El alba de la medianoche/27
«Un pueblo que cree en sí mismo tiene también su Dios propio. Proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias por todo eso. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un Dios al que “sacrificar”… Donde declina la voluntad de poder, se registra un decaimiento fisiológico, una “décadence”. La divinidad de la “décadence” se convierte en el Dios de los fisiológicamente decadentes, de los débiles.»
Friedrich Nietzsche, El Anticristo
Hay momentos decisivos en los que la fe y la esperanza son prácticamente una misma cosa. Esto es lo que ocurre cuando la pregunta: “¿tú crees?” nos parece demasiado pequeña e incapaz de captar la riqueza del misterio de nuestro corazón. Cuando perdemos la fe sencillamente porque nos hacemos adultos y la primera fe infantil no logra crecer junto al amor y al dolor propio y ajeno, entonces puede que la fe vuelva a casa de la mano de la esperanza. La esperanza es más resiliente que la fe, pues incluso bajo un cielo vaciado siempre podemos esperar que las palabras buenas que nos decían que en el mundo había un amor más grande fueran verdaderas; que algunas fueran verdaderas, al menos una. Aunque dejemos de creer en Dios, siempre podemos esperarlo. Podemos esperar que nuestro mayor haya sido el que cometimos el día en que dejamos de rezar, pero aquel día no podíamos saberlo. Y esta esperanza, humilde y mansa, se convierte en una nueva oración verdadera, que llena de vida y de belleza la humanísima e inquieta espera del todavía-no.
«Juan, hijo de Carej, y sus capitanes reunieron al resto de Judá, (…) y también al profeta Jeremías y a Baruc, hijo de Nerías. Y llegaron a Egipto, sin obedecer al Señor» (Jeremías 43, 4-7). Los supervivientes llevan consigo a Jeremías y a su discípulo Baruc a Egipto. Le llevan en medio de ellos, como si fuera una nueva arca de la Alianza. No escuchan sus palabras, pero el pacto con ese Dios distinto y los relatos de los patriarcas y de la liberación a través del mar, siguen vivos en sus cromosomas morales y espirituales y, de algún modo, siguen determinando sus acciones.
Es lo mismo que les ocurre a quienes olvidan la fe de los padres y las oraciones aprendidas en la infancia, pero experimentan un dolor verdadero cuando un terremoto destruye la iglesia del pueblo donde de pequeños escuchaban palabras buenas. Puede que esta fe no sea solo cultura o nostalgia de la infancia. Puede que actúe a un nivel más profundo de nuestra psicología, que obre sin que seamos conscientes, a veces incluso a nuestro pesar, como un instinto o un destino. Puede que no escuchemos a los profetas, puede que incluso los matemos, pero hay un “resto” del alma que puede sintonizar con su voz. Por eso los queremos con nosotros. No les escuchamos, pero nos gusta tenerlos cerca, a nuestro lado, por esa necesidad de vida y de verdad que también sienten los malvados. Cuando somos malos, no dejamos de ser humanos. Somos Adán antes que Caín, y seguimos siendo Adán después de Abel. Seguimos siendo imagen y semejanza de aquel a quien podemos no escuchar con los oídos, pero no podemos evitar escuchar con los tuétanos. Esta es la antropología bíblica.
Tras llegar a Egipto con la caravana, Jeremías sigue simplemente realizando su tarea, cumpliendo su destino. Sigue profetizando en nombre de YHWH, hablando con la boca y con los gestos: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías en Tafne: “Agarra unas piedras grandes y entiérralas en el mortero del pavimento que está a la entrada del palacio del faraón en Tafne, en presencia de los judíos”» (43,8-9). El sentido del gesto queda claro de inmediato: «Yo mandaré a buscar a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y colocaré su trono sobre estas piedras que he enterrado, y plantará su pabellón sobre ellas» (43,10). Han huido a Egipto, pero no pueden escapar a su triste destino. En Egipto, YHWH sigue hablando a Jeremías y entregándole mensajes para el pueblo. Y Jeremías obedece. Lo ha hecho toda la vida y lo sigue haciendo en el exilio, sin patria y sin templo. Esta voz nómada y errante, que habla sin templo, entre deportados y nuevos dioses, expresa una vez más la radical laicidad del humanismo bíblico: para encontrar el espíritu divino en la tierra solo hacen falta personas humanas, voces de hombres y de mujeres, manos, ojos y cuerpos. El único templo imprescindible bajo el sol somos nosotros. Tal vez en este tiempo nuestro, donde Dios habla cada vez menos en los templos, podamos esperar escuchar su voz si encontramos y reconocemos al menos a un profeta.
Jeremías sigue profetizando y los suyos siguen sin escucharle: «Así dice el Señor, Dios de Israel: “¿Por qué me irritan con las obras de sus manos, quemando incienso a dioses extraños en Egipto?”» (44,7-8). Al final de su misión y de su vida, Jeremías se encuentra combatiendo las mismas batallas de los primeros tiempos en Anatot. Sobre todo, vemos su eterna y continua lucha contra la idolatría, la gran enfermedad de Israel y de todas las religiones, que los profetas podrían curar si fueran escuchados: «Todos los hombres que sabían que sus mujeres quemaban incienso a dioses extraños y todas las mujeres que asistían y los que habitaban en Patros respondieron a grandes voces a Jeremías: “No queremos escuchar esa palabra que nos dices en nombre del Señor, sino que haremos lo que hemos prometido: quemaremos incienso a la reina del cielo y le ofreceremos libaciones; igual que hicimos nosotros y nuestros padres, nuestros reyes y jefes en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén”» (44,15-17). Coherentes y sinceros en su rechazo hasta el final.
