Muchos países recaban entre el 1 y el 2% de su producto bruto interno aplicando impuestos al carbono. Mejoran los ingresos fiscales, pero el objetivo debería ser el de reducir las emisiones.
En varios países estos impuestos son preferidos a las regulaciones, porque reportan ingresos que, en América latina, oscilan entre el 1 y el 2% del producto bruto interno y, supuestamente, deberían alentar a los contaminadores a adoptar medidas de protección de sus emisiones de gases de efecto invernadero. En teoría todo parece eficiente y, para las arcas fiscales, conveniente. Pero ¿lo es en término de reducción de las emisiones?
El portal Ecoticias ha publicado recientemente un artículo sobre el tema. En él se habla del impuesto sobre el carbono de Chile, que entró en vigor este año y que se espera que se recoja por primera vez en 2018, sigue al lanzamiento por parte de México en 2014 de un impuesto sobre la venta e importación de combustibles fósiles. Ambas iniciativas formaron parte de cambios estructurales más amplios a los sistemas impositivos, que están siendo emulados por otros países como Colombia, que a finales de 2016 incorporó un impuesto al carbono, dentro de un ambicioso proyecto de ley de reforma tributaria.
En el artículo se señala que, si bien el uso de los impuestos para hacer frente a los problemas ambientales está bien establecido en las economías desarrolladas, de hecho, muchos países europeos han estado armonizando las políticas fiscales y ecológicas desde principios de los noventa, los progresos han sido más lentos en las regiones latinoamericanas, que luchan por modernizar sus sistemas fiscales. Los gobiernos son conscientes de las ventajas que los impuestos verdes pueden ofrecer a la administración pública y la gestión financiera: los impuestos ambientales pueden ser más eficaces que las regulaciones, ofrecen a la economía mayores ganancias de eficiencia, al alentar a los contaminadores a adoptar nuevas tecnologías y tienen el potencial de generar ingresos, que pueden ser utilizados para reducir otros impuestos.
Lo que sí aparece poco lógico, es correr el foco de estas acciones, del objetivo de reducir la contaminación hacia los efectos económicos de estos impuestos. Sobre todo cuando se considera que no todos los actores del mercado corren con las mismas ventajas. Las grandes corporaciones pueden hacer frente con mayor facilidad estos impuestos, sin modificar sensiblemente el nivel de sus emisiones. Lo que trasforma los impuestos en una suerte de derecho a contaminar. Y la realidad dice que las emisiones de gases de efecto invernadero, a nivel global, no se han reducido, sino que siguen incrementándose.
Los ingresos generados por estos impuestos varían entre los países latinoamericanos, algunos han obtenido buenos resultados junto con sus homólogos de la OCDE, entre los cuales los ingresos por impuestos ambientales fueron en promedio del 1,56% del PIB en 2014. En Brasil, Costa Rica, Honduras y República Dominicana, el impuesto medioambiental sobrepasó el 2% del PIB en 2014. Existen diferentes categorías de impuestos ambientales, que apuntan al consumo de energía, vehículos de motor y otros temas, como el uso de pesticidas.
El cambio climático ha aumentado el énfasis de la política en la reducción de las emisiones de CO2. Mientras que en Chile y México el costo asignado por tonelada de CO2 se considera bajo, no hay duda de que las reformas han creado un efecto de rizo, considerado como un factor en la decisión de Colombia de introducir sus propios impuestos ambientales el año pasado.
Los estados brasileños de São Paulo y Río de Janeiro también están explorando la introducción de impuestos subnacionales sobre el carbono. “Los gobiernos de la región – concluye el artículo – deben equilibrar su ambición de reducir las emisiones, con la necesidad de mantener el apoyo público a esta forma de imposición, protegiendo el crecimiento económico y garantizando la equidad”. Pero se trata de conclusiones muy contradictorias. Crecimiento económico y equidad no se pueden conseguir a costas de seguir perjudicando el medio ambiente, para nosotros y para las generaciones futuras y provocando efectos que más temprano que tarde se repercutirán negativamente contra ese crecimiento y esa equidad que se pretende defender.
Hay que tomar distancia de esta visión de la economía y del ambiente que no garantiza sustentabilidad, sino que los más fuertes seguirán siendo más poderosos y los más débiles serán todavía más vulnerables.
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