A la escucha de la vida/5.
“Muchas veces Dios dándote te niega y negándote te da”.
Ibn Atà, Antología de la mística árabe-persa
«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado (…) Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas (…) Y dije: “¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey YHWH Sebaot han visto mis ojos” ». (Is 6,1-7).
El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor. La vocación se produce en un lugar y un día concretos, que quedan escritos para siempre en el libro de la vida y en el corazón del profeta. «Aquí el Señor le habló a Francisco» dicen los guías cuando se visita San Damián, en Asís. Aquí, hace exactamente 31 años, conocí a tu madre. Aquí, el 27 de agosto de 1981, escuché una voz que me lo pedía todo, creí en ella y lo di todo.
Aquí, aquel día… No hay en el mundo nada más concreto que una vocación. Y después, cuando la voz deja de hablarnos, ese es muchas veces el lugar al que regresamos para llamar al espacio y al tiempo como testigos de que aquel encuentro no fue una simple ilusión. Esperando que aquel lugar, que todavía existe, “resucite” el tiempo que ya se ha ido. Muchas veces el espíritu se pone en peregrinación para pedir que ese lugar vuelva a hablar y reviva el tiempo del primer encuentro.
La vocación no es sólo, ni principalmente, cosa de la psique o del alma. En ella, hablan la tierra, el cielo, las iglesias, las fábricas, la oficina, la zarza. Las palabras del alma se quedan cortas para contar lo que acontece ese día. El hombre antiguo tenía un lenguaje más rico que el nuestro para describir la vida y por consiguiente para narrar las vicisitudes del espíritu. Sabía que en los grandes días de la vida, que son muy pocos si descontamos el nacimiento y la muerte, se realiza una misteriosa alianza entre toda la naturaleza. Todo nos habla, todo es un coro polifónico de voces diversas y acordes.
Los hombres antiguos, los de la Biblia entre ellos, tenían otros recursos. En su universo no existía sólo la naturaleza, cuya vida sentían con más intensidad que nosotros en nuestro mundo desencantado. Su tierra estaba habitada por ángeles, serafines y querubines. Y sobre todo por Dios, que era muy real en la vida de la gente. No vivía por encima del sol, esperándonos allí después de la muerte. Se le advertía vivo en medio de su pueblo, y su gloria llenaba «la tierra entera» (6,3). Era tan real y no un ídolo precisamente porque no se le podía ver ni tocar.
La Biblia generó un humanismo capaz de realizar verdaderos milagros cívicos y morales, porque odiaba a los ídolos. Nosotros hoy no hemos producido una cultura atea, sino que, con mucha más superficialidad, hemos vuelto a un mundo rebosante de ídolos. Para negar a Dios es necesario tener un mínimo sentido de Dios. En caso contrario, seremos no creyentes pero de un dios reducido a la condición de ídolo. El ateísmo idolátrico es el gran fenómeno colectivo de nuestro tiempo, tan extenso al menos como la idolatría de masas. Los ateos del Dios bíblico siempre han sido muy pocos. Hoy, en nuestra parte del mundo, casi han desaparecido, porque al no conocerlo tampoco pueden negarlo.
También Isaías nos introduce en el misterio de su vocación. Siendo, como es, un gran poeta, usa todos los colores de su paleta simbólica para contarnos su día más importante. Como en todas las vocaciones bíblicas, su primera emoción no es la alegría sino el temor. Es consciente de que está viviendo una experiencia extraordinaria, viendo cosas nunca vistas ni oídas antes (ni después). Y se siente poco adecuado para ese encuentro. Dicho con su lenguaje, se siente «impuro». Cuando se viven momentos de luz, la alegría siempre acompaña de forma natural al miedo. Si el miedo fuera el único protagonista de los encuentros que marcan nuestra identidad, no formaríamos ninguna familia, no entraríamos en ningún convento, no crearíamos ninguna empresa.
Pero aquí Isaías nos cuenta un hecho concreto: su vocación de profeta. La vocación profética tiene algunas notas típicas: no es la única vocación de una persona, por lo general tampoco dura para siempre y no está siempre activa. Antes de recibir esta tarea concreta, Isaías ya se encontraba dentro de una historia de fe. Probablemente llevaba años actuando en el ambiente sacerdotal del templo de Jerusalén. Conocía, vivía y enseñaba la fe de Israel. Pero un día, en su camino existencial ocurrió un hecho nuevo, inesperado y especial: recibió una llamada específica a hacerse profeta. El profeta no nace, se hace. El profeta es un hombre o una mujer que, en la normalidad de su vida, algunas veces (no siempre) justa y buena, un día recibe una llamada a desempeñar una tarea. Sin haberlo imaginado, sin que hubiera entrado en sus planes, pues ninguna vocación profética entra en los planes de quien la recibe. Si así fuera, el profeta se convertiría en dueño de su propia tarea y sus palabras sólo serían fruto de su pobre voz.
