Profecía e historia / 21 – Nadie puede obligar a Dios a ser menos humano que los mejores padres y madres.
«Una teoría puramente sacrificial de los evangelios debería basarse en la epístola a los hebreos. Pero creo que esta epístola no logra captar la verdadera singularidad de la pasión de Cristo, y deja en la sombra la absoluta especificidad del cristianismo».
René Girard, El chivo expiatorio.
La relación entre religión y violencia es uno de los grandes temas de la Biblia y de la vida, que toca temas de enorme actualidad como la meritocracia y la teología de la expiación.
La ideología del mérito es también ideología del demérito. Los sistemas que premian a los merecedores necesariamente deben castigar a los no merecedores. Toda meritocracia es a la vez demeritofobia. Sin castigar a aquellos que son merecedores de castigos no es posible premiar a aquellos que son merecedores de premios. Pero, dado que somos mucho más capaces de encontrar culpas (en los demás) que méritos, en los sistemas meritocráticos sobreabundan las penas, porque en la base de todo sistema meritocrático hay un profundo pesimismo antropológico, aunque vaya disfrazado de bonitas palabras acerca de las virtudes y los premios. Premiando solo a los “ganadores” y a aquellos que alcanzan la cima del “monte refulgente” (la meritocracia es necesariamente jerárquica y posicional), olvida que todos somos merecedores de maneras distintas, que en cada persona puede haber y hay un camino de excelencia que no puede ni debe ser comparado jerárquicamente con el de otras personas ni ser medido con indicadores únicos e iguales para todos.
Ciertamente no es casualidad que el crecimiento de la cultura empresarial, que es el primer vehículo de la meritocracia, coincida hoy con una fase de justicialismo y endurecimiento de las penas. «El profeta Eliseo llamó a uno de la comunidad de profetas y le ordenó: Átate el cinturón, toma en la mano esta aceitera y vete a Ramot de Galaad. Cuando llegues, busca a Jehú. (…) Toma la aceitera y derrámasela sobre la cabeza, diciendo: Así dice el Señor: te unjo rey de Israel» (2 Re 9,1-3).
En Israel reina Jorán. Eliseo reconoce y legitima una insurrección, consagra y alienta lo que hoy consideraríamos un golpe de estado, que el texto nos presenta como una reforma yahvista y anti-idolátrica. La saga de Jehú, marcada por escenas de violencia atroz, nos obliga a reflexionar sobre un gran tema que atraviesa la Biblia entera: la relación entre religión y violencia; la paradoja de un Dios que parece servirse de la violencia de los hombres para realizar su diseño de salvación. Eliseo, para cumplir una profecía de Elías (1 Re 19,16), manda a un discípulo a consagrar a uno de los reyes más cínicos y sanguinarios de Israel. Da su bendición a un hombre que, para restituir la pureza del culto de YHWH, se manchará de crímenes monstruosos “en nombre del Señor”. La necesidad radical de justicia divina que marca toda la Biblia – YHWH es un Dios distinto y verdadero porque es justo – conlleva una ley simétrica del talión, donde cada uno recibe su merecido, para bien o para mal. Dios es justo porque premia a los buenos y castiga a los malos.
Así es como los hombres comenzaron a formar su sentido de la justicia con el que después escribieron códigos y constituciones que superaron en humanidad a muchas de las justicias escritas en la Biblia y en otros libros sagrados. Muchas veces se ha usado la Biblia para justificar las guerras santas y los genocidios de los infieles e idólatras, porque hay muchas páginas bíblicas que se prestan perfectamente para ello. Así, al final de la saga de Jehú, leemos: «El Señor dijo a Jehú: Por haber hecho bien lo que yo quería, (…) tus hijos, hasta la cuarta generación, se sentarán en el trono de Israel» (2 Re 10,30). Por haber hecho bien lo que yo quería: es decir el asesinato de Jorán, de Ocozías rey de Judá, de la reina Jezabel y de los setenta hijos decapitados de Ajab, así como el exterminio de todos los familiares de Ocozías, de todos los fieles a Jorán en Samaría y de todos los fieles de Baal.
Otros dos temas se entrecruzan en estos dos capítulos tremendos: la expresión shalom y la lealtad equivocada. En el capítulo nueve, la palabra shalom aparece muchas veces. Jehú va a visitar al rey Jorán, que está en Israel curándose de sus heridas. Este, en cuanto le ve, le pregunta: «¿Buenas noticias, Jehú?», es decir: Jehú, ¿traes shalom? «Jehú respondió: ¿Cómo va a haber shalom mientras Jezabel, tu madre, siga con sus ídolos y brujerías?» (9,22). ¿Cuál es el significado de shalom en la cultura bíblica? Shalom es una palabra muy rica en significados. El significado más inmediato es paz, bienestar, prosperidad, bien. Pero la palabra remite a la idea de equilibrio, de restablecimiento de un orden roto, hasta tal punto que algunas variantes (shulam y meshulam) se refieren a la acción de pagar. Paz y pagar tienen la misma raíz. Pagar viene de pacare, hacer paz, quietud (el finiquito, la carta de pago que se da al deudor cuando paga, se llama también quitanza). Shalom incorpora la idea de justicia como reparación, como extinción de la deuda y restablecimiento del equilibrio. No hay paz mientras una de las dos partes perciba un desequilibrio en su contra. Por eso los contratos de extinción de deudas se sellan con un apretón de manos en señal de paz, de shalom.
