Más grandes que la culpa/7 – La Alianza bíblica establece compromiso y perdón recíprocos.
«Intentaré ayudarte para que tú no seas destruido dentro de mí. Sin embargo, algo se me hace cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, sino que somos nosotros los que debemos ayudarte a ti (…) Puedo incluso perdonar a Dios que la situación sea así, que sin duda es como ha de ser. ¡Que alguien tenga dentro tanto amor como para perdonar a Dios…!»
Etty Hillesum Diario, 1942
Para narrar episodios clave de la vida, muchas veces un solo relato no es suficiente. Es demasiado poco. Para expresar lo que ocurrió el día que nos conocimos o cuando sentimos que alguien nos llamaba por nuestro nombre, no basta una sola voz. Debemos contar muchas veces estos momentos decisivos. Deben contarlos personas distintas, cada una a su manera. Repetir las cosas ayuda a los que relatan y a los que son relatados. Cuando esta bio-diversidad falta, es negada o se lucha contra ella, nuestros relatos se empobrecen y el misterio de la vida se nos escapa. La multiplicidad de historias nos protege de la ideología, que se desarrolla cuando a una sola narración se le atribuye el crisma de verdad y a todas las demás el de herejía.
Al hombre moderno por lo general esta variedad y multiplicidad de relatos le resulta molesta, ya que busca el acuerdo en los datos históricos. Pero para el escritor bíblico, este lenguaje expresa la grandeza y la importancia de los episodios que narra. La falta de avaricia y la generosidad de la Biblia se manifiestan también en la abundancia que acompaña a los relatos más bellos. Lo mismo ocurre en las cartas de amor, donde los adjetivos se suman para expresar de alguna manera lo que no logramos expresar. La Biblia es una larga y única carta de amor dirigida a todos nosotros que, sin embargo, muchas veces no llega a salir del sobre. La verdad es sinfónica. Siempre.
En el libro de Samuel hay al menos tres narraciones de la vocación de Saúl. Todas son distintas, porque son expresión de las distintas tribus y ciudades relacionadas con la figura de Saúl (y de Samuel). Después de los dos relatos que ya conocemos, el texto nos trae ahora otra tradición sobre la consagración de Saúl como rey: «El amonita Najás hizo una incursión y acampó ante Yabés de Galaad. Los de Yabés le pidieron: “Haz un pacto con nosotros y seremos tus vasallos”. Pero Najás les dijo: “Pactaré con vosotros a condición de sacaros el ojo derecho. Así afrentaré a todo Israel”» (1 Samuel 11,1-2).
Nos encontramos ante una narración muy densa, rica y tremenda. La amenaza en este caso viene de los amonitas. Los israelitas piden un pacto de vasallaje.
Pero Najás (es decir la “serpiente”) les humilla proponiendo un pacto tremendo y ultrajante con un precio altísimo: sacarles a todos el ojo derecho. En el manuscrito de los libros de Samuel encontrado en Qumrán, más antiguo y probablemente original, descubrimos que ese pacto perverso y demencial se llevó a la práctica: «Najás oprimió gravemente a los gaditas y rubenitas, sacándoles el ojo derecho a cada uno de ellos. Pero siete mil hombres escaparon de los amonitas y llegaron a Yabés de Galaad».
Para entrar un poco dentro de estas páginas tan duras y lejanas, que sin embargo contienen mucha sabiduría, podemos encontrar una fecunda clave de lectura en la gran categoría bíblica de la Alianza (berit). La Biblia describe el pacto entre YHWH e Israel, el acto originario y fundacional de esta experiencia religiosa y social distinta y única, tomando como paradigma precisamente uno de los pactos medio-orientales de vasallaje como el que los israelitas piden a los amonitas. El relato de este pacto absurdo puede dejarnos entrever, si bien a contraluz, algo del significado que la Alianza tiene dentro del humanismo bíblico. En un pequeño pueblo, ante el fracaso de los pactos políticos, va madurando progresivamente la conciencia de que existe otra posibilidad en la que no habían pensado: hacer un pacto con Dios. Encontrar en una realidad que no se puede ver ni representar un aliado bueno en quien confiar. Un aliado que no quiere arrancar el ojo derecho, sino proporcionar otro ojo con el que ver lo invisible. Este pueblo, pequeño y pendenciero, generó innovaciones teológicas y espirituales extraordinarias viviendo la relación con Dios como un pacto con el invisible, en medio de pueblos que solo adoraban cosas que se podían ver y tocar (aunque estuvieran mudas).
