En la frontera y más allá/3
«El capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología»
Walter Benjamin, El capitalismo como religión
El capitalismo de los siglos XIX y XX estaba animado por un espíritu judeo-cristiano, espíritu de trabajo, esfuerzo y producción. Pero si hoy seguimos buscando el espíritu de nuestro capitalismo dentro del cristianismo o de la Biblia, dejaremos de entenderlo. La sociedad de mercado de estos últimos años se parece, sí, a una religión, pero, por los rasgos que está asumiendo, se asemeja sobre todo a la de las ciudades de Oriente Medio de hace tres mil años o a las grecorromanas de algunos siglos después. Los espacios públicos de estas ciudades estaban ocupados por multitud de estatuas, templos, estelas, altares y hornacinas sagradas. Sus espacios privados estaban llenos de amuletos, penates y una enorme cantidad de ídolos domésticos. La vida, las fiestas y la muerte estaban ordenadas alrededor de los sacrificios. El humanismo judeo-cristiano fue, sobre todo, un intento por vaciar el mundo de ídolos y liberarlo de sacrificios. Un intento que sólo tuvo éxito en parte, porque los hombres siempre han sentido una fuerte tendencia a construir ídolos para adorarlos.
Los profetas, la tradición sapiencial (Qohélet) y, después, Jesús, llevaron a cabo una revolución religiosa extraordinaria, entre otras cosas por su radical lucha anti-idolátrica. Intentaron eliminar los ídolos de los templos y de las iglesias para crear un ambiente libre de cosas donde se pudiera escuchar la voz libre y liberada del espíritu, la “sutil voz del silencio”. El cristianismo, después, superó para siempre la antigua lógica de los sacrificios, porque sustituyó el sacrificio de los hombres ofrecido a Dios por el sacrificio-don de Dios ofrecido a los hombres, instaurando la era de la gratuidad. Pero hoy, después de dos mil años, el capitalismo, primero luchando contra la gratuidad y luego intentando sacarle rentabilidad, está volviendo a introducir en su culto arcaicas prácticas sacrificiales.
Podemos distinguir la cultura sacrificial del capitalismo por todas partes. Por ejemplo, la alimentación y la cocina últimamente se han convertido en un espectáculo televisivo y mediático. En las distintas culturas, comer era una práctica fundamental, siempre comunitaria. Era el corazón de las relaciones familiares, de las relaciones de amistad, y la máxima expresión de la solidaridad. La comida se realizaba juntos porque el alimento es el primer recurso de las comunidades, el más decisivo, y por ello debe ser compartido, “construido” socialmente, lejos del juego natural de fuerza y poder de los individuos. La comida es el primer lenguaje de la fraternidad, que, a través de la institución universal de la hospitalidad, se abre a todos aquellos que llaman a la puerta. Por eso, la comida se hacía en casa, en la intimidad de la tienda. La preparación de la comida era un asunto privado, del que por lo general se encargaban las mujeres, que eran las productoras de los platos, que transformaban los productos escasos de la tierra en banquete y los bienes en bienes relacionales. La primera palabra sobre los alimentos era la confianza en la persona que los cocinaba. En la credencia no se conservaban sólo los alimentos, sino que se guardaba también la confianza y la creencia en las relaciones primarias de la casa.
En cambio, en las fiestas, que en el mundo precristiano se asociaban al ofrecimiento a la divinidad de sacrificios de animales, se comía en público, en la plaza y entre todos. La civilización cristiana transformó aquellas fiestas antiguas y desaconsejó comer y beber en público, con el fin de superar la arcaica lógica sacrificial. En las fiestas cristianas en público se bailaba, se cantaba, se jugaba, se hacían procesiones y sobre todo se celebraba la eucaristía: la buena (eu) gratuidad (charis), en otra cena, con otro pan y otro vino. Pero la comida se hacía en casa, y su preparación era algo privado y femenino. La gran espectacularización de la cocina y de los alimentos nos está llevando de nuevo a la cultura de los sacrificios, a los banquetes sagrados ofrecidos a los ídolos, a cocinar en la plaza. Para entender esta verdadera invasión de cocineros y platos, no basta recurrir únicamente a los aspectos sociológicos (el aprendizaje de una nueva cocina o la demanda de salud). Es necesario descubrir también su naturaleza religiosa y sacrificial. Los ídolos comen continuamente y nunca se sacian.
En estos nuevos ritos, celebrados por sacerdotes varones, los alimentos pierden por completo su naturaleza íntima y familiar. Dejan de ser compartidos en solidaridad para dar paso a la competencia, a la competición. Las palabras buenas de la casa se convierten en insultos. Cuando el pan cae al suelo, no se le da un beso sino un grito. La cocina ya no está rodeada de las palabras buenas y familiares que surgen cuando se comparte la mesa. Todo es un simple juego, un espectáculo, un negocio. Nos olvidamos de la primera regla básica de la educación que durante milenios las madres han transmitido a sus hijos: “Con la comida no se juega”, porque es una cosa demasiado seria, la cosa más seria de todas, sagrada. En cambio, este nuevo-arcaico sacrificio de la comida no sacraliza nada ni a nadie, hace que nos precipitemos en un mundo poblado de aras y de víctimas: panem et circenses.
Pero sacrificio es también una palabra clave de las nuevas y grandes empresas globales. Para entender el universo “sagrado” de la empresa, no debemos detenernos en sus aspectos más superficiales, tales como la presencia de coaches, que tratan de imitar a los viejos padres espirituales; o el uso de palabras tomadas del lenguaje espiritual, como “misión”, “vocación”, “fidelidad”, “mérito”; o los falsos ritos de iniciación y las pseudo-liturgias del marketing; o el desprecio de la palabra “viejo”, que se ha convertido en una palabrota, en un insulto (“¡eres viejo!”: todos los cultos idolátricos adoran la juventud). Estos fenómenos son síntomas epidérmicos de algo más profundo, que está radicado en el organismo del capitalismo.