El hecho de que encontremos la misma (y vana) lucha contra la idolatría al final del libro y al final de la profecía de Jeremías, deportado, cansado y viejo, tiene una enorme importancia. El día en que Jeremías recibió la vocación, YHWH le dijo: los reyes, los sacerdotes y todo el pueblo «te harán la guerra, pero no te vencerán» (1,19). ¿Cómo es que los enemigos no han “vencido”? En realidad, si recorremos el libro entero, nos daremos cuenta de que Jeremías sabía, por vocación, que el pueblo estaba demasiado deteriorado como para convertirse. Siempre ha tenido que anunciar el final. ¿Dónde está, pues, la “victoria” de Jeremías? Antes que nada, hay que decir que los profetas no quieren vencer, solo quieren responder a su vocación, resistir hasta el final en la falta de éxito y en la frustración, no apagar su voz y dejar que siga gritando en el desierto donde nadie escucha. En ese sentido, Jeremías sí que “ha vencido”.
Los profetas saben que no pueden ganar sus batallas idolátricas. La idolatría es invencible, porque a los seres humanos nos gusta demasiado construir ídolos. Hasta el final, el libro de Jeremías nos explica una y otra vez la naturaleza de la idolatría y por tanto su carácter inevitable: «Desde que dejamos de quemar incienso a la reina del cielo y de ofrecer libaciones carecemos de todo, y morimos a espada y de hambre» (44,17-19). La raíz de la idolatría es nuestra tendencia radical a transformar la relación con la divinidad en un intercambio comercial. Creemos en un dios mientras nos conviene, mientras esa divinidad en particular satisface nuestras necesidades; y cambiamos de dios en cuanto pensamos que otro “dios” servirá mejor a nuestros intereses. Cuando cambiamos un dios por otro más conveniente estamos diciendo claramente que tanto el dios viejo como el nuevo son, simplemente, ídolos, es decir experiencias de consumo para buscar nuestro interés. La relación idolátrica consiste en consumirse recíprocamente: el ídolo consume a su creyente y el idólatra consume al ídolo, hasta el recíproco holocausto total.
La idolatría regresa puntualmente cada vez que en la experiencia religiosa o ideal prevalece la dimensión del consumo de bienes espirituales, la búsqueda de emociones fuertes, la satisfacción de los propios intereses y del placer. Los hombres y las mujeres siempre lo han hecho. Y lo siguen haciendo, dentro y fuera de las religiones, dentro y fuera de la iglesia y de los movimientos y comunidades religiosas. Es natural, es humano, buscar una relación de conveniencia también con Dios. Pero no es la experiencia de Dios que los profetas ofrecen y defienden.
La relación con el Dios bíblico le conviene al hombre en grado máximo. Pero esa conveniencia se sitúa en un plano distinto al económico, al del consumo y el placer. Esta es la gran enseñanza de Job, de los evangelios y de los profetas. No es la conveniencia del poder y de la riqueza. La conveniencia del Dios bíblico tiene que ver más bien con la impotencia de Job, la derrota de los profetas, la “potencia” del Sermón de la montaña, la “debilidad” de un Dios omnipotente que no consigue convertir ni siquiera a su pueblo. Todas las veces, y son muchas, que medimos la conveniencia de la fe con el metro de nuestro consumo y de nuestro placer ya estamos dentro de una relación idolátrica, aunque a nuestro ídolo conveniente le demos el nombre de Dios. No debemos olvidar que, en las faldas del Sinaí, el nombre que se le dio al becerro de oro, paradigma de todo ídolo, fue el de YHWH: «Entonces ellos exclamaron: “Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto”. Viendo esto Aarón, erigió un altar ante el becerro y anunció: “Mañana habrá fiesta en honor de YHWH”» (Éxodo 32,4-5). Quizá el principal motivo que hace invencible la idolatría sea precisamente el nombre: el ídolo de hoy lleva con frecuencia el mismo nombre que el Dios de ayer, y lo celebramos bajo el mismo monte, en los mismos altares y con las mismas oraciones.
La tenaz lucha de los profetas contra la idolatría, que la Biblia ha conservado, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra idolatría (nosotros, en cambio, vemos antes la idolatría de los demás). Después, nos da esperanza en que un día podremos oír una voz distinta más allá de los muchos ídolos que llenan nuestra casa. La fe bíblica, toda fe, es auténtica si nos ayuda a tomar conciencia de nuestra natural e inevitable condición idolátrica, y por consiguiente deja que nazca en el alma el deseo de algo más verdadero. Y nos lo repite cien veces, mil veces, a lo largo de la vida. Hasta el final, cuando nos ayudará, si no hemos dejado de escucharla y frecuentarla, a distinguir al ángel bueno de la muerte del último ídolo desconocido. Ese será nuestro último gracias a la Biblia, a los profetas, a la vida.
Publicado en Avvenire el 22/10/2017