En Italia se ha instalado un debate sobre la iniciativa del Gobierno de fijar un “ingreso ciudadano” a ser entregado a las personas pobres.
El primer problema, radical, que tienen aquellos que se dedican a estudiar, a escribir o a legislar sobre la pobreza es la incompetencia. Dado que no somos generalmente pobres, no poseemos ese conocimiento específico que solo tienen quienes viven en condiciones de pobreza. Los discursos y las acciones sobre la pobreza son a menudo ineficaces, cuando no dañinos, porque son abstractos precisamente por falta de competencia. No es casualidad que dos de los mayores estudiosos de la pobreza, Muhammad Yunus (premio Nobel de la paz) y Amartya Sen (premio Nobel de economía) sean originarios de Bangladesh e India, respectivamente. Ambos proceden de experiencias de contacto con la pobreza de verdad y no han dudado en “mojarse” contribuyendo a crear instituciones y proyectos para aliviar la pobreza (Grameen Bank y el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas). Para entender la pobreza e intervenir en ella no basta el sentido común, que con frecuencia causa muchos daños. Por el contrario, hay que trabajar mucho, haciendo todo lo posible para adquirir, con el estudio y el contacto frecuente con las personas a las que se quiere ayudar, las competencias que faltan y son necesarias.
Lo primero que se entiende cuando se dejan los despachos y los estudios de televisión para entrar en la pobreza concreta, es hasta qué punto resulta inadecuada una de las ideas más radicadas de la sociología del siglo XX, conocida como “pirámide de Maslow“, demasiado abstracta para ser verdadera. ¡Cómo pensar que las personas tenemos necesidades ordenadas por una jerarquía piramidal, en cuya base se encuentran las necesidades fisiológicas (hambre, sed, calor y frío…) y solo una vez satisfechas estas podemos permitirnos el lujo de pasar a las necesidades de orden superior (seguridad y protección), y después a las de pertenencia y luego a las necesidades de estima, para terminar, una vez saciados, calientes y estimados, dándonos el lujo de dedicarnos a las necesidades de autorrealización que ocupan el vértice de la pirámide! Como si las personas no murieran también por falta de estima y de sentido, o como si la visita cada noche de una nieta al abuelo hospitalizado alimentara menos que la sopa. Esta antigua teoría (de 1954) ha sufrido muchas críticas, desarrollos y rectificaciones, pero la idea de que existen necesidades primarias y esenciales vinculadas al cuerpo, al vestido, al techo y solo después necesidades más “altas”, sigue estando muy radicada en las políticas públicas y en la cultura media de la población. De hecho, la encontramos también, implícita, en el debate actual sobre la renta de ciudadanía.
Cuando yo era niño, la renta de mi padre (vendedor ambulante de pollos y gallinas) durante muchos años no llegaba al equivalente a los 780 euros de los que se habla hoy (NdR, casi 900 dólares) y nadie sabía si el dinero llegaría todos los meses a casa, donde lo esperábamos mi madre y los cuatro hijos. Pero en los cumpleaños y en los Reyes Magos nuestros regalos tenían que ser tan bonitos como los de nuestros compañeros de escuela más ricos. Mi padre renunciaba incluso a algunos bienes primarios, pero no ahorraba en aquellos juguetes porque no quería que nos avergonzáramos en la escuela. Estaba en juego su dignidad y la nuestra. Mis abuelos eran agricultores y tuvieron que alimentar a siete hijas, pero en las fiestas importantes tenía que haber comida y vino de sobra. Aquellas comidas excesivas no eran menos esenciales que las patatas y el pan de cada día, porque eran momentos decisivos donde se recreaban y cuidaban los vínculos sociales que unían a los miembros de la comunidad e impedían que cayeran todos en los días difíciles, cuando la falta de bienes primarios se suplía con estos otros bienes igual de primarios. Cuando fui a estudiar al extranjero, el dinero no me llegaba para pagar el tren y comprar un periódico en italiano. Le pedí a un amigo que me dejara una bicicleta, de modo que me ahorraba el billete del tren y con esos dos francos podía leer artículos que están en la raíz de lo que he escrito muchos años después y de lo que escribo ahora.
La teoría de la pobreza de Amartya Sen se basa en un axioma fundamental, una especie de piedra angular de su edificio científico: la pobreza es la imposibilidad que tiene una persona para llevar la vida que le gustaría vivir. Por tanto, la pobreza es una carestía de libertad efectiva, porque la falta de lo que él llama capabilities (capacidad de hacer y de ser) se convierte en un obstáculo, muchas veces insuperable, para llevar la vida que nos gustaría.
