Desde que llegó a la presidencia de Perú, Martín Vizcarra se ha transformado en una piedra en el zapato para la corrupción enquistada en las instituciones democráticas. Este viernes, sin embargo, podría ser destituido.
No puede sino llamar la atención una crisis política en plena pandemia que podría llevar –nada menos– a la destitución de un presidente. Quien conoce bien la política, intuirá que detrás puede haber comportamientos muy graves por parte del acusado o, y parece ser el caso, el interés de desembarazarse de una figura incómoda.
Es lo que ocurre en estas horas en Perú, sacudido como muchos otros países por la crisis sanitaria y económica. Los casos positivos de Covid-19 han superado los 730.000 y siguen incrementándose a un ritmo de 6.000/7.000 diarios, al tiempo que los muertos son más de 30.000. Pero los estragos económicos no han sido menores, considerando que en el país la gran mayoría de los ingresos provienen de fuentes de trabajo informal.
Sin embargo, en medio de estas circunstancias, la oposición, que es mayoría en el Parlamento, ha promovido un juicio político contra el presidente Martín Vizcarra que el viernes próximo podría llevar a su destitución.
Son varios los aspectos llamativos. El primero tiene que ver no con una conducta reiterada que podría sugerir actos ilegales, sino con el caso puntual de un cantante amigo del presidente, contratado por un ministerio, y por lo visto sin mayores justificaciones, lo que habría beneficiado al artista con honorarios en torno a los 50.000 dólares. El segundo tiene que ver con las tres grabaciones, realizadas en secreto, de conversaciones entre Vizcarra y sus colaboradores en las que se coordina la manera de presentar a la opinión pública el caso, algo que sería normal para cualquier figura pública. En una de ellas, el mandatario dispone que se diga la verdad. Finalmente, la invocada “incapacidad moral permanente” que no se configura como causal de destitución.
¿A quién beneficiaría la eventual destitución del presidente? Desde que ha asumido la presidencia, Vizcarra ha llevado a cabo una lucha frontal contra la corrupción instalada en el propio Estado. Ha promovido la destitución de la cúpula del Poder Judicial y de otros jueces involucrados en una red de tráficos de influencias de la que participaban empresarios y políticos. También ha neutralizado el poderoso clan Fujimori cuyo partido condicionaba el Poder Legislativo controlándolo para su uso y beneficio. La semana pasada, cuando el presidente del Parlamento, Manuel Merino, dio el visto bueno para analizar la acusación contra Vizcarra, el gobierno estaba impulsando un proyecto de ley para limitar las reelecciones de los legisladores y evitar que ser diputado se transformara en una manera de evitar, gracias a los fueros, la acción de la Justicia.
No casualmente, el principal acusador es precisamente un ex funcionario público devenido diputado acusado de peculado doloso y enriquecimiento ilícito, Edgar Alarcón. No tiene mejor historial la fuerza política a la que pertenece el acusador: su líder, Antauro Humala, purga una condena de 19 años por protagonizar un levantamiento en el que murieron cuatro policías.
Merino sería el eventual sucesor en caso de destitución. Su tanteo para obtener el apoyo de las Fuerzas Armadas –que rechazaron el pedido– ha aclarado ante la opinión pública el proceder de la oposición a Vizcarra.
Vizcarra cuenta con un apoyo popular que ha oscilado mucho. Su lucha contra la corrupción llegó a una popularidad por encima del 80%, que se redujo durante estos meses de pandemia, aunque la aprobación favorable se mantiene por encima del 50%. Su mayor debilidad política es la de no contar con una bancada propia en el Legislativo, donde el nivel de fragmentación es elevado, a siete meses de que los peruanos vuelvan a las urnas para las elecciones generales.
Para destituir al presidente se necesita el voto de 87 de los 130 diputados del Parlamento (que es unicameral). Hubo 65 votos a favor del juicio político. No parece fácil conseguir otros 22 legisladores, pero esto se sabrá el viernes. Durante el fin de semana ha habido cacerolazos en varios barrios de Lima, convocados por las redes sociales, en apoyo de la gestión de Vizcarra. Ha sido la manera de parte de la opinión pública de rechazar este juego peligroso que beneficia la corrupción enquistada en las instituciones democráticas.