La fidelidad y el rescate/4 – ¿Y si esta gran “noche de Dios” fuera un largo combate con el ángel?
«El apego es ruinoso, y es tu enemigo. Quien forma un vínculo está perdido». Philip Roth, El animal moribundo.
Noemí llega a Belén en compañía de Rut. Allí continúa el diálogo con otras mujeres y, sintiéndose condenada por Dios, pide en vano no ser llamada “la dulce” sino “la amarga”.
«Al ver que se empeñaba en ir con ella, Noemí no insistió más» (Rut 1,18). Rut acaba de pronunciar su declaración de fidelidad incondicional a Noemí, y esta no reacciona. Incluso parece molesta por su obstinación. Rut tiene la vocación de seguir a Noemí, pero Noemí no tiene la de estar con Rut. Rut es quien ve en esa relación fiel su lugar en el mundo, no Noemí.
No es extraño encontrar en las vocaciones humanas este orden asimétrico, esta reciprocidad imperfecta. Alguien siente claramente una vocación, y lee su nombre en el seguimiento de una persona, de una comunidad o de un carisma. Entonces lo deja todo y se pone en camino, llora y llega. Y al llegar a la tierra prometida se encuentra, igual que Abraham, en una tierra extranjera, como huésped no residente y no grato de sus habitantes. Algunas veces, parece que a la persona por la que nos hemos sentido llamados casi le molesta vernos por allí – o, al menos, eso nos parece a nosotros. Estas cosas ocurren (y pueden durar incluso meses o años) sencillamente porque las voces que nos llaman son más grandes que las personas que las encarnan.
Ningún carismático es el carisma: le da voz, rostro y carne, pero es distinto y más pequeño. Las personas tienen limitaciones, cometen errores y pecados. Nuestros ideales, no. Ellos son puros y perfectos. Nos ponemos en marcha siguiendo un ideal pero inevitablemente nos encontramos siguiendo a personas, con sus consiguientes limitaciones y pecados. Las vocaciones no acaban mal cuando somos capaces de seguir caminando sin detenernos por las limitaciones y los pecados que solo se desvelan a lo largo del camino (no en la primera vocación).
Afrontar el silencio del camino es un momento decisivo para la vocación de Rut. Elaborar las no-palabras de Noemí. Aceptar que está de más, algo que continuará tras llegar a Belén, cuando, en los diálogos de Noemí con las mujeres, Rut parece invisible e incapaz de dar consuelo y alegría a Noemí. «Siguieron caminando las dos hasta Belén. Cuando llegaron, se alborotó toda la población, y las mujeres decían: -¿No es esta Noemí?» (1,19). Noemí vuelve a su ciudad, diez años después de haberse marchado con su marido y sus dos hijos varones. Las tradiciones rabínicas han interpretado de distintas maneras este “alboroto” de la población (la Biblia sigue viva gracias a las múltiples interpretaciones de las palabras escritas y no escritas). El Midrash Rabbah añade que el día del regreso de Noemí se estaba celebrando el funeral por la mujer de Booz, el futuro “rescatador” de Rut, y que «todo Israel estaba reunido para rendirle homenaje».
El texto nos sigue mostrando un ambiente totalmente femenino: solo las mujeres hablan: “¿No es esta Noemí?” Es inmensa la capacidad que tiene la gran literatura para llevarnos a los lugares de ayer, para transportarnos a la plaza de Belén, hacernos sentir el olor del polvo y ver a las mujeres entre la tienda y la puerta susurrándose unas a otras, con el boca a boca típico de las mujeres de todo tiempo y cultura: “¿No es esta Noemí?”; añadiendo, tal vez: “Dios mío, ¡cómo ha envejecido!”, “¡Era tan guapa cuando se marchó…!”, “Está irreconocible”. Palabras siempre dolorosas para todos, pero sobre todo para las mujeres, más aún cuando la vejez se acerca y la juventud se escapa: «Antes solía ir en su palanquín, ahora camina con los pies descalzos, y tú dices: -¿No es esta Noemí? Antes llevaba vestidos de lana fina, mientras que ahora se viste con harapos y tú dices: -¿No es esta Noemí?» (Midrash Rabbah, Parashah Gimel). Escenas antiguas, eternas, que son también nuestras. Nos ponemos en marcha tras una voz, casi siempre una voz verdadera. Después llega la desventura y nos volvemos entre estos mismos susurros: “¡Qué estropeada está!”, “Era tan guapa de joven…”, “Pobre mujer”… Seguimos a un marido o a una mujer, y cuando llega la desventura, fuera o en el corazón, volvemos a casa: “¿No es esta Noemí?”. No siempre se trata de maldad. A veces es sencillamente la vida con su disciplina despiadada, que solo se aprende al final, cuando quizá ya no nos hace falta.
«Ella replicaba: -No me llaméis Noemí. Llamadme Mara, porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura» (1,20). No me llaméis “la dulce” (significado del nombre Noemí), sino Mara, “la amarga”. Quiere cambiar de nombre. La Biblia conoce bien los cambios de nombre. Narra algunos memorables, que han marcado momentos decisivos, desde Abram por Abraham hasta Saulo por Pablo, pasando por el gran combate del Yaboc cuando Jacob se convirtió en Israel, herido y bendecido por el ángel (Gen 32). Pero este nombre nuevo es distinto, porque Noemí sale de su lucha con Dios solo herida, sin bendición. Igual que Job (cap. 27). Este cambio de nombre se parece al de otra madre de Israel, en el mismo camino hacia Belén: «Cuando sentía los dolores del parto, le dijo la comadrona: -No te asustes, que tienes un niño. Estando a la muerte, para expirar, lo llamó Ben-Oni [hijo del dolor], pero su padre lo llamó Benjamín [hijo de la derecha]. Murió Raquel y la enterraron en el camino de Efrata – hoy Belén» (Gen 35,16-19).