En esta línea se desarrolla el acontecimiento sanguinario de Jehú. Jehú es elegido por YHWH y por sus profetas para dar equilibrio a Israel, para hacer que los reyes idólatras y sus familias “paguen” por sus culpas y de este modo tener shalom. Jehú, ante esta petición de shalom, tiene que responder: ¿Cómo va a haber shalom mientras Jezabel, la madre del rey, siga con sus idolatrías? Para tener shalom es necesario restablecer el equilibrio roto por la corrupción religiosa. Este shalom de la religión económica-retributiva es característico de muchas páginas bíblicas: débitos y créditos, pagos y cobros, partidas abiertas y cerradas por un Dios contable que todo lo registra, hasta mil generaciones después. El episodio cruel del asesinato de la reina Jezabel debe ser leído dentro de esta lógica. A Jezabel ya la hemos conocido antes por su persecución de los profetas de YHWH y por la viña de Nabot. No es casualidad que Jehú, tras matar con una flecha a Jorán, ordene a su soldado: «Agárralo y tíralo a la heredad de Nabot, el de Yezrael» (9,25). De este modo se hace justicia a Nabot, se restablece el shalom. Para que Nabot tenga justicia hay que pagar un precio, y este solo puede ser la sangre que corre en dirección inversa. Lo mismo por lo que se refiere a la ejecución de la reina Jezabel, la verdadera autora del delito: «Jehú llegó a Yezrael. Jezabel, que se había enterado, se sombreó los ojos, se arregló el pelo y se asomó al balcón (…) Jehú levantó la vista al balcón y preguntó: ¿Quién se pone de mi parte? ¿Quién? Se asomaron dos o tres eunucos, y Jehú ordenó: ¡Tiradla abajo! La tiraron; su sangre salpicó la pared y a los caballos, que la pisotearon» (9,30-33). La sangre de Nabot es pacificada (shalom) por la sangre de la reina que le hizo morir injustamente. Como si la sangre de un injusto pudiera lavar la derramada por un inocente. Ayer igual que hoy.
En este episodio, triste y lleno de pietas, llama la atención el detalle de la reina, que ya no es joven, maquillándose para prepararse a un encuentro que sabe decisivo. Es como si quisiera llegar hermosa y atractiva a la cita con la muerte. Lo vemos muchas veces en las casas y en los hospitales, y estas visiones son siempre muy humanas. Con este episodio entramos, aunque sea rápidamente, en el otro tema de este ciclo narrativo: la falsa lealtad. Esos dos o tres cortesanos comprenden que el viento político ha cambiado. Son imagen de los colaboradores pelotas que no dudan en tirar a la reina por la ventana y dejar que los caballos pisen a la persona a la que habían adulado hasta un segundo antes. El mismo tema retorna en el otro gesto tremendo de Jehú. Ajab, el marido de Jezabel, «tenía setenta hijos en Samaría. Jehú escribió cartas y las envió a Samaría, a los notables de la ciudad, los ancianos y los preceptores de los príncipes» (10,1). En la segunda carta, Jehú escribe: «Si estáis de mi parte y queréis obedecerme, mañana a estas horas venid a verme a Yezrael, trayéndome las cabezas de los hijos de vuestro señor» (10,6). “Cabeza” en hebreo indica tanto la parte superior del cuerpo humano como el propio individuo. Ante la duda, los notables de Samaría en lugar de interpretar la palabra en el sentido más humano y llevar a los setenta niños príncipes ante el nuevo rey, «cuando les llegó la carta, prendieron a los setenta hijos del rey, los degollaron, pusieron las cabezas en unos canastos y se las mandaron a Jehú a Yezrael» (10,7). Otro ejemplo de lealtad aduladora: para contentar al nuevo soberano cruel, se interpretan sus palabras en el sentido más cruel. Es el exceso de maldad como señal de lealtad y devoción, con la esperanza de crear una deuda de reconocimiento en el jefe para poder usarla en provecho propio. El adulador, aunque parezca actuar en beneficio del jefe, siempre actúa por su propio interés. Pero Jehú no comprende ese gesto excesivo y extremo: «¿Quién ha matado a todos estos?» (10,9). Los aduladores no son apreciados ni siquiera por sus jefes adulados; los usan, los utilizan, pero no los aman ni los estiman.
Los hombres siempre han intentado asociar a Dios a sus cálculos económicos, a su shalom de precios y compensaciones. Lo han llamado “Señor de los ejércitos”. Hoy seguimos llamándolo así, aunque ese dios no viva en el cielo sino solamente en una persona o en una idea. Tenemos una necesidad insuperable de simetrías, de penas que recreen el orden roto. Es una necesidad nuestra. Pero esa necesidad nuestra ha producido teologías y religiones que han obligado a Dios a hacerse menos humano que las mejores mujeres y hombres. Pero un día, ese mismo humanismo bíblico generó un hombre distinto, que nos enseñó otro shalom, que ya no está ligado a los pagos ni a los precios; un reino donde la paz no nace de los equilibrios sino de los desequilibrios, donde quien recibe una ofensa no clama venganza sino que perdona setenta veces siete, donde el amor no compensa débitos con créditos sino que crea siempre otros nuevos: otro shalom, otro reino, otro amor-agape. Pero nosotros hemos hecho todo lo posible para hacerlo caber dentro de las reglas de nuestros equilibrios y nuestros pagos. Hemos llegado a contar que su muerte fue el precio pagado por un Hijo distinto a un Padre que solo era posible satisfacer mediante la sangre de un hijo. Estas teologías de la expiación olvidan que en la tierra ningún padre quiere la sangre de sus hijos, y para que el cielo pueda ser un lugar al menos tan hermoso como la tierra, el padre del cielo no puede ser menos bueno que nosotros. Cuando Jesús nos permitió llamar a Dios “Padre nuestro”, nos dijo que para entender y conocer a Dios tenemos que mirar a las madres y a los padres.
Original italiano publicado en Avvenire el 27/10/2019