A la escucha de la vida/29
«La marea humana, rompiendo a los pies de la torre golpeada sin cesar por su miseria, sigue repitiendo una pregunta: «¿Shomer ma-millailah? – Cuánto falta para el día». El tono del oráculo desconcierta por su inaudita cortesía: «Si les place preguntar, volved…». Saber no importa. Lo que importa y da vida es no perder el angelical temblor, la necesidad, el deseo de saber cuándo acabará o qué significa la noche. La peor desgracia sería que nadie viniera ni preguntara.»
Guido Ceronetti, El libro del profeta Isaías
Ninguna otra época como la nuestra ha conocido semejante producción y multiplicación de palabras. Las culturas antiguas, agrícolas y analfabetas, precisamente porque no sabían leer ni escribir, porque conocían pocas palabras, intuían que la palabra, las palabras, contenían en su seno un misterioso poder, que era motivo de respeto y temor. No sabían leer ni escribir, pero sabían hablar. No sabían escribir poesías, pero sabían contarlas, sabían vivirlas.
Nuestro tiempo, inundado de palabras, ha perdido el sentido de la palabra. Carece de los instrumentos necesarios para reconocer a los profetas, y por eso los confunde con los creadores y vendedores de charlatanería. Para reconocer y comprender a los profetas –sólo Dios sabe cuánta falta nos hace– sencillamente deberíamos aprender de nuevo a hablar.
La conclusión del libro de Isaías es tan grande como el resto del libro. A ella regresan las promesas que se han ido entrelazando a lo largo de todo el rollo, los consuelos y la inmensa esperanza: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y no se recordará el pasado ni vendrá a la memoria (…) No se oirá allí jamás lloro ni quejido. No habrá allí jamás viejo que no llene sus días, pues morir joven será morir a los cien años» (Isaías 65,17-20).
La Biblia es un continuo canto a la vida. La tierra es el lugar de la bendición. Aquí es donde Dios se deja encontrar, donde habla. Para el hombre bíblico, para los profetas, no hay promesa más grande que una larga vida, un tiempo en el que la vida se alargue. Hoy hemos alcanzado los cien años, pero, como nos falta una cultura de la vida, ya no somos capaces de interpretar una larga vejez como una bendición. Volver a los profetas es un recurso esencial para aprender de nuevo a vivir y por consiguiente a envejecer y a morir.
En una cultura de la vida no pueden faltar la bendición del trabajo, ni la viña: «Edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán su fruto (…) Mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos. No se fatigarán en vano» (65, 21-23). La tierra prometida es también la tierra del trabajo como bendición, donde uno se “fatiga” pero no se “fatiga en vano”. Todo trabajo implica fatiga, pero no toda fatiga del trabajo es buena. Trabajar es una bendición. No trabajar en vano también es una bendición.
Retorna el anuncio de una nueva armonía en la creación: «El lobo y el cordero pacerán juntos, el león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo, no harán más daño ni perjuicio» (65,25). Retornan los niños, el primer signo de esperanza en tiempos de desolación y espera: «No habrá allí jamás niño que viva pocos días» (65,20). Retorna la salvación para todos, pues al profeta no le basta la salvación de un solo pueblo: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas» (66,18).
El libro de Isaías atraviesa muchos siglos de historia del pueblo de Israel, algunos de ellos muy oscuros y dolorosos. La fuerza y la belleza de estos últimos capítulos se concentran en la repetición de las antiguas promesas tras el exilio y la destrucción del templo, tras la desilusión al regreso del exilio. Es importante ejercitar la esperanza en el tiempo de la alegría. Aún es más importante ejercitar esa misma esperanza durante el exilio y en el tiempo de la decepción. Esa misma diferencia se da también entre la esperanza de la juventud y la de la vida adulta, cuando conseguimos creer, decir y decirnos la fe en una nueva tierra, mientras un día descubrimos que lo que debía ser la tierra de la primera promesa simplemente es la tierra de todos.
Encontrar en el tercer Isaías las mismas imágenes y las mismas esperanzas del primero y del segundo Isaías es un gran regalo para poder seguir esperando y creyendo en la primera vocación y en el primer amor con la misma fe del comienzo, cuando todo era posible. Gran mensaje de vida, que puede curar el natural cinismo y la desilusión que acompañan a toda vida adulta buena. Un mensaje de vida para poder seguir creyendo en el hijo de la vejez, para poder plantar semillas de nuevos árboles sabiendo que no seremos nosotros quienes veamos sus hojas. Un mensaje de vida que podría curar a nuestra Europa envejecida, decepcionada y atemorizada por la oscuridad.
Cuando en una comunidad, en un pueblo, en una civilización, en cada uno de nosotros, se nubla la profecía, sentimos nostalgia de la juventud y envejecer nos parece una maldición. Entonces no llegamos nunca a la hermosa vida adulta. La profecía mantiene la verdad de la experiencia de la juventud durante toda la vida, porque la transforma en una experiencia del alma. La tierra nueva no es la tierra de ayer. Tampoco es la tierra de mañana. Es sencillamente nuestra tierra, la única que tenemos aquí y ahora: «Así como los cielos nuevos y la tierra nueva que yo hago permanecen en mi presencia» (66,22).
