Más grandes que nuestro destino

Más grandes que nuestro destino

El exilio y la promesa/9 – La responsabilidad moral y espiritual de cada acción es siempre personal.

«Cuando la inclinación al mal se propone tentar a un hombre y hacerlo pecar, lo induce a volverse demasiado virtuoso»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

La vida civil es rica y buena cuando somos capaces de decir “tú” a muchas personas, cada vez más y de forma más verdadera, a medida que van pasando los años. Pero esta ley universal buena presenta algunas excepciones decisivas, en las que el “tú” debe ser solo uno. El matrimonio, por ejemplo, lleva inscrita en su naturaleza la dimensión de la unicidad. Algunas palabras del “corazón”, pocas pero esenciales, podemos decírselas solo a la esposa, porque si se las decimos a otras mujeres las vaciamos de belleza y verdad. Cuando la Biblia nos dice que la relación con Dios hay que vivirla como Alianza y pacto, nos está diciendo algo muy parecido. Si en mi corazón dirijo las mismas palabras a varias divinidades, en realidad no le digo nada verdadero a ninguna de ellas. El Dios bíblico solo sabe hablar de corazón a corazón, solo conoce la conversación entre dos, con nosotros solo busca el dia-logo. La lucha anti idolátrica de los profetas es un intento por salvaguardar la posibilidad que tienen los hombres y las mujeres de tratar de tú a Dios, verdaderamente, sin engañarse y sin engañar a otros.

«Se me presentaron algunos ancianos de Israel… Entonces me dirigió la palabra el Señor: – Hijo del hombre, esos hombres se han puesto a pensar en sus ídolos… ¿voy a permitir que me consulten?» (Ezequiel 14,1-3). Los jefes de la comunidad del pueblo de Israel exiliado en Babilonia piden a Ezequiel que interrogue a YHWH. Y esta es su respuesta: «Arrepentíos y convertíos de vuestras idolatrías, volved la espalda a vuestras abominaciones» (14,6). YHWH no responde a su petición y les invita a abandonar los ídolos. La idolatría se convierte en un tema central de la profecía. En este caso, se nos presenta como una cuestión de “corazón”: el pueblo y sus jefes han dado cobijo en el alma a otros dioses distintos del Dios único, se han corrompido íntimamente. Esta forma de idolatría en el exilio es distinta de la que Ezequiel pudo observar cuando fue llevado “en visión” al templo de Jerusalén y lo vio poblado por otras divinidades, colocadas al lado de YHWH.

Esta idolatría en Babilonia no es pública, entre otras cosas porque los exiliados no tienen templo. Los deportados siguen celebrando como Dios a YHWH en su escasa vida religiosa pública. La corrupción se instala en la vida privada, en las casas, donde las familias introducen amuletos y estatuillas babilónicas a las que rezan y adoran en secreto. Por consiguiente, aunque exteriormente sigan rezando al Dios de la alianza, en su corazón introducen ídolos a los que rezan y adoran como a otros tantos “tú”. Por eso Ezequiel solo puede dar una respuesta: convertíos y retornad, daos la vuelta, cambiad radicalmente de dirección; nuestro Dios es verdadero y distinto porque no habla, no puede hablar en un ambiente poblado de ídolos.

El profeta conoce, ve, esta corrupción íntima y secreta. Esta es una de sus funciones más valiosas. No la ve porque sea adivino o mago, sino porque, por vocación, tiene una inteligencia distinta: sabe ver el interior. La ve tal vez en los ojos de sus interlocutores, pues los ojos son el espejo del alma y por tanto de toda corrupción interior. Entonces los ojos se empañan, como en cualquier otra traición del cuerpo y del corazón. Pierden brillo. No logran mantener la mirada más allá de unos cuantos segundos. Desaparece en ellos esa luz especial de la infancia, la luz que acompaña durante toda la vida unos ojos buenos, la luz de una pureza distinta. Si conservamos esta luz, ella será la primera dote con la que llegaremos al cielo.

El discurso del profeta continúa y nos da a conocer otra forma de falsa profecía: «Si un profeta, dejándose engañar, pronuncia un oráculo, yo, el Señor, lo dejaré en su engaño; extenderé mi mano contra él y lo eliminaré de mi pueblo Israel» (14,9). Muchos falsos profetas del exilio siguen desempeñando su tarea en medio del pueblo corrompido en la fe. Como vendedores de vanitas, no son guardianes de ningún diálogo verdadero y por tanto ofrecen profecías a cualquiera que las solicite. Son muy amados por el pueblo, pues satisfacen sus necesidades religiosas, aunque la realidad es que lo traicionan y engañan, y de este modo hacen aún más dura la vida de los profetas honestos.