Después de haber utilizado, hasta hace pocos años, lenguajes y metáforas tomadas de la vida militar o del deporte, las grandes empresas capitalistas se están dando cuenta de que, para comprar el corazón de sus empleados, necesitan un código simbólico más fuerte, y lo están tomando de la esfera religiosa. Pero, también en este caso, el registro simbólico no lo están tomando de la cultura religiosa judeo-cristiana ni tampoco de otras grandes religiones (islam o hinduismo). Estos grandes humanismos espirituales son demasiado complejos y resilientes como para ser fácilmente manipulados por los negocios. Entonces, dando un salto hacia atrás de milenios, nos devuelven directamente al totemismo y a los sacrificios.
El sacrificio es una palabra central del culto de los negocios. A los trabajadores de las grandes empresas no se les pide más que sacrificio: de su tiempo y de su vida social y familiar. El trabajo siempre ha supuesto esfuerzo, sudor y, por consiguiente, en cierto sentido, también sacrificio. Pero el sacrificio de la cultura de la empresa del siglo XX era transparente para quien lo realizaba y para quien lo recibía. El movimiento sindical era capaz de contenerlo dentro de límites políticos y, cuando superaba estos límites, dejaba de llamársele “sacrificio” y se le llamaba “explotación”. Siempre hemos sabido que detrás de buena parte del trabajo había “dioses” lejanos que vivían de las rentas gracias a nuestros sacrificios y a la explotación de nuestro trabajo en los campos y en las fábricas; pero éramos conscientes de ello. Sufríamos mucho por ello y luchábamos para reducir o eliminar estas injusticias. Hoy la manipulación semántica de nuestro tiempo está consiguiendo presentarnos el sacrificio como una forma de “don” voluntario. Estamos más explotados que ayer por unos dioses aún más ricos. Pero, a diferencia de ayer, debemos estar contentos con nuestros sacrificios e interiorizarlos como un don. El sacrificio que se les pide a los trabajadores de las grandes empresas es un acto necesario para poder esperar en el “favor de los dioses” y por tanto para hacer carrera, para ganar mucho dinero y recibir la estima y el reconocimiento de los de arriba. En cambio, aquellos que se niegan a hacer estos sacrificios y se empeñan en salvaguardar el límite entre empresa y familia, aquellos que no aceptan la petición de quedarse en la oficina hasta las once de la noche, se quedan fuera del número de los elegidos y, muchas veces, desarrollan graves sentimientos de culpa por ser perdedores.
En los sacrificios ofrecidos a los antiguos dioses e ídolos, las ofrendas y los votos no podían extinguir la deuda del sacrificante. Hoy, en estas empresas, cuanto más tiempo y más vida se entrega, más tiempo y más vida se pide, hasta el día en que se agoten nuestras ofrendas. Pero ese día, la dirección nos proporcionará “gratuitamente” el coach adecuado que hará que nos levantemos de nuevo y podamos volver al altar a ofrecer nuevos sacrificios. El ídolo no se sacrifica, sólo recibe los sacrificios de sus fieles. Los dioses invisibles y lejanos se nutren de los sacrificios de los trabajadores, tienen una necesidad cada vez más vital de ellos. Pero la genialidad de este capitalismo está en que ha sido capaz de cubrir con el “contrato” la estructura sacrificial del “mercado de trabajo”. Lo que se nos pide en realidad es un sacrificio, pero se nos presenta como un contrato libre, escondiendo muy bien su verdadera naturaleza. Pagando, las empresas se desvinculan de sus fieles y se hacen ingratas con respecto a ellos. Si un día las oportunidades de mercado y de beneficio cambian, no se sienten deudoras por los muchos sacrificios que han recibido; buscan paraísos fiscales y con unos cuantos miles de euros – en el mejor de los casos – pagan el sacrificio de toda una vida, el sacrificio de la vida. Lo sacrificado en los antiguos cultos debía estar vivo: a los dioses se les ofrecían animales, niños, vírgenes, raramente plantas (libaciones) y nunca objetos. Los nuevos dioses siguen pidiendo vida y devuelven dinero.
La naturaleza sacrificial de este capitalismo no se refiere tanto a una propiedad moral de las personas como al sistema en su conjunto. Las primeras víctimas sacrificiales son los propios ejecutivos, que son sacerdotes y víctimas a la vez.
El escenario más probable y oscuro que aparece por el horizonte de nuestra civilización es un rápido crecimiento de esta nueva idolatría, que está emigrando poco a poco desde el ámbito económico hasta la sociedad civil, la escuela y la sanidad. Su expansión no encuentra oposición, porque recurre a símbolos religiosos que nuestra cultura ya no puede comprender porque carece de las categorías para hacerlo. Si alguien quiere entender hoy la economía y el mundo, e incluso gobernarlos, debe estudiar menos negocios y más filosofía y antropología.
Publicado en Avvenire el 05/02/2017
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Cuanta verdad en las palabras de Walter Benjamin. En mi vida de burguesa pasiva mirando la TV he observado en un primer momento que el auge de la cocina se debía a una cuestión estética pero tirando un poco más de la piola vemos que fue mutando hasta convertirse en el espectáculo de ciudades que sabemos pertenecen a países pobres, en conflicto. Pero ese convite pagano que se realiza es un signo de los nuevos tiempos donde el dicho de Mac Lugan: “no hay mensaje, el medio es el mensaje” encuentra su apogeo tambien por la multiplicación al cubo de los media. Y yo soy parte de este engranaje, eso me da mucha culpa.