Los tristes imperios del mérito

Los tristes imperios del mérito

En la frontera y más allá/4

«La desgracia en sí misma es inarticulada. Los desgraciados suplican silenciosamente que se les proporcionen palabras para expresarse. Hay épocas en las que no se les concede.»

Simone Weil, La persona y lo sagrado

El mérito es la gran paradoja del culto económico de nuestro tiempo. El primer espíritu del capitalismo tuvo su origen en la crítica radical de Lutero a la teología del mérito. Pero hoy, aquella “piedra descartada” se ha convertido en “piedra angular” de la nueva religión capitalista, que está surgiendo en el corazón de países que fueron edificados precisamente sobre la antigua ética protestante anti-meritocrática.

La salvación por “sola gratia” y no por nuestros méritos estuvo en el centro de la Reforma protestante. Supuso también la recuperación, después de mil años, de la polémica de Agustín contra Pelagio (Lutero había sido monje agustino). La crítica anti-pelagiana, en esencia, buscaba superar la antiquísima idea de que la salvación del alma, la bendición de Dios y el paraíso podían ser ganados, adquiridos, comprados, merecidos por nuestros actos. La teología del mérito quería también aprisionar a Dios dentro de su lógica meritocrática, obligándole a castigar y a premiar en base a los criterios que los teólogos le atribuían.

Esta batalla contra el pelagianismo no fue una operación marginal. Fue decisiva para la Iglesia de los primeros siglos (aunque, en realidad, como podemos ver, la lucha no se ha ganado del todo). Si hubiera prevalecido la teología pelagiana, el cristianismo habría sido una más de las muchas sectas apocalípticas y gnósticas de Oriente Medio, o se habría transformado en una ética parecida al estoicismo. Habría perdido la charis (la gracia, la gratuidad), que representaba su rasgo característico y distintivo con respecto a las doctrinas religiosas y a las idolatrías meritocráticas dominantes.

El origen de la religión meritocrática es muy antiguo, se pierde en la historia de las religiones y de los cultos idolátricos. El mensaje de Cristo, en continuidad con el alma profética de la Biblia, supuso una verdadera revolución en un mundo teológico dominado por los cultos económico/retributivos y por los méritos. No hay más que leer los diálogos de Job con sus amigos para hacerse una idea muy clara al respecto. Si bien en los evangelios y en otros textos neotestamentarios aparecen residuos meritocráticos, no hay duda de que las palabras y la vida de Jesús fueron, sobre todo, una crítica radical a la fe meritocrática, que tuvo su continuación y desarrollo en la teología de Pablo.

Para entenderlo, basta pensar en la parábola de los obreros de la última hora, donde la política salarial del “dueño de la viña” sigue un criterio radicalmente anti-meritocrático; o bien considerar la figura del “hermano mayor” en el relato del “hijo pródigo”, que reprende al padre misericordioso por no haber seguido el registro meritocrático con su hermano. La misericordia es lo contrario de la meritocracia: no somos perdonados porque lo merezcamos, sino precisamente porque nuestra condición de demérito conmueve las entrañas de la misericordia. Por no hablar de las bienaventuranzas, que son un manifiesto eterno de no-meritocracia. La ley vigente en su Reino es otra: «Sed hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos». La perfección de esta ética radica en la superación definitiva del registro del mérito: «Sean perfectos como es perfecto el Padre celestial» (Mateo, 5).

A pesar de la claridad y de la fuerza de este mensaje, la antigua teología económico-retributiva-meritocrática siguió influyendo en el humanismo cristiano durante toda la Edad Media y mucho después. Las ideas neo-pelagianas siguieron informando la doctrina y sobre todo la praxis cristiana, hasta llegar a la auténtica enfermedad del “mercado de las indulgencias”, que sólo se puede comprender dentro de una deformación del mensaje cristiano en sentido retributivo-meritocrático.

Como siempre ocurre en asuntos de religión, las consecuencias de estas ideas teológicas fueron (y son) inmediatamente sociales, económicas y políticas. Aquellos que acumulaban deméritos, eran (y siguen siendo) condenados y marginados también por los hombres; y los que tenían méritos, antes de ganarse el paraíso en la otra vida, lo alcanzaban ya en esta tierra, donde sus méritos les granjeaban muchos privilegios, dinero y poder.

La historia de la Europa cristiana fue un lento proceso de liberación de esta visión arcaica de la fe, en el que se fueron alternando fases históricas más agustinianas con otras más pelagianas. Pero, hasta tiempos muy recientes, nunca se nos había ocurrido construir una sociedad total o predominantemente meritocrática. Los ámbitos del ejército, el deporte, la ciencia y la educación tendían a ser meritocráticos, pero otras esferas decisivas de la vida estaban regidas por lógicas distintas y a veces contrapuestas. El criterio básico en las iglesias, en la familia, en el cuidado de las personas y en la sociedad civil no era el mérito sino la necesidad,  otra gran palabra hoy olvidada y sustituida por los gustos de los consumidores. En la escuela, por ejemplo, nadie, o muy pocos, ha puesto en duda que el esquema meritocrático debía prevalecer en la formación y en la evaluación de los niños y de los jóvenes (aunque sin ser el único).

Pero no pensemos que esta elección, aparentemente incontrovertible, no haya tenido consecuencias muy relevantes a lo largo de los siglos. En base a los méritos y a las calificaciones hemos construido todo un sistema social y económico jerárquico y de castas, donde los primeros puestos eran ocupados por los que respondían mejor a esos méritos, y los últimos por los que obtenían peores resultados escolares. Y así, los médicos, los abogados y los profesores universitarios tenían sueldos y condiciones sociales mucho mejores que los obreros y los agricultores. Hoy, en esta nueva ola de meritocracia pelagiana, los trabajadores que, día y noche, mantienen limpias las calles y las alcantarillas, reciben salarios cientos de veces inferiores a los de los ejecutivos de las grandes empresas para las que trabajan.