Una de las capacidades fundamentales para Sen consiste en poder salir en público sin avergonzarse (de sí mismo y de los juguetes de los niños). Es una de las ideas económico-sociales más revolucionarias y humanísticas del último siglo.
El primer mensaje, serio y preocupante, es esta visión competente de la pobreza es el relativo a la dificultad de aumentar las libertades con dinero. Algunos de estos obstáculos, generalmente la mayoría, no son consecuencia de la falta de renta, sino de la falta de capabilities, que son una especie de bien capital (stock). Esta ausencia se crea a lo largo de los años, con frecuencia ya desde la infancia. La falta de renta es un efecto de la ausencia de capitales. Estos bienes capitales son la enseñanza, la salud, la familia, la comunidad, los talentos laborales, las redes sociales. Para cuidarlos es necesario realizar intervenciones estructurales que requieren mucho tiempo, voluntad política y el compromiso serio de la sociedad civil. Si las personas no usan la renta que reciban del gobierno para fortalecer o crear algunos de estos capitales, ese dinero no reducirá la pobreza, porque las personas seguirán siendo pobres aunque con un poco más de consumo. El primer bien capital a partir del cual puede una persona volver a empezar tiene un nombre antiguo pero muy hermoso: trabajo.
Pero hay un segundo mensaje. Si estos 780 euros (como máximo) no se convierten en una mayor libertad para comprar libros o periódicos, para organizar una fiesta o un viaje, para comprarle un juguete a un niño o una pulsera a la novia, para preparar una cena abundante con los amigos más queridos con la que decirles que finalmente nuestra vida está cambiando y que hemos comenzado de nuevo a tener esperanza…, esa renta no reducirá ninguna pobreza o reducirá sus aspectos menos importantes.
Todos sabemos, o deberíamos saber, que debido a la misma naturaleza “capital” de muchas formas de pobreza, el peligro de que el dinero de la renta de ciudadanía acabe en los lugares equivocados es muy alto. Por eso debemos hacer todo lo posible para eliminar y reducir algunos de estos lugares equivocados (empezando por los juegos de azar). Pero si es cierto que la pobreza es falta de libertad, entonces no ofendamos a la libertad con listas de “bienes primarios” escritas en un despacho, o con controladores que deberían decirnos si un libro o un juguete cuestan demasiado para que un “pobre” se lo pueda permitir. La primera “renta” que necesitan muchos pobres de nuestros países es darles una señal de confianza y dignidad. Que alguien les diga que son pobres, pero antes son personas adultas y pueden decidir, también ellos, si es más primario un vestido o un regalo para una persona querida…
He descubierto que para ayudar a personas en situación de pobreza en primer lugar me debo dejar ayudar por ellas; ellas me capacitan para descubrirlas. He descubierto que en la medida que las conozco y me permiten amarlas el que dejo de ser pobre soy yo. Los bienes que circulen en esta relación no son una ayuda sino una corriente amorosa. Calificar las necesidades de quienes están privados de la capacidad de desenvolverse por falta de recursos es un error, de la interrelación sana se genera sabiduría; intercambio de valores. En esta gratuidad el juego de azahar se convierte en un anti valor porque la felicidad no esta en la suerte sino que reside en la relación. Cuando pasaba algunas estrecheces me preguntaban como me permitía, cuando recibía ayuda, gastar en tomar un café en una mesa de bar; “conoces acaso mi pobreza” este café me permite un abrigo para hacer lectura para mi enriquecimiento, es el lugar donde puedo hacerlo, no cuento con otro; esto produjo grandes frutos en mi vida. Ella se avergonzaba porque su indumentaria no era aceptable para concurrir al colegio con dignidad, ni sus útiles los adecuados para sentirse cómoda. Ni tenía conectividad, tenía que rebuscarse para pagarse el pasaje y ya no quería ir al colegio, ni contaba con que desarrollar una vida de relación. La solución era poner dinero en sus manos, y no, si antes no hubiera habido una relación profunda; dialógica. ¿Cómo reparar la carestía? Esto comienza por la relacionalidad y como consecuencia la circulación de bienes, todos nos enriquecemos en esta dinámica; no hay un sujeto pasivo y otro activo, el que recibe y el que da; esto sería muy descarnado; todos damos y recibimos, todos nos enriquecemos. Lo que salva es la relacionalidad.