Hay, quizá, algo femenino en estos cambios de nombre. Los nombres de los grandes personajes de la Biblia son cambiados por Dios, tras un encuentro, una teofanía o una nueva tarea, y generalmente son masculinos. Con Noemí y Raquel el nombre no lo cambia Dios, sino ellas mismas. O al menos lo intentan. En la Biblia, el nombre indica destino y vocación. Existe una sintonía espiritual especial entre las mujeres y la divinidad, y su relación única con la vida les otorga también una especie de (casi) paridad con el Dios de la vida – Eva no es solo pareja de Adán, es también pareja de Dios, de una forma distinta y más radical que con su marido. Las mujeres son las criaturas que más se parecen a Dios, porque dan la vida, y por eso son sus grandes aliadas en una intimidad casi enteramente desconocida por los varones. Pero este emparejamiento con Dios las hace también antagonistas. La suya no es la lucha cuerpo a cuerpo de Jacob-Israel, ni tampoco la de Job. No les gusta luchar en el campo de batalla, ni discutir sobre Dios con los “amigos”. En las mujeres, la más grande mansedumbre convive con la más grande tenacidad, cuando está en juego su nombre y el nombre del hijo.
Sus luchas distintas casi nunca se narran en los libros sagrados. A veces las encontramos en la literatura y en la poesía. Pero son bien conocidas por el corazón de las mujeres y por aquellos que las aman y las conocen. Son luchas de madres para no dejar que un hijo muera: saben que no es suyo, y sin embargo luchan hasta el último segundo, hasta agotar la última energía, y, si tienen que elegir entre salvar a Dios o salvar a un hijo, salvan al hijo (y así, a su manera, salvan también a Dios, porque saben que el Dios verdadero no quiere la muerte de los hijos, y salvando al hijo salvan también a Dios de ser peor). Más que en el Dios de los teólogos, las mujeres creen en el Dios de la vida, y a él le piden razones cuando la vida deja de responder al llamarla por su nombre. Es muy difícil engañar a una mujer en materia de vida. Ni siquiera Dios lo consigue. Por eso quieren cambiar de nombre, sienten que el suyo ya no es verdadero. Muchos hombres son capaces de vivir mucho tiempo con nombres falsos. Poquísimas mujeres pueden hacerlo, y casi ninguna durante mucho tiempo. Antes o después piden cambiarlo, y, si no lo consiguen, se quedan con el nombre falso, pero saben bien cuál es su verdadero nombre. «Partí llena, y el Señor me trae vacía. No me llaméis Noemí, que el Señor me afligió, el Todopoderoso me maltrató» (1,21).
Partí llena, regreso vacía. Tenemos aquí una imagen perfecta no solo del ciclo de Noemí. Es una descripción admirable del ciclo de la vida, del oficio de hacerse adultos. Partimos llenos – de compañeros, bienes, juventud, esperanzas, felicidad – y regresamos vacíos: solos, pobres, con el horizonte encogido y más bajo, infelices. Cuando se vive este ciclo juventud-adultez en la fe, Dios puede convertirse en el responsable de este vaciamiento. El Todopoderoso me ha hecho infeliz. El-Shadday, el Todopoderoso, que la traducción griega de los Setenta traduce como Pantocrator. Este nombre de Dios nos resulta querido, pero para comprenderlo en el contexto de Noemí no debemos pensar en el espléndido mosaico de Monreale, sino más bien en el Dios que ha destrozado a Job (el apelativo El-Shadday es usado pocas veces en la Biblia, casi exclusivamente en el libro de Job).
Es típico del comienzo de la fe adulta imputar a Dios nuestra nueva infelicidad. Recordamos los días felices, las grandes esperanzas, los sueños infinitos, sobre todo los amigos y los hijos. Después miramos hacia dentro y sentimos una soledad infinita, una desolación fuera y dentro del corazón. Y ahí nace el deseo de un nuevo nombre: Mara, porque el primer nombre es vivido como engaño e ilusión. Es el tiempo de la lucha con el ángel, del combate con Dios, cada uno a su manera, todos necesarios. Muchos ateísmos nacen de desilusiones que no han logrado convertirse en combates o de combates de los que hemos salido extenuados o derrotados. No siempre se triunfa en la lucha con Dios. He conocido “ateos” honestos que sencillamente han perdido esta lucha, y han huido del rostro que les ha destrozado – el Dios bíblico es mucho más complejo y ambivalente de lo que demasiadas veces se cuenta. ¿Y si esta gran “noche de Dios” que nos envuelve desde hace demasiado tiempo, fuese un largo combate nocturno con un ángel de El-Shadday que nos bendecirá?
La Biblia no acepta el nombre nuevo de Noemí. El en resto del libro, su nombre no será Mara. Seguirá siendo Noemí “la dulce”. Pero el autor ha querido conservar para nosotros el combate entre Noemí y Mara, tal vez para decirnos que no somos dueños de nuestro nombre, que debemos seguir creyendo aunque nos parezca falso y ya no nos responda. Hombre y mujeres juntos, si bien las mujeres nos recuerdan el valor infinito de la verdad del nombre. Nos dicen que es mejor un nombre amargo pero verdadero que un nombre dulce pero falso, que es preferible una cruz verdadera a una resurrección inventada. «Así fue como Noemí, con su nuera Rut, la moabita, volvió de la campiña de Moab. Empezaba la siega de la cebada cuando llegaron a Belén» (1,22).
Publicado en Avvenire el 18/04/2021