfacer las necesidades de su “rey”, tratando incluso de adelantarse a sus deseos y a veces a sus caprichos. Este tipo de líder carismático sabe muy bien que posee este poder de encantamiento sobre sus fieles y siente la tentación de usar y abusar de él. El relato nos dice que David tiene un corazón distinto: él también se siente tentado por el capricho y cede, pero sabe arrepentirse, cambia de idea y realiza un gesto de lealtad con sus hombres.
Este episodio del agua está engarzado dentro de la presentación de la treintena de guerreros de los que se ha rodeado David, su guardia especial. El detalle más importante de esta lista de militares y gestas heroicas se encuentra en el último nombre, el que cierra la lista: «Urías el hitita» (23,39), el soldado leal a quien David mandó matar para poseer a su mujer Betsabé (cap. 11). El autor no teme poner como sello de la parada militar de David un nombre cuya sola pronunciación es más expresiva para el lector bíblico que un tratado de teología. La misericordia y la predilección de YHWH por David, el rey amadísimo, poeta y cantor de salmos estupendos, son más grandes que su culpa. Pero la Biblia quiere conservar el nombre de Urías hasta el final, sin borrarlo del registro de la historia de David, del catálogo de la vida y de la muerte, para recordarnos que los grandes pecados excavan cicatrices que surcan y cambian nuestro cuerpo para siempre. Cada vez que, al leer la Biblia, pronunciamos el nombre de Urías, David sigue siendo responsable de ese pecado. Perdonado sí, pero no irresponsable.
El segundo episodio es el del censo. Debido a una misteriosa ira, YHWH «instigó a David contra ellos: “Anda, haz el censo de Israel y de Judá”» (24,1). Dios “instiga” a David para que actúe mal contra su pueblo, lo “induce a la tentación”. Verdaderamente en el Padre Nuestro está la Biblia entera. David cede a este impulso y Joab realiza el censo: «En Israel había ochocientos mil hombres aptos para el servicio militar, y en Judá, quinientos mil» (24,9). Pero después del censo, David siente “remordimiento” y dice: «He cometido un grave error. Ahora, Señor, perdona la culpa de tu siervo, porque he hecho una locura» (24,10). ¿Por qué convocar un censo es un “grave error”? Los números en el mundo medio-oriental tenían un significado misterioso y mágico. Conocer el “número” de una realidad significaba poseer su misterio y poder usarla, manipularla. Pasar de la cualidad (el pueblo) a la cantidad (el número) reduce el grado de libertad; la dimensión importante pasa a ser la del número, que es casi siempre la más banal por ser la más simple, y se pierden por el camino las restantes dimensiones. Es lo que ocurre con el censo: contar a las personas manifiesta una voluntad de dominio, un espíritu de posesión de las “cosas” contadas, que nos permite decir que somos sus dueños. Hoy igual que ayer. En el humanismo bíblico, el rey no es el dueño de su pueblo y por consiguiente ese censo tiene un fuerte valor teológico: niega la soberanía de YHWH sobre su pueblo. En ese número asoma el pecado de idolatría. En las comunidades ideales y espirituales, contar a las personas tiene siempre un valor teológico, revela voluntad de poder y pone en crisis la gratuidad y la castidad de los fundadores y de los jefes.
Como respuesta al arrepentimiento de David, YHWH envía a través de Gad (un profeta-vidente) una palabra a David: «Te propongo tres castigos; elige uno y yo lo ejecutaré (…) Tres años de hambre en tu territorio, tres meses huyendo perseguido por tu enemigo o tres días de peste en tu territorio» (24,12-13). David excluye la huida ante el enemigo, y Dios manda una peste que mata a setenta mil personas. David se ofrece a sí mismo para salvar a su rebaño: «¡Soy yo el que ha pecado! ¡Soy yo el culpable ¿Qué han hecho estas ovejas? Carga la mano sobre mí» (24,17). En respuesta a su voto, Gad transmite a David la respuesta de Dios: «Vete a edificar un altar al Señor en la era de Arauná» (24,18). Esta era, lugar de trilla, de cría y de muerte de animales, se convierte en el altar de David-sacerdote, y posteriormente en el lugar donde Salomón edificará el templo. En mi dialecto, era se dice ara, como altar en latín (quizá por ese mismo cruce entre muerte y vida). Arauná se declara dispuesto a donar gratuitamente a su rey los bueyes para el holocausto y la leña para el fuego. Pero David le responde: «No, no. Te la compraré pagándola al contado. No voy a ofrecer al Señor, mi Dios, víctimas que no me cuestan». David compra la era y los bueyes por «medio kilo de plata» (24,24). Este diálogo recuerda mucho al de Abraham y su contrato con los hititas para comprar la tumba de Sara (Génesis 23); y trae de nuevo a la mente el nombre de Urías, el hitita. Abraham pagó por aquella tumba cuatro kilos de plata; ahora el precio pagado es medio kilo. Al autor (más tardío y más ideológico) del libro primero de las Crónicas (21,25) no le parecerá suficiente esta pequeña cifra y la multiplicará por doce y además convertirá la plata en oro («seis kilos de oro»). Sin embargo, la modesta cifra del escritor antiguo es más hermosa, porque quizá nos quiere decir que ningún templo vale más que una mujer, y que la tierra para el templo que contendrá el Arca de la alianza vale un octavo de la tierra que contiene a una esposa.
