Los hijos y las hijas del hombre

Los hijos y las hijas del hombre

El exilio y la promesa/1 – En la Biblia, cuanto más se toca la tierra, más fácil es oír el cielo.

«Es Pascua. Mi padre, levantando la copa, me dice que vaya a abrir la puerta. ¿Abrir la puerta tan tarde para que entre el profeta Elías? Pero ¿dónde está Elías con su carro blanco? ¿Es posible que esté a punto de entrar en casa bajo la apariencia de un viejo mísero, de un mendigo encorvado, con un saco a la espalda y un bastón en la mano? –“¡Aquí estoy! ¿Dónde está mi copa de vino?”»

Marc Chagall, Mi vida.

El exilio es una dimensión de la condición humana. Cuando nacemos, dejamos un lugar familiar y seguro para entrar en otro lugar desconocido. Sin dos manos que nos acojan y un cuerpo que nos dé calor y nos alimente no podríamos comenzar nuestra aventura en la tierra. Los profetas son la madre que nos acoge, nos alimenta y nos acompaña en los exilios de la vida, hasta que finalmente dejamos este lugar por otro. Y nuestro último viaje será aún mejor si antes podemos escuchar una palabra distinta. Todos los profetas son así. Sobre todo, Ezequiel. Es el profeta que recibe la vocación en el exilio de Babilonia, durante la mayor prueba de su pueblo. Allí dirá sus palabras más altas, para mantener con vida la promesa y el pacto, cuando todo a su alrededor habla de dolor y de muerte. La profecía siempre es don, pero se convierte en bien esencial cuando la vida nos deporta a tierras extranjeras, cuando el gran sueño se rompe y la esperanza y la fe corren peligro de extinción. Muchos exilios, demasiados, se convierten en desesperación y desconsuelo si no se viven junto a los profetas.

Ezequiel es hermano e hijo de Isaías y de Jeremías. Comparte con ellos la grandeza espiritual, la potencia de la palabra y las persecuciones. Como ellos, y más que ellos, profetiza con todo el cuerpo, con la palabra y con el silencio, como cuando la muerte de su mujer, “delicia de sus ojos”, le hace perder (y a nosotros con él) completamente la palabra. Habla brincando, batiendo palmas, quedándose mudo y paralizado, contando historias, haciendo imitaciones y tocando instrumentos. Es palabra encarnada, corporeidad, tierra. Ezequiel es “hijo del hombre”. «El año treinta, quinto de la deportación del rey Jeconías, el día cinco del mes cuarto, hallándome entre los deportados, a orillas del río Quebar, se abrieron los cielos y contemplé una visión divina. Vino la palabra del Señor a Ezequiel, Hijo de Buzi, sacerdote» (Ezequiel 1,1-3). También en este caso, la vocación es puntual, un punto preciso y exacto, porque es infinitamente concreta.

Ezequiel recibe la vocación profética siendo ya hombre adulto y sacerdote. Posiblemente a la edad de treinta años, tras cinco años en Babilonia, en una comunidad desmoralizada de exiliados, situada a lo largo de un canal navegable del Éufrates (hoy Iraq), rodeada de dioses extranjeros que habían derrotado a su Dios-YHWH, el único verdadero porque está vivo y por tanto tiene “voz”. Israel aprende que su Dios es distinto y verdadero sobre todo porque dice palabras. Por las dataciones del texto, es probable que Ezequiel fuera exiliado en la primera deportación (598 a.C.), cuando fueron deportadas las élites intelectuales y técnicas de Judá. Así pues, al llegar a Babilonia, Ezequiel tenía veinticinco años, la edad a la que los sacerdotes comienzan su ministerio (Números 8,24). Un sacerdote de Jerusalén que comienza su misión sin templo es una experiencia desconcertante e inédita en Israel. En Jerusalén, toda la actividad y la identidad del sacerdocio tenía lugar en el templo y en función del culto del templo. La crisis de identidad y de vocación es profundísima, radical y muy nueva. Tras cinco años de sacerdocio sin templo y sin liturgia, durante los cuales tiene que elaborar este singular luto individual al que se añade el luto colectivo de la comunidad deportada, en la vida de Ezequiel ocurre un acontecimiento aún más tremendo que el exilio. Exiliado en una tierra idolátrica, sin oficio y con una identidad en profunda crisis, es alcanzado por la “gloria” (kabod) de YHWH.