El mérito escolar, que parecía tan obvio e incuestionable, en realidad ha determinado privilegios y dignidades muy diversas, que han regido y siguen rigiendo la configuración de nuestras sociedades desiguales. Si hoy quisiéramos romper la espiral de la desigualdad y la exclusión, deberíamos poner en marcha políticas educativas anti-meritocráticas, sobre todo en los países más pobres, como hicimos en Europa, el siglo pasado, con la introducción de la educación universal, obligatoria y gratuita.

Hoy resulta más urgente que nunca recuperar la antigua crítica de Agustín a Pelagio. Agustín no negaba la existencia en las personas de talentos y esfuerzos que daban lugar a esas acciones o estados éticos a los que llamamos méritos (de merere: ganar, merced, lucro, meretriz). El punto decisivo para Agustín estaba en la naturaleza de los dones y de los méritos. Para él eran charis, gracia, gratuidad. Según Agustín, «Dios, coronando nuestros méritos, corona sus dones».

Los méritos no son mérito nuestro, salvo en una mínima parte, demasiado pequeña como para hacer de ella la pared maestra de una economía y de una civilización. Por eso un importante efecto colateral de una cultura que interpreta los talentos recibidos como mérito y no como don, es una dramática carestía de gratitud verdadera y sincera. La ingratitud de masa es la primera característica de los sistemas meritocráticos.

Cuando vinculamos la estima social, la remuneración y el poder a los talentos y por consiguiente a los méritos, no hacemos más que ampliar y amplificar enormemente las desigualdades. Las personas, que ya son desiguales desde su nacimiento por lo que respecta a sus talentos naturales y condiciones familiares y sociales, en la edad adulta llegan a ser mucho más desiguales.

En el siglo XX, sobre todo en Europa, la política reducía las diferencias con respecto al punto de partida, en nombre del principio de igualdad. En cambio, nuestro tiempo meritocrático potencia estas diferencias y las lleva al extremo. Así, si uno es hijo de padres cultos, ricos e inteligentes, si nace y crece en un país con muchos bienes públicos y con un buen sistema sanitario y educativo, si su dotación genética ha sido especialmente feliz, la consecuencia es que irá a mejores colegios, obtendrá más méritos académicos que los compañeros nacidos en condiciones naturales y sociales más desfavorables, y con toda probabilidad encontrará en el mercado de trabajo un empleo mejor remunerado por el sistema meritocrático. Y cuando se jubile, la distancia con respecto a sus conciudadanos que han venido al mundo con menos talentos se habrá multiplicado a lo largo de la vida por 10, 20 o 100.

Así pues, no podemos entender el aumento de las desigualdades en nuestro tiempo si no nos tomamos muy en serio su raíz: el fuerte aumento de la teología meritocrática del capitalismo. Tampoco entenderemos la creciente culpabilización de los pobres, considerados cada vez menos como desventurados y cada vez más como desmerecedores, si no consideramos el avance sin oposición de la lógica meritocrática. De interpretar los talentos que hemos recibido (de la vida o de los padres) como méritos a considerar como demeritorios y culpables a los que carecen de esos talentos no hay más que un paso, un paso demasiado corto. El eje del mundo meritocrático no es el paraíso, sino el infierno y el purgatorio. Los protagonistas de los imperios del mérito son los deméritos.

Todas las teologías meritocráticas, antes de ser teorías del mérito, son teorías y praxis del demérito, de la culpa, de la expiación. Se presentan como humanismo, personalismo y liberación, pero inmediatamente se convierten en un mecanismo de creación de culpas y penas, de producción en masa de pecados y pecadores a los que gestionar y controlar después mediante un complejo sistema encaminado a reducir esas penas en esta tierra y en el cielo.

Los universos meritocráticos están habitados por unos pocos elegidos y por una multitud de “condenados” que esperan durante toda su vida descontar la pena. El puesto de los predicadores pelagianos lo han ocupado los nuevos evangelizadores de la meritocracia en las empresas, y ahora ya en todas partes. En sus templos están recreando nuevos y florecientes “mercados de indulgencias”, en los que el paraíso, o al menos el purgatorio, ya no se compra con dinero o peregrinando a Santiago, sino con el sacrificio de partes enteras de la propia vida, con carne y con sangre. Las almas ya no se controlan en los confesionarios con ayuda de los manuales para confesores, sino en los departamentos de coaching y counseling, gracias, sobre todo, al mecanismo de los contratos incentivados, que concilian perfectamente los premios y las penas con los méritos y los deméritos, definidos con enorme detalle por la divinidad-empresa e implementados por sus sacerdotes.

Hoy, como ayer, el gran enemigo de la meritocracia es la gratuidad, a la que se teme más que a cualquier otra cosa porque destruye las jerarquías y libera a las personas de la esclavitud de los méritos y los deméritos. Sólo una revolución de la gratuidad – gritada, deseada, vivida, donada – podrá liberarnos de esta nueva inundación de pelagianismo. Si durante este tiempo de esclavitud y de trabajos forzados al servicio del faraón, no dejamos de soñar juntos con una tierra prometida.

Publicado en Avvenire el 12/02/2017

 

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  1. Alberto Barlocci 4 marzo, 2017, 09:58

    Brillante comentario de Bruni. Una aguda y profunda lettura de los límites de esta forma de capitalismo.

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