La vocación profética no coincide con la vocación profesional, artística o familiar. Ni siquiera con la vocación religiosa. Muchos profetas ya estaban casados o eran monjes o monjas, cuando un día, un concreto y bendito día, tuvieron un encuentro especial y se convirtieron en lo que todavía no eran. Y después otro día, otro bendito día, acabaron su tarea y regresaron a casa, como todos.
Nadie es profeta para siempre. Los profetas saben que su profecía es tarea, don que les habita pero un día les dejará y tendrán que aprender de nuevo a vivir y a morir como todos. Sólo los falsos profetas lo son para siempre. Los profetas se pierden y traicionan su vocación cuando no entienden que ha llegado la hora de “volver a casa” o lo entienden demasiado tarde.
Una vocación profética es la mayor sorpresa que puede recibir un viviente bajo el sol. A diferencia de Isaías, muchos otros profetas no recibieron la vocación en un templo, ni “vieron” a «YHWH Sebaot» sentado en el trono ni a los serafines. Pero también ellos, en ese encuentro decisivo con la voz que les llamaba interiormente, recibieron una tarea inesperada y se sintieron inadecuados e impuros.
Si los profetas fueran los únicos capaces de llamar “Dios” a la voz que llama, la tierra sería un lugar infinitamente más pobre, feo, triste e invivible. Hay muchos hombres y mujeres que se engañan y engañan a otros siguiendo voces equivocadas, a las que algunas veces llaman también Dios. Pero también hay muchos otros que salvan y se salvan siguiendo voces verdaderas que no saben reconocer pero a las cuales saben responder: “Aquí estoy, envíame”.
Esa fue también la respuesta de Isaías. Ninguna profecía puede comenzar sin decir: “aquí estoy”. Toda vocación es alianza, pacto, boda. La tarea asignada no es suficiente, es necesario también el “aquí estoy”, la respuesta libre del que recibe la llamada. Muchas profecías no se cumplen porque los llamados no logran decir “aquí estoy” tras la llamada. Pero la humanidad sigue viviendo y esperando, porque todavía son muchos los que saben responder: “aquí estoy, envíame”, incluso intuyendo que esa llamada no es para su felicidad.
Misterioso y tremendo es el contenido de la tarea profética de Isaías, que, debido a una lectura “particular” de Mateo (13) y Juan (12), ha influido en una parte de la teología cristiana e incluso en un cierto antisemitismo: «Dios dijo: “ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis”. Engorda el corazón de este pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda con su corazón, ni se convierta para que se le cure. Yo dije: “¿Hasta cuándo, Señor?”» (Is 6,9-11).
La honradez y la verdad del profeta no están en el contenido de la profecía, sino en la fidelidad al mandato recibido, Es raro que a los profetas les guste el anuncio que por vocación deben realizar. No se les pide que amen las palabras que pronuncian. Sólo son servidores fieles de las palabras de Otro. Pero pueden y deben preguntar: “¿Hasta cuándo?” (6,11). ¿Hasta cuándo durará el endurecimiento del corazón, el dolor de mi pueblo? La viña ya está deteriorada y desmantelada (cap. 5), los corazones y los oídos ya están endurecidos, los ojos ya están cegados. En estos casos, tan corrientes, el profeta no convierte al pueblo (es decir a sus jefes) con sus palabras. Tan sólo obtiene la exasperación de los ojos, los oídos y el corazón, y su propia persecución.
Ese es el destino del profeta, siempre, pero sobre todo en tiempos de graves crisis. Cuando la viña ya se ha deteriorado y se ha vuelto salvaje, el sol y la lluvia hacen que sus malos frutos sean más abundantes. Isaías lo intuyó, tal vez, desde el primer día. O lo comprendió años después, cuando comenzó a escribir el relato de su vocación, primer testimonio de la falta de éxito de su misión. Así es como mueren los profetas y así es como fertilizan la tierra de los hijos de todos.
El capítulo de la vocación de Isaías concluye con una nota de esperanza: «Quedará una décima parte, pero volverá a ser devastada como la encina o el roble, en cuya tala queda un tocón: semilla santa será su tocón» (6,13). El tronco de una encina caída aún puede echar un retoño, si su primera semilla sigue viva. Los profetas conservan la semilla buena mientras anuncian la caída de los árboles.
Los pueblos y las comunidades siguen endureciendo su corazón, sin entender a los profetas y aplastando a los pobres. Pero los profetas siguen con su canto y preguntan “¿hasta cuándo?”. Ay de ellos, ay de nosotros, si dejaran de cantar.
Publicado en Avvenire el 24/07/2016