Se encuentra con ella completamente desorientado, y este encuentro cambia decisivamente su vida, la de su pueblo y la nuestra: «Vi que venía del norte un viento huracanado, una gran nube y un zigzagueo de relámpagos, nube nimbada de resplandor, y entre el relampagueo como el brillo del electro» (1,4). Es el encuentro con el absoluto. El cielo se abre para él y Ezequiel comprende que está ocurriendo algo totalmente inesperado y nuevo. Entonces comprende su lugar en el mundo, se le desvela su vocación. Es un acontecimiento extraordinario, que el nuevo profeta nos describe con un lenguaje riquísimo, creativo y culto, unido a su enorme sensibilidad corpórea: fuego, luz, seres alados de muchas caras, ruedas fantásticas, impregnadas «del espíritu de los seres vivientes» (1,21), y después una especie de firmamento, un cristal maravilloso y en lo alto algo espléndido: «una especie de zafiro en forma de trono» (1,26) y sobre el trono «una figura que parecía un hombre», que ardía como el fuego, rodeado de una luz multicolor, parecida al «arco que aparece en las nubes cuando llueve» (1,28). Al final de esta estupenda epifanía «caí rostro en tierra y oí la voz de uno que me hablaba» (1,28). «Me decía: – Hijo del hombre, ponte en pie que voy a hablarte. Penetró en mí el espíritu mientras estaba hablando y me levantó en pie, y oí al que me hablaba» (2,1-2). La voz habla y le da al profeta una tarea: «Me decía: – Hijo de Adán, yo te envío a Israel, un pueblo rebelde pues se rebelaron contra mí (…) No tengas miedo, aun cuando te rodeen espinas y te sientes encima de alacranes» (2,3-6).

Todo es extraordinariamente bello. Es una de las visiones más grandes y complejas de la Biblia. Pero lo verdaderamente importante en las visiones proféticas son las palabras de la voz. Todas las imágenes están orientadas a las palabras finales, a la tarea, a la misión, al destino. No son experiencias místicas tendentes a proporcionar felicidad al vidente. No son cosas totalmente privadas que se consumen en la intimidad de lo secreto. Las visiones del profeta también son misterio y forman parte de la intimidad profunda del profeta. Son su dote de bodas, la alegría de los amigos y los ojos de la esposa que, por mucho que nos empeñemos en contarlos con fotos y vídeos, permanecen esencialmente inefables. Pero en las experiencias proféticas sobre todo hay palabras, palabras clarísimas que pertenecen a la misión pública de la persona llamada. Estas palabras son la familia y la casa, los niños y el trabajo, la reconstrucción de la iglesia de San Damián y, después, de la Iglesia. Las palabras de la voz son más humildes (humus) y sobrias que las imágenes que las preceden y a veces las acompañan. Son ladrillos, cardos y espinas, pero saben engendrar hijos y vida. Es la palabra y no la imagen de Dios la que se hizo carne. A veces, con el paso del tiempo, las imágenes y los colores de las “visiones” del primer día se decoloran y se confunden, pero las palabras escuchadas quedan grabadas en el alma. En el transcurso de los exilios de la vida podemos llegar a poner en duda casi todo (el sentido de las imágenes, las formas que han adquirido en nuestra vida, incluso quién era verdaderamente el que hablaba), pero la claridad de las palabras-destino permanece por siempre.

Ezequiel, el “quinto día del cuarto mes”, se convierte en «hijo del hombre» (una expresión que se hará famosa en los evangelios). Nace hijo de sacerdote, pero el día de la vocación se convierte en «hijo del hombre», hijo de Adán (Ben-Adam), y por tanto en hijo de la tierra (adamah), frágil y fuerte como la tierra, como nosotros, como todos. De este modo, a partir de la muerte de su misión como sacerdote de Sión, resurge una nueva misión universal que atraviesa y sobrepasa todos los estatus y todos los oficios. Se convierte en un hombre sin pasado, sencillamente hijo de Adán. Esta es la condición más verdadera de los profetas, maravillosa y tremenda, que reciben junto con la llamada. Pero este es también el destino de cada persona, que necesita toda una vida para hacerse sencillamente hijo o hija del hombre. El “hijo del hombre” es enviado a los “hijos de Israel”. Solo quien es hijo de algo más universal que su comunidad puede dirigirle palabras proféticas para salvarla, y en esa diversidad y cercanía-ajenidad radica también la hostilidad que encuentran los profetas.

También nosotros, cuando nos encontramos inmersos en un gran exilio, podemos salvarnos si volvemos a empezar a partir de nuestra condición de “hijos del hombre”. Cuando lo hemos perdido todo, familia, vocación, identidad, oficio, templo, en ese paisaje restaurado y liberado, podemos finalmente descubrir que somos simplemente hijos, hombres y tierra, como todos, y allí esperar una voz distinta. Tendido rostro a tierra, Ezequiel oye que le llaman con el nombre del primer hombre. Con el rostro en el humus, se convierte solo en homo, en hijo de Adán. La tierra del exilio puede empezar a producir algunos colores y aromas del primer Edén, que no se ha perdido para siempre, pues gracias a los profetas puede resurgir en nuestros exilios. En la Biblia, cuanto más se toca la tierra, más fácil es oír el cielo. Durante estos años he comentado varias veces las vocaciones proféticas. También hoy, cuando leo: «oí la voz de uno que me hablaba», me sobrecoge la belleza y el misterio de estas experiencias auditivas de los profetas, que son tal vez el mayor misterio espiritual bajo el sol. Una voz altísima e intimísima, distinta y familiar. Cada vez, y cada vez más, tengo que forzar el alma y el teclado para seguir escribiendo, porque no haría falta añadir nada más, porque no hay nada más que añadir… Pero, forzando una vez más el corazón y las manos, daremos espacio a las palabras del hijo del hombre, para entender a los hijos y a las hijas del hombre de hoy e intentar amarlos.

Publicado en Avvenire el 11/11/2018

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