Después del triunfo de Argentina 3 a 0 sobre Bolivia por las Eliminatorias y los festejos por la obtención de la Copa América.
“Cambiaría cualquier premio por un título con la Selección”. Desde que Lionel Messi comenzó a ser reconocido internacionalmente con condecoraciones de todo tipo, balones de oro, trofeos individuales en competencias con Barcelona y vistiendo la camiseta Argentina, había una cuenta pendiente que lo desvelaba: ganar un título representando a su país. En esa ¿deuda? había también una injusticia fruto de la alta exigencia, personal, y del mundo futbolero. Él ya había sido pieza clave en las obtenciones del Mundial Sub-20 en 2005 y en los Juegos Olímpicos de 2008. Sin embargo, “la Selección mayor es otra cosa”, repetían una y otra vez quienes se esmeraban en desacreditar los méritos que el pibe rosarino hacía partido a partido, torneo tras torneo.
Aferrados a la ausencia de un resultado que les diera los frágiles argumentos para reconocer al crack rosarino, aquellos agoreros estaban enceguecidos y no se permitían disfrutar de la maravillas de un futbolista extraordinario por el solo hecho que una pelota no entró en determinadas finales. Si para ensalzar o denostar a un deportista, alguien solo se apoya en si se colgó o no “esa” medalla o si levantó o no “esa” copa, sin ver todo el recorrido andado para acercarse a ese objetivo, quiere decir que se ha obnubilado con el punto de llegada sin disfrutar del paisaje, acaso lo más lindo de un viaje.
Aquella frase del inicio no sólo habla del amor de Messi por la Selección, sino de una característica que lo ha llevado a ser quien es: un deportista que siempre quiere ganar, híper competitivo. ¿Alguien logra ponerse en su piel para imaginar lo que debe sentirse cuando te rechazan o juzgan en tu propia tierra cuando en la intimidad sabés que están dando todo, y más de lo que podés? El 10 convivía con la mala costumbre de finalizar las temporadas envuelto en una onda tristeza celeste y blanca.
Las lágrimas en la lluviosa noche del Monumental, después de sus tres goles frente a Bolivia, y antes de los festejos por la obtención de la Copa América en Brasil, fueron un desahogo y una muestra de la felicidad contenida durante tanto tiempo.
No faltan quienes todavía se sujetan a la mezquindad de plantear que todavía le falta ser campeón del mundo para ser el mejor de todos los tiempos. ¿Acaso importa? ¿Todavía tenemos que pararnos en la calle de los antagonismos, para ver si uno está en la vereda de Messi o de Maradona? ¿Por qué nos sigue resultando difícil sentirnos privilegiados de haber visto a los dos con la camiseta argentina?
El error es pensar que él lo hace porque quiere ser el mejor de todos. Eso será en todo caso una posible consecuencia que dictará el tiempo. No estamos acostumbrados que en un mundo extremadamente individualista y en un deporte, que a pesar de ser colectivo es de los más individualistas que hay, un tipo fuera de serie piense más en lo colectivo que en lo personal. No nos entra en la cabeza, pero es así.
Fue su marca registrada en sus años en Barcelona. Bajo perfil, poniendo de relieve las bondades del equipo y haciendo relucir a los compañeros para que los flashes se repartan entre todos, no en una sola persona.
La generación que no había visto a la Argentina campeón y que ha crecido gozando con la magia de Lionel nos enseña la importancia de disfrutar de este momento, mirando con esperanza lo que pueda venir. La recompensa tardó en llegar en el pecho celeste y blanco de Messi. ¿Cómo no llorar con él? ¿Habrá más lágrimas de emoción y felicidad en el mediano plazo? Vaya uno a saber. Ojalá se haya convertido en una nueva y buena costumbre.