Este cronista tuvo la oportunidad de presenciar la despedida de Diego Armando Maradona el 10 de noviembre de 2001 en la Bombonera. Así se titulaba el artículo publicado en la edición Nº 11 de la revista Fútbol Argentino, publicación oficial de la AFA, que aquí reproducimos. Destellos de la emoción que invadía a un periodista de apenas 22 años.
Diego Armando Maradona tuvo su partido y emocionó a una Bombonera colmada de gente. El “Diez” abrió su corazón ante sus hinchas y les pidió que “este amor no termine nunca”.
“El fútbol es el deporte más sano del mundo. Yo me equivoqué, pero la pelota no se mancha”. No hay dudas de que esas palabras salieron desde lo profundo de tu alma, Diego. Quedó confirmado, una vez más, que el sentimiento que te une a tu pueblo es el más puro y más sincero que pueda existir en el mundo de la pelota. En ese momento sublime a nadie se le cruzó por la mente todos tus errores. Es que a tu mejor amiga nunca la traicionaste y, si has cometido algún error, jamás te lo descubrieron rodeado de cuatro tribunas colmadas de gente.
Cuando apareciste en tu templo más sagrado alzaste tu mirada, parecías mirar a los ojos a cada uno de tus fieles y, como si hiciera falta, levantaste tus brazos para tocar el cielo con las manos. Empezabas a cumplir el sueño -si todavía te faltaba consumar alguno con la pelota- que tanto merecías que fuera realidad.
Como siempre te encargaste de sorprender a tus hinchas -sin importar los colores del corazón- con el más indescifrable truco fabricado por tu zurda divina, esta vez te tomaste la licencia de asombrar a aquellos seguidores que son tus predilectos. Te acercaste a ellos y, cuando ninguno lo imaginaba, te sacaste la “10” celeste y blanca para encandilar a todos con la azul y oro.
Sos tan grande, Diego, que no te olvidaste de nadie en tu fiesta. Primero le arrancaste una sonrisa a todo un país con la camiseta que te vistió para conquistar al mundo y después le regalaste el más hermoso souvenir a tus amantes de Boca.
Sin embargo esta vez, la mayor sorpresa te la llevaste vos. Después de saltar y revolear por sobre tu cabeza, como si fueras un niño, esa emblemática “10” que guardarás eternamente, tu hinchada más incondicional logró que lágrimas cubrieran tu rostro. Las luces de colores y el estallido del estadio te quebraron emocionalmente. Pero por el amor a tu pueblo enseguida pediste la compañía de tu mejor amiga y continuaste, para la satisfacción de una Bombonera que temblaba más que nunca.
Hasta ese momento intenté tomar distancia de las miles de sensaciones que habitaban el alma de tus seguidores. De pronto me estremecí, sentí que la piel se me erizaba, que las lágrimas comenzaban a surgir de entre mis ojos. Y lo único que atiné a hacer fue dar gracias a Dios por la posibilidad de estar allí.
Sin embargo, la emociones no terminaron ahí. Tu recorrida por el templo traía las imágenes de tu zurda milagrosa. Con tu puño apretado, en alto y luego golpeando tu pecho metías a uno por uno de tus fieles en tu corazón. Ese deseo de querer “ver al Diego para siempre, gambeteando por toda la eternidad”, que retumbaba en cada rincón de un estadio que ahora parecía latir, te acompañaba paso a paso.
Diego, cada súplica que tu pueblo te hizo dentro de una cancha vos la atendiste sin la intención de esperar algo a cambio. Aunque, por un instante, decidiste hacerte mortal: “Les pido de verdad: que este amor no termine nunca”.
Y jamás desaparecerá, Diego. Porque cada vez que la inmaculada sea acariciada por un taco, una rabona o pase entre las piernas o sobre la cabeza de algún jugador, sabremos que estarás presente. Por eso, sólo basta decirte, eternamente gracias.