Lo más asombroso de la alianza bíblica no es su diversidad, sino su semejanza con los pactos políticos y comerciales de la época y por consiguiente con su estructura recíproca. En la alianza, cada una de las dos partes se compromete a respetar los pactos. La genialidad estriba en aplicarle a Dios el estatus de aliado, en estipular un contrato social y perenne con una voz, a la que se considera capaz de asumir un pacto de reciprocidad que implica un compromiso mutuo. Esto es algo sorprendente, si bien hoy su alcance se nos escapa casi por completo. Los israelitas reciben este pacto como un don. Pero este don es un pacto y por tanto implica reciprocidad y mutuo provecho, donde ambas partes obtienen un beneficio.
En la idea misma de Alianza subyace una hipótesis tremenda: que Dios también obtiene un beneficio de la relación con los hombres. Es un beneficio distinto, asimétrico, pero la categoría de la Alianza nos legitima a llamarlo beneficio. La categoría de la Alianza nos dice que si YHWH obtiene un beneficio de aliarse con nosotros, nuestra fidelidad a esa alianza y a ese pacto también puede enriquecer a Dios, cambiarlo, mejorarlo. El Dios bíblico, el del antiguo y el del nuevo Testamento (que es el mismo) no es el ser perfectísimo, pues nuestra fidelidad al pacto lo hace “más perfecto” (y por consiguiente nuestras infidelidades “menos perfecto”). Este es al menos el pensamiento bíblico, una teología que se transforma en un humanismo maravilloso. Si hemos sido creados «a imagen y semejanza» de un Dios capaz de pactar, también nosotros nos alegramos de la fidelidad de Dios y sufrimos con sus “infidelidades”: cuando “se duerme” y nosotros seguimos siendo esclavos, cuando nos deja inocentes sobre el montón de estiércol con Job, o cuando abandona a su Hijo y a los nuestros en las infinitas cruces de la historia. La lógica de la Alianza nos permite imaginar lo impensable. Nos lo ha revelado Etty Hillesum en su lager, al dejarnos en herencia una de las páginas más humanas y elevadas del siglo XX: incluso en los abandonos más oscuros, podemos salvar la fe en la Alianza si aprendemos a perdonar a Dios. Esto es algo que produce escalofríos en el alma y confiere una infinita esencia y seriedad a la fidelidad a nuestros pactos “bajo el sol”. Cuando somos traicionados y engañados en nuestros pactos, cuando nos perdonamos y sabemos volver a empezar juntos, podemos esperar que alguien “sobre el sol” pueda entendernos, porque quizá nuestras alegrías y nuestros dolores se parezcan a los suyos. Así pues, no debe sorprendernos encontrar al final del discurso de Samuel, después de estos hechos, una referencia a la Alianza: «Por el honor de su Nombre, el Señor no rechazará a su pueblo, porque el Señor se ha dignado hacer de vosotros su pueblo» (12,22).