Sólo el presente puede durar para siempre. La Biblia y los profetas siguen repitiéndonos que el pecado más grande es que renunciemos a vivir, encantados por el pasado o engañados por el futuro. Todo el cielo y toda la tierra se concentran en este presente nuestro, pobre pero habitado, profundo e infinito. Esta es la “vida eterna” que nos entrega la profecía bíblica.
Llegamos al último capítulo de este comentario al libro de Isaías, escuchando la vida que Isaías nos desvela y nos muestra dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Cada vez que termino el comentario a un libro bíblico – Génesis, Éxodo, Job, Qohélet y ahora Isaías –, al cerrar la última página experimento una verdadera melancolía. Pienso que el próximo domingo no estaré en compañía de los personajes del libro que, capítulo tras capítulo, se han convertido en personajes vivos de mi alma. Ahora también me parece imposible no estar la semana que viene al lado de Isaías, leyéndolo, leyendo a sus comentaristas, dejándome amaestrar y alimentar por su sabiduría. Estos seis meses transcurridos junto a Isaías han sido maravillosos. Los descubrimientos que he realizado, desde el primer capítulo hasta el último, han sido cada cual más hermoso, y muchas veces me han dejado sin aliento.
Termino con una última “sorpresa”, que me ha llegado durante la fiesta de la Epifanía (6 de enero, NdR). Isaías es el profeta de la luz y la oscuridad, juntas. Pocas páginas de la Biblia son tan luminosas y brillantes como la “gran luz” que anuncia Isaías. Pocas páginas de la Biblia y de toda la literatura son tan tenebrosas como algunos versos de Isaías. El canto del centinela, “Shomer ma-millailah”, tal vez el más hermoso de todos, es un diálogo nocturno, un canto de una luz maravillosa. Es como en la vida, donde la oscuridad y la luz se entrecruzan, hasta que un día comprendemos que son la misma cosa. Toda la vida buscamos la luz, sobre todo si un día vimos su esplendor, en la llamada. Después, otro día, nos damos cuenta de que la oscuridad que llegó ocultando el primer sol, no era la negación de la luz. No era sino una luz distinta, menos luminosa pero más verdadera. Isaías es maestro de la luz porque es verdadero conocedor de la noche.
La imagen del centinela es, entre las muchas que el libro de Isaías nos regala para describir la vocación profética, la que mejor expresa el secreto, la naturaleza íntima de la vida de los profetas: son anunciadores del alba durante la noche, en el diálogo con los viandantes. Los profetas se encuentran en la misma noche, pero, por vocación, están seguros del alba. No saben cuándo llegará, pero saben que llegará, y así nos lo dicen, nos lo gritan. Cuando no hay profetas, hay una enorme carestía de anuncios del alba. Y la noche sin la esperanza de la Aurora es una noche infinita.
Es típico de la infancia contraponer la oscuridad a la luz. Cuando somos niños, una es enemiga de la otra. La luz es buena, bella, alegre; la oscuridad es fea, temible, mala. Después, cuando crecemos, aprendemos los valores de la noche. Vivimos, trabajamos y amamos de día y de noche. Entendemos que la noche es el tiempo de los sueños, y aprendemos a soñar también de día. Pero mientras que en la vida natural y social todos sabemos que no es posible vivir sin la alternancia noche-día, sin descubrir la luz en la oscuridad y la oscuridad en la luz, en la vida espiritual permanecemos en la infancia demasiado tiempo. A veces seguimos durante toda la vida amando la luz y odiando la oscuridad, desconociendo el trabajo, el amor y los sueños de la noche. Así no nos hacemos nunca adultos y quedamos atrapados entre el recuerdo de la luz de ayer y el deseo de la luz de mañana, perdiendo la única luz buena que se nos ha dado: la luminosa y oscura luz del presente.
Nunca había escrito cosas como estas antes de empezar a estudiar y a comentar a Isaías. No las había dicho nunca, porque no las sabía. Al igual que desconocía la práctica totalidad de las palabras con las que he comentado el libro de Isaías y los demás libros bíblicos. La característica más extraordinaria de la profecía bíblica es su capacidad para generar: al leerla y estudiarla somos engendrados a una nueva comprensión del presente, de la historia, de la sociedad, de la economía, de las religiones y de la vida propia y ajena. La Biblia es un gran bien común, un don gratuito que sólo espera ser “visto”.
Así pues, la última palabra, también hoy, no puede ser otra que “gracias”. Al inmenso Isaías, a su Dios que es el Dios de todos. Al diario “Avvenire”, que en la persona de su director, Marco Tarquinio, sigue dándome la confianza necesaria para poder generar nuevas palabras libres. A los lectores, que me han acompañado y me han escrito muchas cartas hermosas, animándome y corrigiéndome. A los muchos biblistas, poetas, escritores y artistas que me han dado ideas. De momento dejaré el trabajo sobre la Biblia. Pero, si tengo fuerzas, cuento con retomarlo dentro de algunos meses. Para seguir buscando nuevas palabras. Para seguir aprendiendo a hablar. Para seguir dialogando en la noche, en la luz.
Publicado en Avvenire el 08/01/2017
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