En este último episodio retorna el gran tema de la fe económica. Los sacrificios a Dios no valen si no cuestan, si son gratuitos. Esta visión religiosa considera la gratuidad una mala moneda, cree que a Dios no le gustan los dones que no cuestan nada. Es una idea radicada también en lo profundo de nuestras relaciones sociales (por ejemplo, nos lleva a despreciar regalos que sabemos que son reciclados) y los hombres han querido extenderla a la relación con la divinidad, aprisionando de este modo a Dios en nuestra lógica comercial ¿Cuándo lo liberaremos? Pero este último capítulo nos dice, una vez más, que la Biblia ama a David por su capacidad para arrepentirse y para volver a empezar después de haberse equivocado. No ama a David por su vida moral, sino por su misterioso candor casi infantil, el primitivo candor del pastorcillo que el pecado del hombre adulto no ha sido capaz de borrar, y le ha hecho más grande que la culpa. De este modo nos llega el mensaje más importante de la historia de David: ese misterioso candor y esa inocencia infantil resisten tenaces y están activos en cada uno de nosotros. También nosotros somos más grandes que nuestras culpas. Debemos recordarlo, sobre todo en tiempos de grandes culpas, propias y ajenas.
David hizo su entrada en la Biblia como un muchacho y, en cierto sentido, ese muchacho no ha dejado nunca la escena. Ha sabido dialogar con las mujeres, ha escuchado la voz de los profetas y del Espíritu, ha sentido respeto por su “padre” Saúl, ha cantado, ha compuesto himnos y poesías, ha llorado. David, el rey y el padre más grande, ha sido tan grande porque no ha dejado nunca de ser hijo. Tal vez por eso ha sido tan querido y lo sigue siendo. La era de Arauná, según la tradición bíblica, se encontraba sobre el monte Moria, donde un ángel de Dios salvó a otro hijo inocente. Dios y nosotros amamos muchas cosas, pero sobre todo amamos a los hijos.
También en esta ocasión, gracias a Dios, hemos llegado al final. En adelante comenzaremos una nueva serie sobre las Organizaciones con Motivación Ideal, y sobre las personas que las generan y trabajan en ellas. Como siempre, aunque cada vez es distinta, gracias a todos los que han tratado de seguirme a lo largo de estas treinta y una semanas. Gracias al director del diario Avvenire, Marco Tarquinio, el primer lector de cada una de mis líneas y el que permite que el diálogo de un economista con la Biblia continúe y, tal vez, madure. Gracias a los que me han escrito, animado y criticado con palabras a veces espléndidas. Ha sido un comentario largo y lleno de encuentros. Como ocurre en cada lectura bíblica, las personas que se encuentran en el camino no desaparecen cuando se cruza el umbral. Siguen vivas, hablan, introducen y presentan los siguientes encuentros, y se ponen a caminar con nosotros, hasta que llega el último encuentro. De este modo, al final del camino podemos encontrarnos con una zona poblada por todas las mujeres y los hombres que hemos conocido. Esta es la belleza también de la gran literatura y especialmente de la Biblia. En la era de Arauná estaban, invisibles, Ana. Samuel, Elí y sus hijos, Saúl, Jonatán, Betsabé, Abigail, Rispá, la bruja de Endor, las dos mujeres sabias, Joab, Absalón y Amnón. Estaban Tamar y Urías, junto a muchas otras víctimas cuyas lápidas conserva la Biblia para nosotros, o para cuando, como estos días en Génova, el dolor nos deja sin palabras y sin aliento.
Publicado en Avvenire el 19/08/2018