Desde 1978 no conoce sino breve treguas la guerra civil, a la que se agregan las invasiones armadas.
Entre 1978 y 1992 Afganistán fue escenario de una sangrienta guerra civil que, entre 1979 y 1989 incorporó la presencia de tropas de la Unión Soviética que invadieron el país para respaldar un gobierno socialista. La presencia soviética fue incentivada por la decisión de Estados Unidos de intervenir financiando a los guerrilleros islámicos (muyahidines) que se oponían a la transformación del país en un estado socialista. El enredo fue trágico y la guerra provocó unos 120.000 muertos entre los beligerantes y entre 600 mil y un millón entre los civiles, además de dos millones de desplazados, la destrucción casi total de su capital, Kabul, y un reguero de odio que no conoce fin.
Se estima que la financiación estadounidense alcanzó los 35 mil millones de dólares anuales, en gran parte proveniente del tráfico ilegal de droga, siendo muy superior al nivel de recursos dispuestos por el Gobierno norteamericano. También se estima que el 80% de esa financiación se perdía por los oscuros conductos de la corrupción que abarcaba gobiernos, empresas privadas, mercaderes de armas, organizaciones de narcotraficantes. El objetivo fundamental de la Casa Blanca fue la de provocar un problema político a la Unión Soviética, para que tuviera “su Vietnam”. Todo el resto fue un corolario estratégico de este objetivo primario, así como el objetivo primario del Kremlin fue el expandir las fronteras del socialismo.
El retiro de las Unión Soviética de la guerra, y su posterior colapso, no influyó en la guerra civil sino cambiando para los beligerantes enemigos y alianzas. Es en este período que se forman grupos como Al Qaeda, liderado por el escurridizo Osama bin Laden. Aparecieron en ese entonces los talibán y su versión del Islam, fruto más de costumbres étnicas que de normas religiosas.
En octubre de 2001, menos de un mes después de los atentados contra los Estados Unidos, una nueva invasión liderada por la OTAN bajo un dudoso mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, en realidad siguiendo las directivas de la Casa Blanca, volvió a llevar la guerra Afganistán. El objetivo era el de acabar con la protección que el gobierno talibán había dado al terrorismo promovido por Bin Laden y Al Qaeda.
Desde entonces han pasado casi 17 años sin que al país haya regresado la paz. En estas semanas se han perpetrado varios y sangrientos atentados con decenas de muertos. La prensa internacional ya no le presta atención. Los talibán, inicialmente hostigados, hoy controlan el 70% del país. Las fuerzas armadas afganas siguen siendo un receptáculo de corrupción, pese al entrenamiento y la formación brindada por Estados Unidos y otros países. Fuerzas Armadas y policía recibían sueldos para casi 320.000 efectivos, pero en realidad eran 120.000, quedándose pues con la diferencia. Lejos de haber erradicado la producción de drogas, ésta se ha incrementado al tratarse de una importante fuente de financiación para los propios talibán. Pero la corrupción no es solo una prerrogativa de algunos grupos. Junto con las fuerzas armadas de varios países, hay compañías contratistas que hacen sus negocios con el conflicto. Y sin la obligación de rendir cuentas públicas de bajas y de contratos.
La opción militar se ha revelado un fracaso completo que ha contribuido a hacer de Afganistán un estado fallido, escenario de conflictos estratégicos. En abril este calvario cumplirá 40 años.
Hoy aparecen nuevos objetivos, como la explotación de minerales raros, entre ellos el litio, que llaman la atención de compañías privadas. Hay propuestas que directamente apuntan a privatizar –definitivamente– esta guerra, entregando a una compañía privada, peligrosamente similar a la colonial Compañía de las Indias del pasado, la tarea de conducir el conflicto a cambio de explotar recursos naturales. Obviamente, esto ignorando todo elemento de soberanía local. Es la triste confirmación de que el colonialismo nunca ha terminado en el mundo, sino que ha cambiado sus formas.
La presencia de líderes dispuestos a continuar este estado de cosas, aunque encubriéndolo de eufemismos como la “intervención humanitaria”, dice que sin una ONU con más autonomía decisional no será posible modificar estas políticas. La reforma de este organismo sigue siendo la gran premisa de la reconstrucción de un nuevo orden mundial.