En los ochenta se luchaba para rescatar al país luego de años de dominio autoritario. Daniel Ortega se ha convertido él mismo en una pesadilla.
Si en los 80 el sandinismo de Nicaragua era el símbolo de una lucha contra la desigualdad y una injusticia que mataba, hoy el supuesto heredero de ese sueño se ha transformado en el mal aborrecido.
Daniel Ortega ha ganado las últimas elecciones – en un Estado que ha sido amañado para permitir que se perpetúe en el poder él y su familia -, con el lema de un país “socialista, cristiano y solidario”. Pero en los últimos meses la dura represión policial y parapolicial ha demostrado que su Gobierno no tiene nada de cristiano, y la corrupción y el nepotismo confirman que tampoco sea un ejemplo de socialismo y de solidaridad. El país sigue siendo uno de los más pobres de la región, entregado económicamente a sectores de la economía concentrados que aprovechan los mismos privilegios que, en teoría, Ortega y su esposa, vicepresidente, aborrecen.
Este fin de semana arroja un balance de otros cinco muertos más, y nada asegura que serán los últimos. De diálogo este proceso no tiene nada, y el pedido de que la Iglesia medie en el conflicto se parece mucho a la tentativa de ganar tiempo aferrándose al poder. La condena internacional es cada vez mayor, así como manifiestan preocupación el sistema Interamericano de Derechos Humanos, la OEA y la ONU.
La oposición, conformada mayoritariamente por estudiantes y organizaciones de la sociedad civil, reclama que un posible diálogo está vinculado con la salida de Ortega, que ya ha superado en el poder al dictador Anastasio Somoza. Ya es tiempo que permita respirar al país otros aires.