Profecía e historia / 24 – Si seguimos la nada, nos convertimos en nada; es la eterna lucha entre fe y nihilismo.
«Bien sé que la palabra provinciano, tan corriente en el lenguaje de mi pueblo, es ahora un término ofensivo o humillante; pero yo lo uso en este libro con la certeza de que, cuando el dolor en mi pueblo deje de ser vergüenza, el término provinciano será sinónimo de respeto e incluso de honor».
Ignazio Silone, Fontamara.
La esperanza de los verdaderos profetas es lo contrario de la esperanza falsa y consolatoria de los falsos profetas, y es verdadera y fuerte como un hijo.
Muchos justifican los actos injustos de las instituciones, en nombre de alguna cosa buena que realizan (puestos de trabajo, PIB…) a la vez que niegan la justicia y los derechos. Es demasiado débil el grito de los profetas que dicen que estas cosas “buenas” nunca serán del todo buenas si no hay justicia, sobre todo una justicia concebida y medida desde la perspectiva de los más pobres. Las razones de la economía, la política y las finanzas son profundamente distintas cuando se ven desde la parte de abajo de la mesa del rico epulón, al lado de Lázaro.
«Jeroboán [II] restableció la frontera de Israel desde el Paso de Hamat hasta el Mar Muerto, como el Señor, Dios de Israel, había dicho por su siervo el profeta Jonás» (2 Re 14, 23-25). Una de las constantes que hemos encontrado estos años comentando la Biblia es la pluralidad de lecturas de los datos históricos. Esta diversidad puede ser de varios tipos, alguno de ellos muy importante, como la diferencia que existe, en cuanto a la interpretación de los hechos, entre los profetas de corte y los grandes profetas bíblicos. Ayer como hoy, el objetivo principal de los profetas de palacio, casi siempre falsos profetas, es alentar y confirmar a los reyes y a los poderosos en sus certezas y sobre todo en sus ilusiones. En cambio, los profetas verdaderos no tienen agenda propia; solo tienen la libertad-obligación de decir las palabras que reciben. Por eso son imposibles de dirigir, imprevisibles, indomesticables e insobornables.
En este capítulo encontramos un ejemplo de esta diversidad característica. Según los libros de los Reyes, un tal Jonás, probablemente un profeta de corte – difícilmente podría ser el autor del libro bíblico que lleva su nombre -, parece que ha expresado una valoración positiva acerca de ciertos acontecimientos militares. Pero otro profeta, el gran Amós, contemporáneo de Jeroboán II, da a los mismos hechos la interpretación opuesta: «Vosotros convertís en veneno el derecho, la justicia en acíbar. Os gloriáis de haber conquistado con vuestro esfuerzo Qarnaym. Pues yo, casa de Israel, suscitaré contra vosotros un pueblo que os oprimirá desde el Paso de Hamat hasta el torrente de Arabá» (Amos 6,12-14). Amós no es un profeta de corte y lee estas conquistas como actos de guerra de un rey injusto que, al no respetar la justicia y el derecho de los pobres, ciertamente no puede actuar según el corazón de YHWH. Dos siglos más tarde, el grupo de escribas que redactó los Libros de los Reyes hará de la acción militar de Jeroboán una lectura distinta y de algún modo providencial: «El Señor no había decidido borrar el nombre de Israel bajo el cielo, y lo salvó por medio de Jeroboán» (14,27). El juicio sobre Jeroboán II no deja de ser, en su conjunto, negativo también para el libro de los Reyes («hizo lo que el Señor reprueba»: 14,23); pero mientras que para estos redactores un rey malvado puede realizar una acción buena, para Amós y para muchos profetas la presencia o la ausencia de la justicia se convierte en el elemento decisivo para valorar todas las acciones de un rey. Para los profetas, el derecho y la justicia son el juicio absoluto sobre la política de un pueblo, al que solo se aproxima otro juicio absoluto: el de la idolatría. Por esa misma lógica, Isaías, al comienzo de su libro, se dirige a Jerusalén con estas palabras: «¿De qué me sirve la multitud de vuestros sacrificios? – dice el Señor –. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones. […] No me traigáis más dones vacíos… Aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre» (Isaías 1,11-15).
Seguramente, los sacrificios y ofrendas que ofrecían los reyes en tiempos de Isaías eran formalmente válidos y lícitos según la Ley. Pero para el profeta, las “manos llenas de sangre” anulan el valor incluso de los actos más religiosos. La injusticia y la falta de derecho vacían de verdad cualquier otra acción, porque estos pecados no pueden ser compensados ni condonados. Los profetas son parciales, partisanos, desequilibrados y excesivos, y por eso nos gustan, porque así nos salvan mientras hacemos cálculos y compromisos y tratamos de mantener el sentido común y la prudencia. El siglo VIII, políticamente tumultuoso e idólatra, está poblado de grandes profetas. Es el tiempo de Amós, Oseas, Miqueas, y también de Isaías. Deberíamos leer sus profecías junto con las vicisitudes históricas narradas en los libros de los Reyes, y recorrer estos acontecimientos en compañía de las palabras de los profetas. Descubriríamos muchas cosas importantes. Veríamos, por ejemplo, que el Acaz de Isaías no se cruza con el Acaz del libro de los Reyes, que en el capítulo 16, dedicado a él, ni siquiera menciona a Isaías. Es cierto que se trata de tradiciones y fuentes distintas, pero no deja de ser misterioso que no se cite aquí el nombre de Isaías junto al de Acaz. En el libro de Isaías, este rey es protagonista (en negativo) del gran milagro de YHWH, que aleja a los asirios de Jerusalén. Pero es también es causante de uno de los versos más bellos y poderosos de Isaías. Acaz, a pesar de recibir una palabra concreta («El Señor volvió a hablar a Acaz: Pide una señal»: 7,11), desobedece y no pide ninguna señal. Pero su rechazo produce una profecía maravillosa, que nos deja sin aliento cada vez que la leemos: «El Señor, por su cuenta, os dará una señal: Mirad: la joven está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel» (Isaías 7,14). El Emanuel, el sueño de los sueños; un niño, la señal de las señales.