Este tratado sobre la idolatría termina (de momento) con un giro narrativo. Nos encontramos en un horizonte distinto, en el que Ezequiel nos revela cosas nuevas y muy importantes: «Me dirigió la palabra el Señor: – Hijo del hombre, si un país peca contra mí cometiendo un delito, extenderé mi mano contra él… Si se encontraran allí estos tres varones: Noé, Daniel y Job, por ser justos salvarían ellos la vida» (14,12-14). El gran tema del que habla es la responsabilidad individual de los actos y la transmisión de las culpas (y los méritos) de padres a hijos («aunque se encuentren allí esos tres varones… no salvarán a sus hijos ni a sus hijas, sino que ellos solos se salvarán»: 14,18). Ezequiel, para dar fuerza a su discurso y universalizarlo, nombra tres figuras legendarias, no hebreas, conocidas por su gran justicia. Impresiona la cultura de Ezequiel, que abraza civilizaciones lejanas y antiguas, y en esto es más grande que otros profetas bíblicos. Noé, Job y Daniel son personajes míticos medio-orientales que la Biblia retoma y transforma en obras maestras espirituales y literarias. Ezequiel nos dice que ni siquiera estos campeones éticos absolutos conseguirían con su proverbial justicia salvar a sus hijos. ¿Por qué?

La relación entre las culpas y la justicia de los padres y las de los hijos es un tema que, de forma no siempre coherente, acompaña la Biblia entera. La vida es una cuerda (fides) que serpentea entre generaciones, donde cada una va dejando su marca. Nosotros sabemos que, más allá de cualquier teoría religiosa o científica, es un dato de la vida que las culpas y los méritos de padres y madres se transmiten a los hijos. Su virtud, su inteligencia, su economía, su cultura, sus decisiones éticas, sus errores y sus pecados condicionan mucho, a veces decisivamente, la vida de los hijos, para bien y para mal. Pero Ezequiel y nosotros sabemos que somos más grandes que el destino que llevamos inscrito en nuestros genes y en nuestro pasado. Una de las características que hacen que el Adam sea “poco inferior a los Elohim” (Salmo 8) es su capacidad para no ser como debería ser según la familia de origen, según las bendiciones y heridas de la infancia y la juventud. Somos mucho más que casualidad y necesidad, si bien en este “mucho más” se esconde también la posibilidad de empeorar nuestro destino (una vida peor siempre es moralmente preferible a una vida determinada por el pasado, porque el valor de la libertad es infinito).

Ezequiel y nosotros sabemos que hay virtudes y culpas que no se transmiten por línea familiar, y en muchos casos es bueno que así sea. Nosotros lo sabemos, pero no siempre ha sido así. No era así en Israel en tiempos de Ezequiel (quien no por casualidad retomará este tema en el capítulo 18). Las civilizaciones han querido deducir las virtudes y sobre todo las culpas de los padres a partir de las acciones de los hijos: “¿qué familia habrá tenido este joven para hacer esto?”. De este modo, durante milenios las responsabilidades individuales se han hecho colectivas, el estigma privado se ha transformado en familiar y público y ha arrollado a muchos inocentes, padres e hijos. En este capítulo de su libro, Ezequiel nos dice algo nuevo y enormemente significativo: la responsabilidad moral y espiritual de los actos es personal. Esta tesis teológica y antropológica tiene consecuencias enormes, espléndidas y tremendas a la vez. Un hijo malo no puede ser rescatado por un padre bueno, que puede ser justo, y generalmente lo es, aunque su hijo se haya convertido en injusto. Esta ley moral deriva de la seriedad y de la verdad de la historia, así como de nuestra dignidad y libertad. Hay méritos y bondades de nuestros hijos que no podemos y no debemos adscribir a nuestros cromosomas, a nuestra herencia, del mismo modo que hay degeneraciones y pecados suyos que no debemos vivir como responsabilidad y culpa nuestra. Vemos cómo crecen, cómo cambian, y a veces se hacen peores de lo que podrían y deberían ser. Nosotros hacemos todo lo posible por redimirlos y salvarlos, pero un día llegamos a un umbral que no conseguimos traspasar, que no podemos traspasar.

Este umbral es el que delimita y mantiene su responsabilidad personal. Al mismo tiempo que los protege de nuestras malas herencias, los libera del destino y les posibilita ser mejores que nosotros, los defiende de nuestro santo deseo de salvarlos de los precipicios que vemos abrirse bajo sus pies. Su necesaria libertad, que les salva de nuestros pecados, es la misma libertad que no les permite aferrarse a nuestras virtudes. Este es uno de los grandes misterios de la paternidad, tal vez el más grande. La alegría que experimentamos cuando vemos que nuestros hijos e hijas son mejores que nosotros es verdadera, como verdadero es también nuestro dolor cuando asistimos impotentes a su deterioro. La madurez espiritual de la vida adulta depende en gran medida de que hayamos aprendido el arte de asistir impotentes a los calvarios de nuestros hijos sin desesperarnos y sin caer en el sentimiento de culpa. A veces conseguimos desclavarlos del madero y clavarnos en su lugar. Muchas veces lo hacemos. Pero no podemos hacerlo siempre, porque en nuestra impotencia estamos generando en ellos la posibilidad de convertirse en padres y madres de hijos e hijas que, tal vez, serán mejores que ellos y mejores que nosotros.

Dedicado a Marco, que ha vuelto a la Casa del Padre, habiendo conservado la pureza de una mirada buena.

Original publicado en Avvenire el 06/01/2019

Deja un comentario

No publicaremos tu direcci贸n de correo.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.