Tras la petición de este pacto absurdo, llegan donde Saúl los mensajeros de Yabés que le cuentan lo ocurrido: «Todo el pueblo se echó a llorar a gritos… Al oírlo Saúl, lo invadió el espíritu de Dios; enfurecido, tomó la pareja de bueyes, los descuartizó y los repartió por todo Israel, aprovechando a los emisarios» (11,4-7). Estamos dentro de una tradición sobre la tribu de Benjamín y en la ciudad de Guibeá. El lector familiarizado con la Biblia, ante esta imagen de Saúl transformando sus bueyes en un “mensaje de carne”, no puede evitar recordar la tremenda historia del levita narrada en el libro de los Jueces. En una de las noches más oscuras de la Biblia, un levita de paso por la ciudad de Guibeá con su mujer pasa la noche en casa de un anciano. Un grupo de habitantes irrumpe en la casa y viola a la mujer. A la mañana siguiente, el levita «cuando llegó a casa, agarró un cuchillo, tomó el cadáver de su mujer, lo despedazó en doce trozos y los envió por todo Israel. Cuantos lo vieron comentaban: “Nunca ocurrió ni se vio cosa igual desde el día en que salieron los israelitas de Egipto hasta hoy. Reflexionad sobre el asunto y dad vuestro parecer”» (Jueces 19,29-30).
Antes de seguir con el comentario, debemos detenernos un momento para intentar superar el dolor y el desconcierto que nos produce un relato como este y todas las “cosas parecidas” que por desgracia siguen ocurriendo hoy. Y no es fácil… Descubrimos una fuerte afinidad entre estos dos episodios. El amonita ultraja la petición de pacto de los israelitas y los benjaminitas profanan el pacto de hospitalidad, uno de los más sagrados. Todo ofrecimiento de pacto es un ofrecimiento de hospitalidad y toda negación de la hospitalidad es la negación de un pacto. Los pactos y las alianzas en los pueblos antiguos se celebraban descuartizando animales, con el lenguaje de la carne y de la sangre. Dios estableció su Alianza con Abraham pasando como fuego entre los animales descuartizados.
Son lenguajes muy fuertes, arcaicos y primitivos, que no entendemos. Pero si logramos “mirarlos a los ojos” nos siguen hablando. Podemos leer la sangre y la carne de los pactos en la Biblia para construir una imagen de un Dios sediento de nuestra sangre e incluso de la de su Hijo crucificado, con la que saciar su sed y aplacar su ira contra el mundo. Pero así no vamos muy lejos. Nos quedamos bloqueados en los mitos medio-orientales, cuyas huellas encontramos también en la Biblia y siguen influyendo en algunas lecturas cristianas del sacrificio y la teología de la expiación.
Pero a partir de esa carne y esa sangre puede dar comienza otra historia muy distinta. Una historia que nos dice que los pactos son tremendamente serios, tan serios como la sangre y la carne, porque son la carne y la sangre de la vida juntos. Aquellos hombres, para expresar la seriedad y el valor de la vida, usaban las palabras más fuertes que tenían a su alcance. Con ellas nos decían que las promesas y los pactos son tan importantes y serios como la carne y la sangre de los hijos, de los esposos y esposas, de los padres y hermanos. Podemos firmar y deshacer mil contratos sin que nos dejen ninguna señal. Pero con los pactos no podemos hacer eso. Están hechos de carne y de sangre y por eso aunque decidamos romperlos para salir de ellos, sus señales quedan grabadas para siempre en nuestra carne. Toda alianza es una herida.
Como una herida es la fe, esa hendidura que se abre hacia el cielo. Durante toda la vida intentamos que esa hendidura no se cierre y esperamos que siga abierta cuando cerremos los ojos y a través de ella podamos quizá ver a Dios.
Otro día, en otra noche, la Biblia nos envió otro mensaje de carne. Esta vez era un niño maravilloso, Palabra hecha carne y sangre. Otro día, ese niño maravilloso hecho hombre fue colgado en una cruz. Otra sangre y otra carne verdaderas. Otros mensajes encarnados que la Biblia, humilde, sigue conservando.
Una vez que Saúl hubo derrotado a los amonitas, «todos fueron a Guilgal y coronaron allí a Saúl ante el Señor; ofrecieron al Señor sacrificios de comunión y celebraron allí una gran fiesta» (11,15).
Publicado en Avvenire el 04/03/2018