Es cierto que no podemos conocer a Acaz sin leer el segundo libro de los Reyes y el libro de las Crónicas. Pero no es menos cierto que para tener una idea correcta de lo que supone Acaz para la Biblia, es esencial la descripción que nos da Isaías. No para comprobar cuál es la imagen más verdadera de Acaz, sino para reconocer que las dos son coesenciales. La verdad de la Biblia es sinfónica, y esa sinfonía la mantiene viva y generativa a lo largo de milenios. Si hoy quisiéramos entender o imaginar cómo juzgaría el humanismo bíblico nuestra economía, nuestra política y nuestra religión, necesitaríamos los análisis y las crónicas que nos cuentan las guerras, las conquistas, las intrigas cortesanas y las razones de estado. Pero también necesitaríamos, sobre todo, las palabras proféticas de quien sabe leer la intimidad de las mujeres y de los hombres de la historia, las palabras de quien, entre los pliegues y las llagas de las crónicas, las actas de los consejos de administración y los papeles de los jueces, sabe leer cosas esenciales para comprender el sentido de lo que vivimos. Deberíamos buscar también las páginas sobre el Emanuel. Si no lo hacemos, siempre nos faltará la página más importante de nuestros relatos personales y colectivos. Estos capítulos del segundo libro de los Reyes son una espiral que culmina con la caída de Samaría, la capital del Reino del Norte, a manos de los asirios, y la consiguiente doble deportación (la de los habitantes de Samaría a varias regiones lejanas, y la de muchos pueblos y tribus deportadas a Samaría para sustituir a los hebreos: cap. 17). No se trata de una deportación en masa (un documento asirio habla de 27.290 deportados sobre una población probablemente de 800.000), pero sí de un acontecimiento social y “religiosamente” devastador, el hecho histórico más dramático después de la destrucción de Jerusalén y de su templo (en el 587). La Biblia lee la caída del Reino del Norte y después la del Sur como consecuencia de la misma infidelidad a YHWH y de la idolatría del pueblo. Los profetas están sustancialmente de acuerdo con esta lectura histórica, si bien enfatizan aún más el peso de la infidelidad “económica y social”.
Hay una frase que encierra, con toda su fuerza profético-teológica, el sentido profundo de este final: «Se fueron tras vaciedades y se quedaron vacíos» (17,16). La palabra hebrea que el texto usa para esta “vaciedad” es muy querida y preciosa para la Biblia: hevel. Es la gran palabra del Qohélet: todo es hevel, todo es vanidad de vanidades. Todo es una infinita nada. Pero hevel es también una de las palabras que los profetas (Jeremías) usan para definir a los ídolos: los ídolos son vanidad, nada, una vaciedad (hevel) que vacía a sus adoradores. Siguiendo la nada, nos convertimos en nada: es la eterna lucha entre la fe y el nihilismo que hoy está llenando de nada el mundo tras haberlo vaciado (los humanos no aguantamos mucho tiempo en templos vacíos). Pero, también en este caso, los profetas saben decir otras palabras, más allá de la nada. La ven y la comprenden mejor que nadie; pero, una vez que la han visto y comprendido, saben ir más allá. La nada de los profetas es la penúltima palabra. Mientras anuncian la caída y condenan la infidelidad, son capaces de ver el alba en medio de esta negra noche, y anunciar una salvación. Amós, Isaías y Miqueas son los profetas del “resto de Israel”, de la pequeña esperanza cierta que dice que lo que está muriendo no morirá para siempre, que algo vivo continuará la historia: «A ver si el Señor se apiada del resto de José» (Amós 5,15). Miqueas: «Voy a reunir a Jacob todo entero, voy a recoger al resto de Israel» (Miqueas 2,12). Y Oseas: «¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? … Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas» (Oseas 11,8). Pocas cosas hay en la Biblia (y en la vida) más maravillosas que la “profecía del resto”.
Estos profetas dijeron a coro la frase que está en el corazón de la profecía de Jeremías, el cantor de la destrucción de Jerusalén: una historia termina, pero la historia no se ha acabado. Son despiadados cuando anuncian el fin de lo que debe terminar, son radicales cuando denuncian los errores y las causas profundas; pero sus obras maestras son el Emanuel, la esposa que vuelve, las vísceras que se estremecen, el resto que volverá. Lo son porque sin impiedad y radicalidad no pasarían de ser pobres páginas consolatorias. Sin profetas no hay retorno de los exilios a casa; no somos capaces de ver el resto que vuelve, cuando todo nos habla de desesperación y muerte. Los profetas no pueden ver el resto, porque todavía no existe, pero lo anuncian. La profecía es también el don de generar esperanzas no vanas, viéndolas cuando aún son invisibles. Por eso es un bien común necesario. Isaías se presentó a la cita con Acaz junto con su hijo, llevándole como primer mensaje su nombre. El hijo de Isaías se llamaba Sear Yasub, que significa: “Un resto volverá” (Isaías 7,3). El profeta escribió su profecía del resto con el nombre del hijo. Para decir algo más grande que Isaías, la palabra tenía que convertirse en carne de su carne. El resto que vuelve y salva nuestra historia es el hijo. El hijo dice que la vida es más grande que cualquier muerte. En cada niño que nace, la esperanza vence al hevel. La Biblia lo sabe muy bien, y nosotros deberíamos aprenderlo pronto.
Original italiano publicado en Avvenire el 17/11/2019.